Todo empezó con un Manhattan... y acabó en Lavapiés
«Si el cóctel no se hubiera llamado como la isla quizá no me atraería tanto. Lo probé por primera vez allí»

Un Manhattan, con su característica guinda suspendida en su interior. | Thomas Cordy (Zuma Press)
Para este cronista, el nombre de Manhattan es casi, casi mágico, y ya perdonaréis la cursilada. Por razones de trabajo, viajé mucho a Nueva York durante cosa de 15 años, hace ya más de 20. Y aunque los días, cuajados de reuniones, eran agotadores, siempre había un hueco para escaparse y hacer los encargos, tomar un combinado en P.J. Clarke’s, acercarse a la calle 57 a la desaparecida casa Steinway (donde no solían poner pegas a que tocaras alguno de los fabulosos pianos), a la última itinerante en el MoMa… callejear. Aquellos momentos, casi siempre en soledad, me enamoraron de la isla y temo ser como esa raza de bulldogs que una vez que entregan su corazón lo hacen de por vida –y preguntad si no a Jacqueline Bisset. Uno se siente un poco neoyorquino y podría hablar ad infinitum de esa apasionante ciudad.
Apasionante, sí. En Manhattan conviven lo mejor y lo peor. Se da la mayor opulencia imaginable apenas separada de la miseria más absoluta. Unas pocas manzanas más allá del hotel más glamuroso del mundo, en cuyo bar coincide uno, cuando no con Meryl Streep, con Woody Allen, está uno de los barrios más deprimidos de Occidente. Allí cada esquina esconde una calle más mugrienta, quemada y ruinosa que la anterior, poblado de lo más bajo de la civilización, los desfavorecidos de la fortuna, los misérables de Hugo… Una desigualdad social espeluznante.
Sobre ser el centro económico y financiero del mundo, también lo es cultural. Lo mismo se puede ver un Picasso a la venta en las galerías de SoHo, la première de un musical que dará la vuelta al mundo, o un grupo de cinco negros cantando a capella en Broadway con unas voces sobrecogedoras. La isla es sucia, ruidosa y peligrosa, con un tráfico infernal, la mayor concentración de rascacielos imaginable… y, en conjunto, representa todo lo que no debe ser: ruido, polución, hacinamiento, suciedad… Sí, es todo eso y más, pero fascinante.
Sé que es infantil por mi parte (¿no había que ser como niños?), pero si el cóctel no se hubiera llamado como la isla quizá no me atraería tanto. Lo probé por primera vez allí, cenando en Raoul’s, un coquetón bistrot en SoHo donde me llevó mi jefa, una dama diminuta, adorable (y también temible), como caída de un «cottage» de Agatha Christie, de ojos azulísimos y dulces, y… capaces de levantar un yunque a cuarenta pasos. Por cierto, que en la mesa de al lado estaba Peter Ustinov, solo, tan grande, gordo y simpático al natural como en el cine.
Hablando de mi jefa… Sybil es de una personalidad arrolladora, de ésas que se constituye inmediatamente en el centro de cualquier reunión. Es cosa de diez años mayor que yo y vive sola en una casita baja en el Village; conduce todos los fines de semana un aparatoso Thunderbird y conoce como nadie la costa este de los Estados Unidos, de Maine a Florida. Me siento incapaz de describirla, feliz, en un garito en Lavapiés, adonde –después de cenar en Zalacaín– quiso ir (ella pidió lo más lumpen) y adonde uno, que está hecho de madera de insensato, la llevó. Para daros alguna pista, el local (hablo de 1993) no tenía indicación alguna de ser público (solo «avisaba» el bullicio, que se oía desde la calle). Había carteles en que se abrazaba la revolución cubana, se proponía a los pudientes invitar a copas, allí mismo, a los necesitados, que miraban implorantes a quienes entraban, y se animaba a las parejas «diferentes» a comportarse con toda espontánea naturalidad, lo que –¡ancha es Castilla!– hacían sin recato alguno. Y donde olía a humanidad próvida de aromas, a humo rancio de tabaco y a dulzona y lúdica marihuana. Yo, con traje y corbata; ella, arreglada como para una cena formal: ya imagináis el efecto. Insisto, 1993.
Perdón por el inciso, y vuelvo a mi isla. En vaso bajo y ancho: dos partes de bourbon por una de vermú rojo, más un golpe de angostura. Los puristas añaden una guinda (qué raro, una guinda, que es como el remate de un helado de menú del día y que todos nos dejamos, ¿verdad?). Se hace directamente en el vaso. Tres hielos, una peladura de limón y listo. Opcionalmente, se pueden combinar los ingredientes en la coctelera, con hielo, barajar y servirlo, frío pero sin él, como un dry Martini. Fácil, ¿verdad? Ojo, también engañoso, de lo rápido que puede llegar a entrar.
El bourbon es el whisky americano, escrito más propiamente whiskey, y es muy diferente del escocés. Mi preferido es el Jack Daniel’s de toda la vida, mismo que el vermú: el buen viejo Martini Rosso. Con el vermú rojo ha pasado como con la cerveza: han surgido como setas todo tipo de elaboradores artesanos y la oferta es enorme. Todos los «caseros» que he probado tienen demasiada canela, en mi opinión, pero ya se sabe, manda el gusto de cada cual.
Post scriptum: Se acaba ya la torre Steinway, así llamada porque ocupa la antigua sede de la fábrica del Rolls-Royce de los pianos. Parece que es la torre más delgada del mundo, como un imposible espárrago enhiesto.