De Lalín a Arbo, por el camino de la santa gula
«Hice unas llamadas y convoqué a la cuadrilla. Ya no podría apuntarse Víctor, pero honraríamos su recuerdo viajando a nuestro particular santuario para meternos entre pecho y espalda el cocido de marras»

Un cocido. | Redes sociales
¿Quién dijo que la gula era un pecado? Para mí nunca lo fue. Y menos aún, cuando responde a un deseo de exploración socio-cultural y se recorren los caminos santos de los peregrinos, fuera de la temporada alta del periplo compostelano, con la coartada de ir a comer un cocido a Lalín o una lamprea a Arbo.
La culpa es del amigo Villanueva, quien nos metió en la sesera la fascinación por este plato que, según él, es más que un cocido. «Es un símbolo de identidad de la Galicia interior», recalcó un día con pasmosa seriedad mientras almorzábamos en Madrid un pulpo primorosamente hervido en el restaurante Lúa del entrañable Manuel Domínguez. Compartíamos mesa con otro erudito gastronómico de ringorrango, el añorado Víctor de la Serna, que a pesar de su docto conocimiento en ollas de todas las latitudes no puso el menor reparo a dicha afirmación.
Así que la sentencia caló hondo entre los presentes y algunos nos conjuramos para realizar juntos, en fechas futuras, la visita preceptiva a este municipio del País de Deza, en la Pontevedra que nunca vio el mar, para zamparnos el consabido cocido, con sus cortes reglamentarios de gorrino: espinazo, costilla, cabeza, rabo, morros, orejas, lengua, lacón, uña, tocino, dos tipos de chorizo… ¡Sin que falten los garbanzos, las patatas y los melancólicos grelos! Porque no hay Galicia sin grelos, como escribió un día Pardo Bazán.
Nunca llegamos a realizar dicho viaje porque se nos echó encima la pandemia y luego todos andábamos atareados, desganados, renuentes a la aventura… El caso es que perdimos el momentum. Así que acogí cual imperativo ineludible el email que llegó la semana pasada anunciando que un reputado establecimiento de Lalín iba a preparar por unos días su famoso cocido en el restaurante de un hotel de lujo de la capital.
Hice unas llamadas y convoqué a la cuadrilla. Ya no podría apuntarse Víctor, que nos dejó meses atrás, pero honraríamos su recuerdo viajando a nuestro particular santuario para meternos entre pecho y espalda el cocido de marras. Entonces fue cuando surgieron las dudas: ¿Reservaremos donde Moli o donde Carlota? ¿Por qué no en los dos y así comparamos?
Y ya puestos a planificar el peregrinaje, viajemos por el camino de invierno que suele transitar la gente pía rumbo a Compostela, solo que en sentido inverso. Una paradita para saludar al apóstol y luego directos a Lalín pasando por Silleda. Con suerte, nuestra llegada coincidirá con la 57ª edición de la Feira do Cocido que se celebra el domingo anterior al de Carnaval y es un referente en el calendario de cualquier devoto de la pitanza calórica que se vista por los pies.
Si Álvaro Cunqueiro fue el primer pregonero de los fastos, en 1969, este año se han puesto cosmopolitas designando para el papel al embajador de Japón en España, Takahiro Nakamae. Será un espectáculo ver al japo cantando las alabanzas del cocido de La Molinera o de Cabanas o bien sacándose un selfie con alguno de los porquiños, esas curiosas esculturas de berraco que el concello instala por todo el centro urbano para significar la trascendencia del evento.
¿Creen que bromeo? Tal es la importancia de la cría porcina en Lalín que, en la emblemática Calle Principal, exhiben con orgullo el Monumento al Cerdo, una escultura de bronce firmada por Manolo Rial a mayor gloria de dicho animal. Y tan en serio se toman aquí este plato que su proceso de elaboración comienza cuatro días antes del ágape, cuando se pone el lacón a desalar en agua fría. Por si hiciera falta dar mayor boato a la cita, antes de pasar a la mesa suele haber desfile de carrozas, comparsas, charangas y demás. No en vano el cocido de Lalín es «el Pórtico de la Gloria de la gastronomía de Galicia», según sentenció hace unos años Víctor Freixanes cuando hizo de pregonero en la edición que celebraba el medio siglo de la feira.
Pero este plato suculento y generoso donde los haya no es el más indicado para repetir en turno de comida y cena. Así que, una vez cumplida la promesa hecha, habrá que escaparse rumbo a la villa fronteriza de Arbo, para acometer la segunda parte del viaje.
El trayecto se hace en una hora por la carretera de Ribadavia. Pero nosotros emplearemos una jornada completa, haciendo parada técnica en las termas de Prexigueiro para solazarnos y parada de avituallamiento en la bodega-restaurante Sábrego de San Andrés de Camporredondo, donde imperan las carnes de vaca rubia y los vinos de Ribeiro.
Arbo nos recibirá quizá con llovizna y bruma, como es de rigor en estas fechas. Aquí la lamprea es el pez rey. En abril organizan por todo lo alto una Festa da Lamprea y, por si esta supiera a poco, también se le rinde culto durante el segundo fin de semana de agosto, pese a estar fuera de temporada, con la coartada bien pergeñada de la Festa da Lamprea Seca.
Fuera de Galicia, las nuevas generaciones de foodies imberbes celtíberos apenas han oído hablar de este ciclóstomo marino vermiforme, de boca succionadora provista de numerosas hileras de dientes, esqueleto cartilaginoso propio de vertebrados, dorso grisáceo azulado con manchas oscuras y vientre claro. Un primo lejano de la anguila, que vive en el mar –de ahí su nombre científico, Petromyzon marinus– y remonta los ríos durante el invierno para desovar, siendo los meses que van de febrero a abril (incluidos) el mejor momento para su consumo.
Por su naturaleza viscosa y su costumbre vampírica de alimentarse chupando la sangre de otros peces, este pescado azul de no más de un metro de longitud, que no tiene escamas ni mandíbula ni espina dorsal sino un cartílago longitudinal como único esqueleto, es objeto de numerosas leyendas que le atribuyen poderes sexuales e incluso alucinógenos. Torrente Ballester se pasa media Saga/Fuga de J. B. hablando de este inquietante fósil viviente, mientras que Álvaro Cunqueiro recuerda fábulas ancestrales y glosa su exquisitez como relleno de empanada, acompañada de un Vega Sicilia de buen año.
A pesar de su apariencia temible –o quizás por ella–, en Roma era un plato reservado a las élites y Plinio el Viejo cuenta cómo un patricio regaló al César más de seis mil lampreas para celebrar sus victorias militares. Durante la Edad Media, el rey San Luis de Francia se las hacía llevar frescas, de Nantes a París, en barriles de agua salada. En cuanto a Enrique II de Inglaterra, dicen que murió a consecuencia de un banquete en el que –haciendo caso omiso al galeno de la corte– comió innumerables porciones de lamprey pie, que es un pastelón hipercalórico tradicional de Gloucester. Y es que, por si no lo intuían, este animalito es uno de los que más alto contenido en grasas tienen de cuantos surcan los mares y rías.
¿Cómo se cocina? Según la tradición, se cuelga vivo de un clavo y se deja desangrar lentamente para aprovechar su sangre en la elaboración culinaria. Luego, allá cada uno con su receta, que va del guiso a la empanada. En Galicia y en la Gironda, donde cuentan con ricos estuarios fluviales, las preparan muy parecidas, en una salsa color chocolate, hecha con vino tinto, sangre, aceite y ajo.
¿Y a orillas del Miño qué? Pues en nuestra querida Arbo, las lampreas que se sacan del Miño por medio de redes de butrón instaladas en las llamadas pesqueiras, se suelen hacer en estofado acompañadas con arroz blanco cocido y tostadas de pan frito y regarlo con un rotundo tinto local, de las variedades caíño, sousón, mencía, brancellao, espadeiro o pedral. De la decena larga de bodegas que funcionan en la zona, a mí me gusta especialmente la de Adrián Simón Ricón, que explota 12 parcelas que apenas suman entre todas 1,6 hectáreas de viña, no usa herbicidas ni insecticidas y responde a ese modelo en auge que ha dado en llamarse un auténtico viñador.
Como no podía ser de otra forma, nosotros cumpliremos con el rito de comerla en Casa Pazos, tras haber hecho noche en este encantador hotelito rural de muros de piedra con vistas al valle. Y probaremos la lamprea de tantas maneras como nos la propongan: al estilo de Arbo (versión local de la bordelesa), ahumada, en empanada, en rollo, a la brasa o guisada con fideos…
Como no nos conformaremos con un único banquete, haremos con toda seguridad doblete de lamprea yendo a cenar a alguno de los establecimientos que se han ganado cierto prestigio cocinando este manjar siguiendo el curso del Miño en dirección a su desembocadura: desde O Frenazo (As Neves) hasta Casa Pote (Tui), pasando por O Retiro (Salvaterra do Miño).
Durante estos días de periplo iniciático, no olvidaremos brindar por los amigos ausentes con un orujo blanco de albariño de las rías y hacer sobremesa contemplativa, observando cómo va cubriendo la niebla la Serra da Peneda, que está en la orilla portuguesa y asemeja un paisaje mágico de película de brujas y bestezuelas sobrenaturales.
Cuando pongo los pies en esta tierra, tiendo a ponerme fantasioso. Muchas veces me acuerdo de El bosque animado (1987), el filme del socarrón José Luis Cuerda basada en la novela naturalista y un poco surrealista de Wenceslao Fernández Flores, con sus personajes bípedos y cuadrúpedos que comparten emociones, “con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas”.
En ocasiones menos introspectivas, me viene a la cabeza el álbum A Santa Compaña (1984) de Golpes Bajos, donde el fugaz cuarteto vigués trató de insuflar modernidad a esta leyenda rural tan enraizada de las almas en pena que salen de la Iglesia y vagan por los contornos “bañando en terror a los pobres de espíritu”. Hoy ya nadie vaga perdido por los prados: ni humanos ni espectros. Solo nosotros, cuáles discípulos de Samuel Pickwick, en busca del cocido de oro y la lamprea mística. Aún no hemos iniciado el viaje y ya estoy soñando…