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José Moro: «Ya es hora de que los españoles nos creamos que tenemos un gran vino»

«No podemos estar todo el rato quejándonos de si los franceses esto y los italianos aquello. Hay que salir de casa llorado»

José Moro (Pesquera de Duero, Valladolid, 1959) proviene de una larga tradición vinatera. En alguna entrevista recordaba cómo echó los dientes con vino y de niño se metía con un candelabro y un cepillo a limpiar las cubas, porque tenían la boca tan estrecha que no cabía un adulto.

En su generación no se conforman, sin embargo, con elaborar un vino bueno, ni siquiera excelente. Moro busca algo que ponga los pelos de punta. Algo que no se concibe, sino que se sueña. Algo que no se degusta, sino que se escucha.

Porque los vinos de Moro hablan. Igual que una película o una novela, cuentan una historia. La de Malabrigo, por ejemplo, es la dureza de la poda en unos pagos azotados por el viento del norte. El hito son las piedras que marcan la linde entre parcelas y que evocan en su tosquedad la frugalidad del campo castellano. Y Cepa 21 encarna la modernización que en este siglo XXI ha experimentado el sector del vino en España.

«La creación en 1982 de la denominación de origen (DO) Ribera del Duero marcó un punto de inflexión —dice—. Empezamos con unos vinos de mucho cuerpo y estructura, que prácticamente había que cortar con cuchillo y tenedor. Luego llegaron los robles franceses, que nos dieron más elegancia y finura, aunque todavía con mucha concentración. Y ahora hemos descubierto que tanta personalidad no nos va, que preferimos la frescura y la amabilidad».

Ha sido un largo camino, pero queda lo mejor, y sobre ello mantuvimos en THE OBJECTIVE una conversación de la que sigue una versión extractada y editada.

Pregunta. ¿Cómo se le ocurrió a tu abuelo montar una bodega y qué aprendiste de él y de tu padre?

Respuesta. Mi abuelo tenía ese amor por el vino que le transmitió a mi padre, quien a su vez me lo transmitió a mí. Naturalmente, el negocio ha evolucionado. Mi abuelo y mi padre producían para vender a granel entre los agricultores locales y nosotros hemos creado marcas que se venden en varios continentes. Pero los procesos siguen siendo esencialmente los mismos y, desde muy pequeño, me tocó participar en todos ellos: lavar las cubas, podar, trasegar…

P.- ¿Cuál era la filosofía de tu abuelo y tu padre?

R.- Muy simple. Tenían un lagar y recuerdo que íbamos a vendimiar con el macho, con el carro, con las compuertas. Recogíamos la uva, la prensábamos a mano, bajábamos el mosto a una bodega y de ahí salía un vino cosechero que se vendía en garrafones.

P.- ¿Cuándo empieza a cambiar eso?

R.- Coincidiendo con el nacimiento de la Ribera del Duero. Aproveché los viñedos que tenía mi padre, que no eran muchos; dotamos con las características técnicas que exigía la DO un lagar que, lo digo siempre cariñosamente, estaba más para ponerle una bomba que para arreglarlo, y empezamos a producir vino de calidad.

«Mi abuelo y mi padre tenían un lagar. Recogíamos la uva, la prensábamos a mano y de ahí salía un vino cosechero que se vendía en garrafones»

P.- ¿En qué año fue eso?

R.- La primera cosecha fue en 1989, pero yo había empezado a soñar con ese proyecto dos años antes.

P.- ¿Después de ver algo en Francia, en Estados Unidos, en Italia?

R.- Después de estar colaborando con mi padre desde los ocho años y de estudiar mucho por mi cuenta y cursar unos másteres en enología y gestión vitivinícola.

P.- ¿Quién fue tu inspiración? Algunos bodegueros que están ahora de moda admiten su deuda con Burdeos.

R.- Mi inspiración fue mi padre. Lo importante es jugar con las armas que tienes para sacar la mejor expresión de tu región. Porque al final lo que marca lo que haces es el terroir, es decir, el suelo, la variedad de uva y el clima. Solo si sabes combinar esos elementos con una viticultura adecuada, solo si pones pasión, conocimiento e innovación, obtienes un vino que te enamore a ti y, sobre todo, al consumidor.

«El primer vino que hicimos con la DO Ribera del Duero fue nombrado el mejor de España en 1989, y en 1990 volvimos a repetir»

P.- Tú siempre has defendido que el buen vino no se hace en la bodega.

R.- La clave son esos viñedos cuidados, cuyas raíces han ido bajando año tras año en busca de la humedad y de esa materia orgánica que para mí es el alma del vino y que luego debe aflorar en forma mineral. Un vino tiene que oler a mineralidad y a fruta. En el caso de un Ribera del Duero, eso te lo da una [uva] tempranillo auténtica y una viticultura muy específica, que resalta sus peculiaridades. Cuando a un vino le sale la fruta (roja o negra, depende de las características que le quieras dar), se te ponen los pelos de punta.

P.- La revista Forbes te eligió como uno de los 100 empresarios más innovadores. ¿Cómo conjugas tecnología y tradición familiar?

R.- Son realidades absolutamente compatibles. Mi abuelo y mi padre también fueron innovadores a su manera: por dónde ponían las viñas, por cómo entendían los procesos y, sobre todo, por cómo cogieron un clon auténtico de tempranillo que tenía los granos más pequeñitos y los racimos más sueltos. Se dieron cuenta de que la tinta fina que usaban daba un vino con menos cuerpo y menos personalidad que el que se elaboraba en una de las bodegas más emblemáticas de la región, la de Vega Sicilia. Todos esos cambios fueron la tradición que yo heredé, del mismo modo que mi innovación será la tradición de las siguientes generaciones.

«Lo importante es jugar con las armas que tienes para sacar la mejor expresión de tu región. Al final lo determinante es el ‘terroir’, es decir, el suelo, la variedad de uva y el clima»

P.- Parece difícil compaginar el big data con algo tan analógico como el negocio vitivinícola, donde todo depende de la cata.

R.- El dato ha venido para quedarse. Yo intento medir lo que pasa en una viña desde que empieza a llorar una yema en abril hasta que llega la vendimia y se obtiene un racimo que se lleva a la bodega y se somete a la fermentación. Todo eso, que en el pasado se confiaba a la intuición y la pasión, lo he querido yo reflejar en índices y por eso empezamos a medir el estrés hídrico, el comportamiento de la clorofila y cualquier otra información que nos ayudara en la toma de decisiones.

P.- ¿Qué tipo de decisiones?

R.- Cuándo tenemos que hacer una poda en verde o vendimiar o, ya en la bodega, cuándo un vino tiene suficiente madera o cuándo hay que trasegar. No es fácil. Las propiedades organolépticas, que siguen siendo fundamentales, no se dejan encerrar así como así en un número. Y luego está el mercado, porque no se trata solo de lo que a ti te gusta, sino de lo que el cliente demanda, y ahí la evolución es constante. Lo que los consumidores piden hoy son vinos más finos, más elegantes, más sutiles, que no tienen nada que ver con esos vinos que se hacían hace seis o siete años, con tanto peso, tanto cuerpo y tanta estructura que te hacían fruncir el ceño.

«El dato ha venido para quedarse. Yo intento medir todo lo que pasa, desde que en la viña empieza a llorar una yema hasta la fermentación»

P.- La prueba definitiva es, de todos modos, probarlo…

R.- Los datos te ayudan a llevar el vino a donde tú quieres, pero siempre se acaba en lo mismo: la boca y la nariz. Fíjate, nosotros cambiamos un tercio de las barricas todos los años y pedimos un tipo de madera muy específico a unos toneleros franceses. Esa madera es la que dará personalidad a nuestros vinos, pero no hay manera de comprobar mediante ningún procedimiento que es la adecuada hasta que no pasan tres meses y catamos y decimos: «Sí, esta es».

P.- En 2022 te separaste de Emilio Moro para centrarte en Bodegas Cepa 21, que ha sido tu proyecto diferencial.

R.- Yo lo soñé en el año 98, cuando aún estaba al frente de Emilio Moro.

P.- Por entonces ya habías cosechado algunos éxitos.

R.- El primer vino que hicimos con la DO Ribera del Duero fue nombrado el mejor de España en 1989, y en 1990 volvimos a repetir. Entonces soñé Cepa 21. Y cuando digo soñar me refiero a tener una idea clara de adónde quieres llegar con tu terroir, con tu forma de trabajar, con tus procesos… Vas ajustando todos los parámetros hasta que lo que tienes en mente coincide con lo que estás catando. Ese día se ha realizado tu sueño, pero puedes tardar 10 o 15 años.

«Lo que los consumidores piden hoy son vinos más sutiles, que no tienen nada que ver con esos vinos de hace seis o siete años, con tanto cuerpo que te hacían fruncir el ceño»

P.- ¿Y qué es lo que tenías en mente?

R.- Yo quería dar a mis viñedos una orientación más septentrional, para que tuvieran un ciclo vegetativo más largo, que les permitiera expresar la personalidad de esa variedad de una manera más afrutada, más fresca, no tan contundente como lo que habíamos hecho en los 80 en Emilio Moro. No contaba yo con que tenía el clima en contra. Yo busco frío y el mundo se calienta más cada año. Cuando era niño se vendimiaba el 11 de octubre y ahora estamos vendimiando el 11 de septiembre. Los veranos son más extremos y eso aumenta la concentración y el grado y da unos vinos más fuertes. Por suerte para mí, el esfuerzo ha merecido la pena, porque lo que el consumidor pide hoy son vinos más frescos, más finos, más sutiles. Por eso Cepa 21 va camino de convertirse en una de las bodegas más importantes de España y del mundo.

«Quería dar a mis viñedos una orientación más septentrional, para que tuvieran un ciclo vegetativo más largo, que les permitiera expresar la personalidad de esa variedad de una manera más afrutada, más fresca»

P.- Cepa 21 parece un nombre de ciencia ficción de los años 70, como C3PO y R2D2. Malabrigo suena más poético.

R.- Con Cepa 21 quería hacer énfasis en la modernidad, subrayar que era un proyecto del siglo XXI, y no solo desde el punto de vista vitivinícola, sino arquitectónico, con un edificio singular y vanguardista. La de Malabrigo es otra historia. Es un vino con el que he querido reflejar unos momentos de mi vida de los que me siento orgulloso y que me ayudan a tener los pies en el suelo. Malabrigo son unos pagos donde confluyen varios aires del norte y donde, como su propio nombre indica, hace mucho frío. Recuerdo que iba allí a podar con mi padre, con 13 y 14 años. Hoy se poda de otra manera, bien tapadito, con tu gorro y tus guantes, incluso con unas tijeras hidráulicas. Entonces no había nada de eso. Los sarmientos te dejaban unos arañazos que eso sí que eran tatuajes, y no los que llevan ahora los jóvenes. A la hora del almuerzo nos envolvíamos en nuestras pellizas, rebanábamos con la navajilla un cacho de jamón y otro de pan y bebíamos de la botella a morro, muchas veces al amor de la lumbre, porque ni siquiera con la dureza física de la poda dejabas de sentir el frío… Esa vivencia es la que he querido encerrar en una botella. También la idea de que con trabajo y perseverancia se pueden conseguir las cosas.

«Yo busco frío y el mundo se calienta más cada año. Cuando era niño se vendimiaba el 11 de octubre y ahora el 11 de septiembre»

P.- Ahora se llevan mucho las marcas prémium, las que alcanzan los 100 puntos en la escala del enólogo Robert Parker y se venden por 1.000 euros la botella.

R.- A nadie le amarga quedar alto en esas grandes guías, pero mi referente es el consumidor, conseguir que se enamore de mi vino.

P.- Esas escalas han objetivado la elaboración del vino y han contribuido a elevar su calidad media.

R.- Sin duda, pero el factor subjetivo sigue pesando mucho. Hay vinos cuya calificación pasa de un año para otro de los 98 a los 93 puntos, que no es poca oscilación, simplemente porque la revista cambia de catador. Los criterios no obedecen enteramente a parámetros objetivos, sino a estilos que, a su vez, se corresponden con culturas gastronómicas nacionales [francesas o italianas], que nos penalizan [a los españoles]. Por eso yo prefiero hacer el vino que siento y que llevo adentro, sin perder nunca de vista lo que me dice la calle. Esa filosofía hace que obtenga puntuaciones cada vez más altas, pero es algo que me preocupa poco y que encajo con parsimonia, tanto cuando la calificación es buena como cuando es mediana. Me parece más productivo dedicar mi tiempo a potenciar una buena cultura empresarial y a comunicarla. A la larga, es de eso de lo que depende tu marca.

«Con ‘Cepa 21’ quería hacer énfasis en la modernidad, subrayar que era un proyecto del siglo XXI, y no solo desde el punto de vista vitivinícola, sino arquitectónico, con un edificio singular y vanguardista»

P.- Además de tener un gran producto, hace falta moverlo y a ti nunca te dio pereza la puerta fría.

R.- En absoluto. En los años 90 me metí la botella debajo del brazo y me puse a recorrer Estados Unidos. No hablaba inglés, me tocó estudiarlo con cuarenta y pico de años, que es más difícil, porque está más oxidada la mente, pero el entusiasmo y las ganas de querer explicarte pueden mucho. Nunca se me olvidará mi primera presentación en inglés, en Washington, en un restaurante donde estaban las fotos de todos los presidentes. [Hace una pausa, en la que visualiza mentalmente el desarrollo de aquel episodio, que omite para pasar directamente al desenlace]. Lo bueno que tiene el público americano es que es muy agradecido cuando ve que te esfuerzas, aunque sea con un inglés deficiente… Después de Estados Unidos fuimos a México, a Colombia, a Dominicana. Y, por supuesto, estamos en Europa. Lo que aún nos queda por conquistar es Asia.

P.- La labor comercial debe de ser muy dura…

R.- Supone un esfuerzo personal y económico importante, pero no hay otro camino si quieres tener un vino internacional. Además, darte a conocer en el extranjero es otra manera de hacer marketing aquí, porque cuando un español va a Estados Unidos y te ve en un restaurante o en un estante, piensa: «Pues tiene que ser importante si está aquí».

«Malabrigo son unos pagos donde confluyen varios aires del norte. Iba allí a podar con mi padre y esa vivencia es la que he querido encerrar en una botella»

P.-¿Cuándo empezaron a ganar tracción los vinos de Moro en Estados Unidos?

R.- A los cinco o seis años ya nos habíamos hecho un nombre. El verdadero auge se produjo, de todos modos, a raíz de la crisis del 2008. Como los españoles no teníamos fondos, tuvimos que buscarnos las habichuelas por cualquier parte y muchas bodegas que hasta entonces no exportaban empezaron a salir fuera. Y lo hicieron a menudo bajando los precios más de la cuenta, porque el mercado estaba copado por los franceses y los italianos. Una pena… Entiendo que para abrirse hueco en un sitio tan duro como Estados Unidos haya a veces que hacer cosas que dejan mucho que desear, pero es hora de que los españoles nos creamos que tenemos un gran vino, absolutamente exportable y con una relación calidad-precio imbatible. No podemos estar todo el rato quejándonos de si los franceses esto y los italianos aquello. Tenemos que venir de casa llorados.

P.- En Expansión denunciabas hace unos años que el vino español merece un sitio mejor.

R.- Los grandes hoteles y restaurantes de buena parte del mundo emplean a sumilleres franceses e italianos que, como es natural, eligen lo suyo primero. Pero también nosotros llegamos más tarde, cuando ellos ya tenían presencia, y es incuestionable que disponen de grandes vinos. España ha dado pasos de gigante, pero tiene que seguir luchando.

«Darte a conocer en el extranjero es otra manera de hacer marketing aquí, porque cuando un español te ve en Estados Unidos, piensa: “Pues tiene que ser importante si está aquí”»

P.- Durante un tiempo, China promovió el vino como un ingrediente esencial de la dieta mediterránea y las ventas crecieron con fuerza. Pero a partir de 2018 ese mercado se ha venido un poco abajo.

R.- En China los bodegueros occidentales se han centrado sobre todo en el segmento con mayor capacidad adquisitiva, esos megarricos de los que hay varios millones y para los que lo primero es lo francés y lo italiano, lo que tiene más nombre y es más caro. En el otro extremo está la población más humilde, que también bebe vino, pero de bajo precio y producción local. Es gente que te regatea hasta el céntimo y compra botellas de uno o dos euros. Finalmente, hay una clase media en la que encajarían nuestros vinos, pero se trata de un mercado cuyo desarrollo va un poco más lento.

P.- ¿Y qué países lo están haciendo mejor? Un artículo reciente decía que Francia, con los vinos de alta gama y el champán, e Italia, con los Prosecco, eran los países cuyas ventas más habían aumentado.

R.- Aunque los tintos prémium se mantienen bastante estables, el champán y los vinos blancos están adquiriendo cada vez más protagonismo, y ahí Francia es única y vende más que nadie. Los italianos, por su parte, son unos artistas capaces de colocarle cubitos de hielo a un esquimal. Pero, insisto, España atraviesa un gran momento. Ha habido una modernización tremenda y debemos profundizar en esa línea, siempre muy pendientes del consumidor y con empresas cada día más ágiles y productivas.

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