Comida ligera para mis «tíos»: un lomo de cuatro kilos que conseguí de emergencia en festivo
«Y nosotros preocupados por la microbiota de los viejecitos… había que verles perder la compostura»

Lomo de vaca asado con patatas fritas.
Sobre 1994 ó 1995, invitamos a almorzar a nuestra casa en Ávila a dos matrimonios amigos de mis padres, de toda la vida, de esos que de pequeños llamábamos “tíos”. Era bastante frecuente, y parece que aún lo es, elevar al rango de parientes a los amicísimos. Y… perdonad el inciso que sigue.
Yo siempre me he negado a que mis hijos llamaran tío a mis amigos. Los niños me lo reprochaban porque a su alrededor sí se hacía, y ya se sabe: por qué yo no. Y tiene una explicación que andando el tiempo les di y… tout comprendre c’est tout pardonner, claro.
Hubo una temporada en que mi hermano y yo (7 y 8 años, pongamos), cobramos gran afición a los minerales, hobby que no sé cómo llegó a oídos de tío Joaquín, quien por entonces era director general de minas. Tío Joaquín, que estaba cenando en casa, vino inmediatamente a nuestro cuarto y nos dijo que el lunes, a la salida del colegio, fuéramos a verle a su despacho, en Serrano 35. Que nos presentáramos como “sus sobrinos”.
Así lo hicimos, y nos pasaron ceremoniosamente a una salita donde una señora muy simpática nos ofreció agua y nos rogó que esperáramos un momento, que el director nos recibiría enseguida. Era entrada en años (y en carnes, aun guapetona) y debió sentirse obligada a hacernos grata la espera. Se mostró tan simpática, tan simpática que se ganó de inmediato nuestra antipatía:
—Y vosotros, ¿sois hijos de Alfonso o de Luis?
Recuerdo vivo mi inmediato pensamiento: “La liamos”. No sé si cerré los ojos o no. Mi hermano, un año menor, delegó toda la responsabilidad en las canas, el muy miserable. Lo cual que tomé aire y contesté.
—De Luis.
Bien pensado, menos mal que mi cofrade no dijo nada porque pudo haber simultaneado mi respuesta con la otra posible: “De Alfonso”. El imbroglio hubiera sido berlanguiano.
El caso es que era mucho más fácil dar un nombre u otro que emprender una larga explicación en plan, “no, mire usted, es que en realidad no somos sus sobrinos, sino que… etc”. El peligro fue evidente: podía saber de Luis lo que nosotros –que ni lo conocíamos– ignorábamos. O bien pudo haber seguido con su interrogatorio, lo que hubiera agravado paulatinamente la situación y acabar como el refrán: antes se coge a un embustero que a un cojo.
En fin, afortunadamente nos pasaron al despacho y mi respiración volvió a su tempo habitual. “Tío” Joaquín nos enseñó una gran roca de mineral de plata y ahí quedó todo. En realidad, no supimos a qué habíamos ido y nos volvimos a casa cariacontecidos. Pero al día siguiente recibimos una caja con cosa de cien pequeños compartimientos, como cajas de cerillas, con otros tantos minerales. La galena y la calcopirita eran preciosas.
Seguro que comprendéis mi aversión al “tío”. Y vuelvo al hilo.
Creo que fue Oscar Wilde quien dijo que a partir de los 25 años se desdibujan las diferencias de edad. Probablemente no siempre es cierto, no me imagino tuteando a Sir Roderick Glossop. Pero lo fue tanto con tío Fale como con tío Joaquín, a quienes –ya apeado el “tío”, claro– seguí tratando como amigos propios. En aquella ocasión, se avinieron a traer a mi madre, ya viuda, a Las Navas (a una hora de Madrid), lo que resultó en que iban cinco en el coche, que era grande, pero… El descabalgar fue cachondo. Una mareada, las otras dos animadísimas, los dos hombres discutiendo un adelantamiento, todos con perentorias necesidades fisiológicas. Y los cinco muertos de risa.
Para el almuerzo habíamos pensado en un pescado blanco: un besugo, una merluza, unas lubinas con patatas hervidas en la creencia de que los invitados –los cinco de más de 80 años– agradecerían algo ligero, en plan sopitas y buen vino.
No pudo ser: el día en cuestión era fiesta en la provincia, lo que, grave negligencia, no habíamos previsto; la pescadería, cerrada, y nadie contestó al teléfono. Tras el desconcierto inicial, cambiamos de tercio y hablé con Angelita, la mujer de mi amigo Justo, proveedor oficial de vacuno. Cuando le conté la urgencia se echó a reír y me dijo que fuera corriendo a la carnicería, que abrió por la puerta de atrás. Justo me ofreció un corte de lomo bajo de casi cuatro kilos, que alguien le había dejado colgado. Me lo cortó en cuatro grandes filetes… y me dijo que no podía cobrarme porque la caja estaba cerrada y qué sé yo más. Sagrada virtud de la amistad.
Lo asé con fuego de leña (no de carbón) en el que había puesto un par de ramas de jara verde. Y cuando ya disminuía su humear, puse el lomo, pintado con su propia grasa, sal gorda y un pellizco de tomillo. Salió a la mesa fileteado, con brécol y zanahoria hervidos con una vinagreta, un alijo de patatas fritas y una gran fuente de ensalada.
Y nosotros preocupados por la microbiota de los viejecitos… había que verles perder la compostura con aquel lomo, del que no quedó nada.