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Gastronomía

Esas tabernas que nunca debemos olvidar

«Bares, qué lugares tan gratos para conversar», cantaba Gabinete Caligari en su álbum «Al calor del amor en un bar»

Esas tabernas que nunca debemos olvidar

Taberna.

Tasca, bar, bodega, cantina, caramanchel, chingana, chinchel, estanquillo… Cualquier de estos sustantivos vale, nos dice la Real Academia Española, para referirse a una taberna, que es, según su prolijo Diccionario de la Lengua, «un establecimiento público, de carácter popular, donde se sirven y expenden bebidas y, a veces, se sirven comidas».

Si el patrón de uno de dichos locales es llamado «tabernero, bodeguero o cantinero», no duden entonces en emplear el adjetivo tabernario para definir, siguiendo el dictamen de la RAE, lo que es «propio de la taberna o de las personas que la frecuentan». Tabernario, que no cavernario, ¡oiga! 

Y llegados a este punto, aún sin entrar en el meollo de la cuestión, permítanme el desvarío cinéfilo: «¿Es usted satánico?», le pregunta el padre Ángel Berriatúa (Álex Angulo) al fan del death metal José María (Santiago Segura), en la disparatada comedia de terror El Día de la bestia (1995). A lo que este responde: «Sí señor, ¡satánico y de Carabanchel!». Pues, siguiendo ese mismo humor absurdo de mi admirado Álex de la Iglesia –a la sazón, director del citado filme–, yo me proclamo «tabernario y nacido en Chamberí». 

Viene a cuenta todo esto porque el congreso San Sebastián Gastronomika ha incluido, en su reciente última edición, un Foro de Tabernas y Taberneros que, durante un par de días, ha acogido en un escenario secundario del Kursaal a algunos de los taberneros más relevantes de la piel de toro para «debatir sobre la realidad de un colectivo que agrupa a más del 64% de los establecimientos de hostelería». Y se ha hablado de cómo ha cambiado el concepto de taberna en los últimos lustros y de cómo evitar que cierren algunos de esos insustituibles bares de toda la vida por falta de relevo o –aún peor– de clientes.

Las mesas redondas tuvieron lugar el 7 y 8 de octubre en una carpa ubicada en una de las terrazas del palacio de congresos donostiarra, decorada para la ocasión como si fuera una taberna, con su irrenunciable barra en la que se servían aperitivos durante el tiempo que duraron las charlas. Y por allí desfilaron, presentados por el inefable Alberto Fernández Bombín (Asturianos, Madrid), leyendas de la tasca ilustrada como Monty Puig-Pey (Bergara, San Sebastián), Trifón Jorge (Fogón de Trifón, Madrid), Jaume Jalmar (Quimet, Barcelona), Francisco Martín (Bar FM, Granada), Carlos Castelló (Piripi, Alicante) y muchos más.

«Bares, qué lugares tan gratos para conversar», cantaba Gabinete Caligari en su álbum de 1986 Al calor del amor en un bar. Quiso el destino que, cuando decidí encaminar mi vocación periodista hacia la crítica musical, la primera reseña que publiqué fue la de este elepé del trío madrileño. Y lo puse bastante bien, defendiendo la lógica evolución de Jaime Urrutia y compañía en clave cañí posmoderna, desde la estética siniestra de adoradores de Sven Hassel y The Cure, pasando por su fascinación por la figura trágica del diestro Juan Belmonte –el padre de Jaime había sido crítico taurino–, hasta llegar a esta sublimación del bareto más canalla como último reducto romántico de la madrugada capitalina antes de irse a casa, solo o acompañado. ¡Y ahí es donde te la jugabas a todo o nada, como diría Frank Sinatra! En estos lances atrevidos de amores noctámbulos, la figura del camarero cómplice siempre fue fundamental…

Yo, por aquel entonces, no sabía que terminaría siendo más cronista de mesones que de festivales de rock, aunque lo uno nunca ha estado reñido con lo otro. Durante varias décadas consagradas a narrar el devenir de la restauración nacional e internacional, he tenido ocasión de visitar algunas de las mesas más deseadas del mundo. Y no niego que lo haya pasado bien en muchas. Pero, ¿saben?, para mí eso era y es trabajo. Donde más disfruto y me siento yo mismo –un factor importante de la ecuación– es en las tabernas castizas de mi ciudad natal, en los bistrots más vetustos y desastrados de París –donde residí durante un lustro– o en esas casas de comidas con azulejos que se hallan en peligro de extinción en la maravillosa Lisboa, donde tengo mi segunda residencia. Si la verdadera patria de uno es su infancia, será que yo crecí yendo cada domingo a tomar el aperitivo a la barra del bar El Toro, donde ofrecían como tapa con el vermut una paella muy digna servida en concha de mejillón. Por eso me alegra tanto que los mandamases de Vocento Gastronomía hayan decidido reservar un pequeño espacio de su escaparate de tendencias culinarias a esta noble vertiente de la hostelería popular tan arraigada en las vivencias de todos los españolitos.  

En los debates del Kursaal, uno de los temas más sensibles fue el papel de las tascas como punto de encuentro y lugar de acogida. «En la España vaciada, lo último es cuando cierra el bar. Mientras hay bar, hay vida social, y por eso no los bares no desaparecerán ni en el siglo XXI ni en el XXII ni en el XXIII», profetizó mi vecino Trifón Jorge, propietario de El Fogón de Trifón

En la ponencia que protagonizaron Andoni Luis Aduriz (Mugaritz), Luis Suárez de Lezo, presidente de la Real Academia de Gastronomía, y Benjamín Lana, director de San Sebastian Gastronomika, quedó patente la necesidad de otorgar a las tabernas «el respeto y reconocimiento que otorgamos hace 30 años a la alta cocina». Y Andoni apuntó además que «la taberna es el reflejo de su entorno. La esencia del espíritu tabernero es ser espacios de encuentro y espacios inclusivos. En las tabernas la gente se relaja y se iguala. Son un refugio frente a la rutina acelerada que llevamos. Son también espacios para observar la vida, auténticos símbolos de las ciudades. Son lugares porque construyen comunidad».  

Volviendo a mis recuerdos identitarios, hay muchos menús degustación largos y estrechos de comedores burgueses de alcurnia que he olvidado irremediablemente porque me resultaban previsibles, aburridos, casi miméticos. Sin embargo, guardo preciosamente en la memoria ciertos ratos pasados en barras con más o menos pedigrí –pero altamente reparadoras–, desde Cal Pep en Barcelona hasta Nou Manolín en Alicante o Becerrita en Sevilla, donde lo de menos era la calidad del vino o de la ración, sino la compañía, el ambiente, la guasa del barman, las chanzas de los asiduos, la informalidad y la sensación de tiempo detenido. Porque en eso consiste esto, ¿verdad?

«Parroquiano es el personaje que en el bar forma parte de una familia. Tener cerca un bar es lo mejor que te puede pasar en la vida», sentenció en Sanse Andrés Sánchez Magro, autor de Tabernas de Madrid: lo castizo en el siglo XXI (2023) en una ponencia donde exploró El ADN del Parroquiano. Lo que nos lleva al prólogo que escribió con gran tino mi amigo Juan Echanove para el libro Madrid en 20 barras (2011): «La barra es conversación, es celebración, también es pásame, es invitar, fanfarroneo, salpicadura, ¡nunca mancha!, producto excelente, sonrisa, coqueteo, soledad… ¡es tantas cosas! En las barras se habla en voz alta, generalmente para que a uno le escuchen los demás… esa es la esencia. Y, mientras se conserve la esencia se puede modernizar lo que se quiera». 

¿Pero qué necesidad hay de modernizar un monumento popular como este?, me pregunto. Más bien, el gran desafió sería preservar los bares de toda la vida que siguen abiertos o incluso recuperar alguno recién fenecido, como ha hecho mi coleguilla Manuel Urbano al renunciar a la restauración con ciertas aspiraciones que tenía en La Malaje (Madrid) para regodearse en la servilleta de papel, el café con leche en vaso, la caña de grifo y la tapa de encurtidos en El Campillo, salvando del cierre un modesto icono de El Rastro. 

De eso se habló precisamente en la última jornada del foro donostiarra, con una ponencia en la que, además del propio Manu, intervinieron dos tipos con un innegable enfoque romántico de este oficio: Ming Heng Chen, que se hizo cargo del Bar Delfín a condición de que el dueño saliente, Afrodisio Dios, le enseñara sus platos –empezando por los fastuosos callos– e incluso chistes castizos, y Eduardo Camiña, que tras ejercer como sumiller en el laureado Mugaritz retornó a sus raíces para hacerse cargo del bar materno en Pontevedra, imprimiéndole su propia personalidad de enófilo irredento. ¡Si no han ido aún a Taberna Lagüiña Lieux-dit en Meaño, ya están tardando!  

Por último, al César lo que es del César. Si hay un tabernero-filósofo en este país y en estos tiempos, es mi compañero de francachelas Sacha Hormaechea, que fue nombrado Tabernero Mayor de San Sebastián Gastronomika 2024. Al recibir el galardón, el chef-propietario del establecimiento madrileño Sacha Botillería y Fogón se lo dedicó «a los taberneros de verdad y a toda la gente para quien la barra es un punto de apoyo en su vida». Poco después, el propio Hormaechea cerró las jornadas en una mesa sobre Restaurantes con alma tabernaria, donde advirtió sobre los peligros de las tendencias y de caer en el olvido: «Los sitios desaparecen porque dejamos de ir. Si sentimos que estos locales son parte de nosotros, hay que apoyarlos». 
Piensen en eso la próxima vez que exploren su smartphone en busca del último restaurante instagrameable de moda. Aquella ración de oreja picantona de nuestra juventud se nos aparecerá en sueños para recordarnos a la persona empática y sin malicia que un día fuimos y que acaso querríamos volver a ser. En esas tascas del pasado y en los compañeros de barra y cuchipanda a los que ya no llamamos tan frecuentemente se esconde parte de nuestra identidad. ¡Nunca les condenemos el olvido!

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