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Crónicas disfrutonas

Disparar con pólvora del rey: un viaje por Europa bañado en vinos carísimos (que no pagué)

«Recuerdo el año -1908- de una de las botellas que bebimos, y su precio: el equivalente en marcos a 6.400 dólares»

Disparar con pólvora del rey: un viaje por Europa bañado en vinos carísimos (que no pagué)

Copas de vino. | Pexels

En el año 1994 la empresa tuvo unos resultados excelentes y, como premio, se decidió que el viaje anual a la feria del libro de Frankfurt lo haríamos por carretera, haciendo turismo. El número tres, o así, de la compañía y su inseparable controller, venidos expresamente de los Estados Unidos, más los directores de Madrid y Lisboa: ocho personas en total, en dos coches. 

Me tocó definir el itinerario, con la dificultad de conciliar posturas: uno quería pasar por Innsbruck (un serio desvío), otro por Saint-Tropez y una gran mayoría, por Mónaco, a dejarse unos francos en el casino. En lo que me toca, he pasado tres veces por Montecarlo, y las tres me he negado en redondo a entrar en el casino. Sin ánimo de ofender, Mónaco me parece un estercolero disfrazado de glamur. Mis propias imposiciones: una escala gourmande en Figueras, en el espléndido restaurante del Hotel Ampurdán; y, ya que iban a hacer el ganso en Montecarlo, impuse comer en el hotel Villa d’Este, en Cernobbio, sobre el lago de Como. Hubo que explicar que era uno de los grandes hoteles de Europa, sinónimo de elegancia y glamur, donde habían pernoctado de zares para abajo. 

Llegamos tarde al fastuoso establecimiento, donde se nos conminó de inmediato a estacionar los coches en el aparcamiento subterráneo, para que nada turbara la visión del inmaculado jardín, al borde del lago. El comedor ya estaba cerrado, y me tocó llorar para convencer al director. Pero finalmente accedió a abrirlo en honor a los yanquis, y darnos solo delli spaghetti, signori

No recuerdo qué pasta nos dieron, buena pero nada reseñable, con un vino que alguien pidió, igualmente sin historia. Sí lo fueron las mignardises que acompañaban al café, en una aparatosa fuente de tres pisos de una porcelana delicadísima, quizá de Sajonia. El marco era insuperable, en el comedor de aparato, cuyos grandes ventanales se abren desapareciendo en el suelo, con el efecto de trasladar a los comensales al exterior. 

La cuenta fue acorde. Cobraron casi 200 dólares por cada plato de pasta. Aún hoy, 40 años después, un pastón, desde luego. Pero lo mejor fue la cara del responsable de las cuentas, el controller, incapaz de comprender el dislate aquel. Lewis, negro él, de origen humilde (aunque, eso sí, becado en Stanford, nada menos) además de una calculadora ambulante era muy inteligente, muy serio y con un sentido del humor muy fino. Su asombro inicial dio paso a una sonrisa de incredulidad y a un resignado: «Ok, once in a lifetime». La factura fue de 2.400 dólares.

Unos días más tarde, ya en Frankfurt, uno de los mandamases convocó a una cena a la treintena que había tenido el mejor año. Cenamos en el Brückenkeller, famoso por su bodega de 300 años. Y alguien me endosó elegir el vino: no recuerdo quién espetó el bulo de que “yo sabía”. Uno, recatadamente, eligió dos magnums de un Riesling Auslese, a un precio equivalente a 400 dólares cada uno, lo que me parecía el máximo que razonablemente debíamos bebernos, pero no. Alguien me pidió la voluminosa carta antes de pedir y corrigió la comanda.

En el voluminoso tomo (donde, dicho sea de paso, no había ni un solo vino español, ¡ay!) había un apartado final con las reliquias que conserva la bodega: el cementerio, lo llaman algunos y es un legítimo presumir de la casa. Hay una prudente advertencia en que se avisa al valiente que se aventura a pedir una de esas botellas de que lo hace bajo su exclusiva responsabilidad; la casa garantiza las condiciones óptimas de temperatura y humedad de la bodega (desde hace 300 años), pero no puede garantizar que el vino esté o no bebible y, de no estarlo, ni reembolsará el importe de la botella abierta, ni la sustituirá, o palabras similares. Excuso decir que los precios eran, simplemente, disuasorios. Si el curioso quiere averiguar cómo sabe un vino de 1860, y de paso privar a la casa de un motivo de orgullo, que lo pague.

Ese alguien (creo que en inglés los llaman newbuyers, que suena mejor que “nuevo rico”) pidió cuatro de aquellas reliquias ante el asombro y la incredulidad del sumiller, que intentó, amabilísimo y con todo tacto, ofrecer alternativas más razonables. Recuerdo el año -1908- de la primera, y su precio: el equivalente en marcos de 6.400 dólares. De las cuatro abiertas, dos estaban bebibles, y dos, al límite. No vi la cuenta final, claro. 

A la salida, Lewis y yo nos reímos mucho recordando nuestro cargo de conciencia por -disparando con la pólvora del Rey- aquellos pacatos 2.400 dólares, días antes en Como. 

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