Cine para salivar
«Las cosas han cambiado últimamente: las series y películas más recientes nos traen unas escenas culinarias que tiran hacia la relajación y el bienestar»
En el cine y las series se come mucho y bien. La gran comilona de Mario Ferreri es el ejemplo más pertinente, y el primero que se nos viene a muchos a la cabeza: una fiesta barroca y arcimboldiana de glotonería y excesos, cuyos platos procedían en su mayoría de la prestigiosa tienda de delicatessen Fauchon de París. Desde Inglaterra, los Monty Python juegan también a la hipérbole alimenticia en El sentido de la vida, en la que Creosote, un hombre que se ha zampado toda la carta de un restaurante, estalla (literalmente) al ingerir el último bocado que le ofrece el camarero –una chocolatina de menta– y cubre de vómito y bolo alimenticio al resto de comensales. En cambio, los protagonistas de las películas de Chabrol y de Claude Sautet comen más refinadamente: se reúnen alrededor de mesas de comedor en las que no faltan gigots, pommes de terre, jardinera de verduras y otras recetas de la gastronomía francesa que les provocan digestiones pesadas, especialmente a causa de las tremendas discusiones que tienen lugar durante esas cenas y comidas familiares o entre amigos. Tras la velada, el bicarbonato espiritual se torna necesario para todos.
Las cosas han cambiado últimamente tras las pantallas: las series y películas más recientes nos traen unas escenas culinarias que tiran hacia la relajación y el bienestar. Me recuerdan a los vídeos de ASMR, esa experiencia física y psicológica tan placentera que se dispara, según la ciencia, cuando vemos a alguien rebanar una pastilla de jabón con un cuchillo, o al escuchar pasar las páginas de un libro lentamente. Ese confort culinario como parte esencial del guion nos llega ante todo de Asia. Yo lo he experimentado en la película El cocinero de los últimos deseos, de Yojiro Takita, y en la serie de Netflix Makanai: la cocinera de las maiko, basada en el cómic manga de Aiko Koyama. ¿Que si las recomiendo? Para obtener placer culinario de primer nivel, desde luego, pero para lo demás, no me queda claro.
En ambas, la comida tiene tal protagonismo que los ingredientes de los platos deberían figurar en los créditos finales, junto a los nombres de los actores y las actrices. En Makanai, vemos a Kiyo, la jovencísima cocinera–en Japón todo el mundo parece jovencísimo hasta los setenta años– de una escuela de geishas de Kioto, nos despiertan de inmediato las ganas, o más bien la necesidad, de bajar al restaurante japonés de guardia (quien escribe esto no acostumbra a pedir comida a domicilio). Lo alimenticio resulta siempre un bálsamo para las maiko, las jóvenes aprendices de geisha, que le piden a Kiyo platos que añoran o de los que tienen un antojo repentino. El guion está condicionado para que aparezcan escenas donde se ha de preparar comida: una de las maiko echa de menos su casa y, para animarse, necesita con urgencia el pudin que comía de niña, otra pierde el apetito y es Kiyo quien ha de intervenir a tiempo con sus recetas, como una superheroína de los fogones que soluciona los problemas del planeta con sus destrezas culinarias.
«La cocina es el nuevo esperanto, y me parece que los guionistas son muy conscientes de ello»
Los primeros planos de la cebolla al ser picada, con ese sonidito tan característico, o de las sutiles incisiones que hace Kiyo en las berenjenas, así como el chisporroteo de las verduras en el wok, nos llevan a pensar en un programa de cocina, un Con las manos en el ramen o algún otro equivalente de allí. Pero no, estamos ante una serie de ficción, quizá pensada para occidentales que gozan viendo esas berenjenas en su proceso de elaboración y sueñan con un viaje al país de las geishas y la sopa de miso. La Oficina de Turismo de Japón debería darse cuenta de que en estas series hay un filón que nos convierte a todos en perros de Pavlov salivantes nada más pensar en Kioto. Así como otros esperan con curiosidad las escenas eróticas, a los espectadores de Makanai nos tienen pendientes de las secuencias gastronómicas, de esa pasta de miso que Kiyo sumerge en agua, de los filetes de salmón que voltea con cuidado en la parrilla y del resultado final, ese climax sensorial servido en cuencos y platillos de porcelana decorados que soñamos con tener en nuestras casas.
Así entre nosotros, confieso que no alcanzo a comprender la gestualidad de las actrices, ni sus risitas y ceremoniales: su código de comunicación es totalmente ajeno a mi mente occidental. Pero sí que entiendo a la perfección el lenguaje de la elaboración de recetas al que asisto como espectadora: cuando Kiyo parte en cuatro trozos, con toda su calma, una rebanada de pan de molde de las gruesas, vuelca azúcar en una sartén para hacer caramelo líquido y después sirve a la mesa el pudin de pan recién horneado con su capa crujiente azucarada, esa especie de torrija nipona, ahí no siento extrañamiento alguno. La cocina es el nuevo esperanto, y me parece que los guionistas son muy conscientes de ello.