Lecturas porcinas (para ir despidiendo el invierno)
«Si los romanos ejecutaban a sus bestias domésticas en la más absoluta intimidad, la Edad Media impulsó en España la celebración del marrano como un acto para tejer lazos comunitarios»
«Su San Martín se le llegará como a cada puerco», dice un personaje en la segunda parte de El Quijote (1615). Una expresión que aparece igualmente en La vida del Buscón (1626) de Quevedo, confirmando que este dicho ya era popular en aquella España del siglo XVI.
La frase alude a la tradicional época de matanza del cerdo, que suele coincidir en muchas partes de la piel de toro con la festividad de San Martín de Tours: un obispo católico del siglo IV elevado a santo, cuya vida y milagros conmemora el calendario católico cada 11 de noviembre. Pero en esto, como en todo, hay usos y facciones divergentes.
Yo, como devoto del cerdo ibérico criado en ese ecosistema privilegiado que son las dehesas, me he inclinado siempre por seguir las costumbres de los pueblos extremeños, donde suele sacrificarse al gorrino cuando el invierno toca a su fin. Desde Ibahernando hasta Llerena pasando por Jaraicejo, la degollina a la intemperie en loor de multitudes siempre me ha parecido más simpática cuando las horas de sol se alargan y no es preciso desayunar al alba migas con aguardiente para aguantar el tirón.
El rito ancestral de la matanza, que se remonta a los pueblos celtas y que cuentan inmejorablemente Jorge Víctor Sueiro, Eduardo Méndez Riestra, José Carlos Capel y otros sabios autores en el imprescindible Manual de la matanza (1997), se basa en la necesidad del trabajo colectivo para poder aprovechar bien todas las partes del animal, preparándolas en el menor tiempo posible para su adecuada conservación. Si los romanos ejecutaban a sus bestias domésticas en la más absoluta intimidad, la Edad Media impulsó en España la celebración del marrano como un acto para tejer lazos comunitarios y demostrar el total rechazo de la religión musulmana, que prohíbe el consumo de carne porcina.
Desde entonces, el puerco viene sacrificándose en público habiéndose convertido en motivo de reencuentro y confraternización para familiares, amigos o vecinos. Engorde, matanza, limpieza, socarrado, embutido, salado, curación… son fases imprescindibles para que se cumpla a rajatabla ese refrán españolísimo que nos recuerda que del cerdo se comen hasta los andares. «El cerdo es el único animal doméstico que no sirve más que para nutrir porque carece de la dualidad social para satisfacer al espíritu y la materia», señala socarronamente el Doctor Thebussem en su imprescindible La mesa moderna (1888).
«El perro huele mal, rompe, destroza, persigue y muerde; pero defiende la casa, ama y sigue a su dueño, es fiel, respetuoso, agradecido, es el amigo del hombre… Solo el marrano constituye un emblema material. Sus pezuñas son ricas, su jamón excelente, su sangre gustosa, sabroso su tocino, aromático su lomo, suave y nutritiva su manteca y hasta la piel tostada y el rabo frito y la molleja rellena y el brazuelo ahumado son manjares que en otro tiempo fueron servidos a los dioses», prosigue el legendario gastrónomo decimonónico.
«¿Existe un animal que nos de tanto?», se preguntaba el ilustrado Jovellanos. Y el desaparecido ensayista Paco Ignacio Taibo le replicaba siglos después: «¿Existe otro animal al que podamos tanto quitar?».
Cerdo, gorrino, puerco, marrano, verraco, guarro, lechón, cochino o tostón. Lo llamen ustedes como lo llamen, el Sus suidae es ese mamífero omnívoro, con hocico terminado en morro y carnes abundantes, que se cría tradicionalmente en nuestro país desde antes de la llegada de los romanos y que el gran Grimod de la Reynière definía en su Manual de anfitriones y guía de golosos (1808) como un «animal enciclopédico porque come de todo y en él todo se aprovecha».
A la espera de que lleguen al mercado los más ricos cortes de carne fresca –de las chacinas y embutidos hablaremos en otra ocasión, puesto que merecen texto aparte– y ya salivando ante el banquete porcino que me voy a pegar, he decidido revisar mi biblioteca este fin de semana en busca de algunos textos dignos de ser compartidos sobre tan querido cuadrúpedo. Y de eso va, en realidad, este artículo.
«La carne de cerdo es óptima, una de las mejores producciones de la cocina del invierno», escribió el eminente Josep Pla en Lo que hemos comido (1972). Y apuntaba: «Para los gourmets del cerdo, la condición de graso y magro es una especie de ideal concreto». ¡Qué grande, Pla!
Rica en tiamina, vitamina B, zinc, potasio y fósforo, la citada carne tiene un valor nutritivo variable en función de los cortes y de si incluye o no la grasa visible porque, al contrario de lo que todo el mundo cree, la parte magra del cerdo cocido no es más calórica que otras carnes. En su tratado Porcus, puerco, cerdo: el cerdo en la gastronomía española (2000), Antonio Gázquez Ortiz muestra profusamente cómo el gorrino ha formado parte indisoluble de la cocina cristiana de Occidente durante siglos de alimentación despreocupada y naturalista. Luego, vinieron estos tiempos de dietas pretendidamente salutíferas y el pobre bicho parecía sentenciado al más triste olvido gastronómico.
Pero no: hoy resulta que el cerdo vuelve a ocupar el puesto de honor que le corresponde en muchas mesas públicas y hasta una editorial tan fashion como la anglosajona Phaidon, especializada en coffee table books, se lanza a cantar las alabanzas del poco glamouroso marrano en una fabulosa monografía titulada Cerdo e hijos (2008), firmada por el chef francés Stéphane Reynaud, tercera generación de una familia de carniceros y taberneros del Ardèche.
Buena parte del mérito de esta merecida reivindicación finisecular se la debemos, en nuestro país, al feliz redescubrimiento de algunos cortes poco conocidos. Porque no sólo de lomo adobado y de solomillo vive el gourmet celtíbero, toda una generación de tascas viejas y nuevas ha cantado las bondades de las costillas, manos, rabo, oreja, panceta o carrillera. Y, ahora, desde hace al menos dos décadas, también están los devotos del secreto, la presa, la pluma, el lagarto y otros cortes suculentos que han saltado a la carta de numerosos comedores públicos como piedras angulares insustituibles.
Mis favoritos son los dos primeros, aunque tampoco desdeño la pluma sin que por ello sea necesario hacer chistes zafios al respecto. Si el secreto es una pieza que se esconde detrás de la paletilla, dentro del tocino (de ahí el sugerente nombre), la presa se sitúa pegada a la paleta. El uno más delicado; la otra más sabrosa y contundente: ambos se preparan bien a la parrilla o al horno y cada cual tiene sus fans.
Siguiendo aquel viejo refrán que decía «carne de cochino pide vino» y con el ánimo de compensar con un tinto bien armado la naturaleza más bien grasienta de tan irresistible condumio, no se me ocurre mejor acompañamiento líquido para ambos que un buen morapio con viveza y cierta estructura, pero nada de excesos con la madera y la extracción, para no añadir notas dulzonas a estas dos bombas de colesterol.
Al hablar del cerdo como producto aupado a los altares del foodismo, no se puede de ningún modo pasar por alto una de las cochinerías –traducción libre del francés cochonnailles que debemos al erudito decimonónico Ángel Muro– más irresistibles, como es el cochinillo o lechón asado al horno: una auténtica religión en tierras mesetarias con la cual comulgo desde niño.
En el ya citado Porcus, puerco, cerdo, Antonio Gázquez Ortiz dedica 17 páginas al también llamado gorrinete, las distintas formas de prepararlo, sus recetas históricas y su arte cisoria. «El cerdo joven –escribe– es considerado desde las culturas más antiguas como un manjar. En el mundo griego, el cochinillo se asaba y rellenaba con especias, hierbas, frutos secos, huevos, moluscos… Esta preparación fue también adoptada por los romanos y, luego, por la corte visigoda, hasta llegar al libro de Sent Sovi (1324), donde se ofrece la primera receta 100 % peninsular».
Al parecer, en aquella elaboración medieval, el animal se rellenaba con sus propios despojos, hierbas, pasas, ajo, cebolla, huevos… Luego, a través de los siglos, el cochinillo asado se ha ido depurando de salsas, farsas e ingredientes complementarios hasta llegar al sencillo método coquinario de nuestros días, del cual daba buena cuenta Ángel Muro en El Practicón (1893): «Se elige el animalito entre los 15 y los 20 días. Se degüella sin compasión y se sumerge en agua hirviente. Limpio y blanco, se abre en canal, se vacía enteramente y se vuelve a lavar por dentro y por fuera. Se extiende cual si fuera una piel curtida y luego, con un pincel mojado en salmuera, se unta y humedece bien por todas parte. Después se frota la parte externa con un cortezón de tocino y se pone al fuego hora y media hasta que la piel forme ampollas y adquiera un color avellana».
Suena delicioso, ¿verdad? Y, sin embargo, es un plato apenas conocido fuera de nuestras fronteras –salvo en la región portuguesa de Bairrada–, que el legendario Cándido López supo elevar a los altares culinarios en los años 60 desde su famoso mesón segoviano. Según Cándido, «el tostón ha de tener de 19 a 21 días y de 3,5 kilos a 4; será blanco o jaro, a ser posible hembra; el horno estará hecho de adobes o ladrillos refractarios, en forma de media naranja, y los animales han de ser del partido de Santa María la Real de Nieva o de la tierra de Arévalo, mejor cuidados en molinos o en la casa de los panaderos, donde se alimenta con buen pienso, y no de campeo o de montanera», nos recuerda el maestro Lorenzo Díaz en su libro Cándido, mesonero de leyenda (2003).
«En esto del tostón asado siempre hubo rivalidades entre comarcas y pueblos. Madrid mismo, cuando ganó a Valladolid la capitalidad, pensó en arrebatar a esta ciudad una de sus mejores glorias: el punto en el asar, y presumió desde entonces de hornos y figones en sus rincones castizos con esa aduza vanagloria que le da el ordeno y mando», añade por su parte Julio Escobar, en Itinerarios por las cocinas y las bodegas de Castilla (1965).
El gourmet capitalino ha hecho una tradición de ir a comer este plato a tierras segovianas, pero quienes no deseen hacer una excursión tan larga han de saber que siempre hubo buenas casas madrileñas donde disfrutarlo. Desde la más tierna infancia, yo lo he devorado con fruición en ese desaparecido mesón castellano un poco burguesón que era Sixto, en cuya barra de Ortega y Gasset solía coincidir con el gran Luis Sánchez Pollack, alias Tip, insaciable bebedor de cañas e irrefrenable conversador.
Todavía hoy, el plato más solicitado del templo madrileño Coque y de su bistrot vecino Coquetto sigue siendo ese cochinillo que la familia Sandoval lleva haciendo desde hace medio siglo y cría en su propia finca. Beban con él un gran tinto castellano maduro con el tanino fino o bien una de esas garnachas florales que nos deparan las tierras graníticas de la Sierra de Gredos y no le tengan miedo a las calorías.
Claro que si alguien cree que el secreto, la presa o el cochinillo son grasientos, visualicen por un instante la papada, que algunos maestros de los fogones contemporáneos han llegado a convertir en platos excelsos. Recuerdo especialmente al añorado Santi Santamaría, que lograba hacer de una papada crujiente al horno un plato monumental de gusto incomparable.
«En Can Fabes hemos convertido el tocino de magro de cuello en un plato de chuparse los dedos. Es de una simplicidad estética evidente, austera y realista: un simple trozo de tocino, pero quienes lo han probado saben de su textura, de la finura de su gusto», cuenta el desaparecido chef catalán en su libro La ética del gusto (2000). «La emoción que puede llegar a transmitir una papada se debe a que la propuesta culinaria llega después de una etapa de reflexión, estudio y ensayo. Una papada modesta, sencilla, cuyo origen está en la cocina rústica y humilde, puede llegar a convertirse en un éxtasis culinario».
Es este un plato rabiosamente invernal, que precisa vinos con cuerpo y buena acidez, como un tinto de la variedad mazuelo o cariñena, aunque también es apto para un maridaje de contraste, buscando frescura, con un noble espumoso rosado o un Borgoña blanco no demasiado blandengue.
Para los fanáticos de los experimentos caseros, desvelaremos que la papada se hace primero al vapor en una bolsa de vacío y luego se hornea a 180 grados durante 50 minutos, dejando arriba la parte de la corteza, de forma que quede crocante. No es, evidentemente, una receta dietética, pero recuerde el gourmet preocupado por su línea que la porción suele ser moderada y, para guardar régimen, ya están los otros 364 días del año…