¿Importa en qué copa se bebe el vino?: una consideración sobre la etiqueta
«Los vinos deben beberse como Dios manda: copas de cristal fino, buena compañía y la parafernalia correspondiente»

Copas de vino.
En una cacería en Toledo, sobre 1986, un cazador portugués, buen amigo, se presentó con una botella de Oporto. Rui, que llegó pilotando su propia avioneta, es un perfecto gentleman, de una educación quasi decimonónica, anglo-hispano-luso-franco parlante. Además del vino, trajo un Queijo de Serra da Estrela, primo de la Torta del Casar, que fuera de Extremadura aún no se conocía mucho, y que nos encandiló a todos, claro. Vamos al vino.
Hay, como es sabido, muchas clases y categorías de Oporto: entre otros varios, colheita, garrafeira, tawny… y Vintage Port. Éstos, los vintage, son los más grandes.
Vintage es voz de origen francés, pero adoptada por los ingleses, y vale por cosecha o añada. Ahora, pronunciado «vintás», ha hecho fortuna para calificar algo que, aun demodé, parece como que vuelve a molar o retoma lugar en el candelero: viejo, pero no antiguo. Debo confesar que este reciente uso me irrita.
Volviendo al vino, sólo el 2% de los oportos merecen esa calificación y depende del productor decidir si un vino de la cosecha en cuestión merece el honor de criarse como tal. Y, previa comprobación de su calidad por el IVDP –el «consejo regulador» del vino de Oporto– se mantiene dos o tres años en barrica y, sin más, se embotella. No se filtra previamente, no se le somete a ningún tratamiento posterior. En el caso del Vintage Port, a la botella y será lo que Dios quiera. Y por lo que se ve, Dios se muestra excepcionalmente benévolo con los vintage, por regla general. Los mejores duran eternamente y envejecen maravillosamente. Pueden beberse a los sesenta, ochenta y más años y las añadas antiguas están a precios astronómicos, cuando se encuentran. Todos tienen bastante poso, en función de su edad –consecuencia de no filtrarlo– y por eso en Downton Abbey veíamos a Carlson decantar cuidadosamente el oporto con un dispositivo que va inclinando paulatinamente la botella para que el vino pase al decantador, controlando, con ayuda de una llama detrás del gollete, que el sedimento no caiga.
Aquel que llevó Rui era un Quinta do Noval Vintage Port 1964 que allí mismo se abrió (un infanticidio, pero en fin) y que allí mismo nos bebimos. Y lo hicimos en lo que había a mano: todos llevábamos nuestros vasos de diferentes formas y materiales, pero…
He probado algunos grandes vinos en mi vida, entre otros aquel oporto. Quizá los más grandes de todos, un Marqués de Riscal de 1945, que nos bebimos una Navidad en casa de mis padres, y un Château D’Yquem de 1971, regalo de un gran amigo. Indescriptibles ambos, como salidos de las bodegas del Olimpo: aroma suavísimo, hondura, fruta, misterio, complejidad, un final eterno… Esos calificativos que los catadores emplean, muchos de ellos cabalísticos y no pocas veces hilarantes. Se leen cosas peregrinas. La guinda se la lleva uno que afirmaba que «presentaba matices de manzana cortada con cuchillo de hoja de plata…». Sin comentarios. (Y por cierto, ¿alguien ha visto alguna vez un cuchillo con la hoja de plata?). No sé qué calificativos darían al Riscal o al Sauternes, pero eran néctar, la bebida de los dioses, inigualables. Lo mismo sucedió con el Oporto. La diferencia estuvo en que aquellos se sirvieron en copas de cristal fino y éste en infames vasos de fiesta infantil. Es evidente que el vino hubiera estado igual de bueno en una copa para Oporto… Pero bien pensado, no, rotundamente. En realidad, hubiera estado infinitamente más rico.
¿Recordáis la irrupción en España de las copas Riedel? Llegaron en loor de multitudes, hace cosa de 25 o 30 años y anunciaba un tipo de copa para cada casta de uva. La clave, aseguraban, está en el diseño, de modo que el vino se vierte exactamente en la zona de la lengua adecuada a las características organolépticas de la variedad en cuestión… O algo así. Yo hice pruebas, en mi escepticismo: probé a ciegas Tempranillos en copas de Cabernet, Rieslings en Sauvignon Blancs, Borgoñas en Burdeos (y al revés) y qué sé yo más; y llegué a la triste conclusión de que soy un mendrugo como catador, pues fui incapaz de distinguir el mismo vino en diferentes copas. Pero, bueno, las copas de Riedel son maravillosas (y caras). Laus Deo, se han impuesto en los restaurantes un poco bien donde pedimos un vino dispar del de la casa. Además, ya hay imitaciones de gran calidad.
A lo que vamos: mi hermana decía siempre que yo había nacido con cuello duro y lo mismo es cierto, pero afirmo que los buenos vinos deben beberse como Dios manda: léase copas de cristal fino –Riedel o no– en buena compañía y con la parafernalia correspondiente. Los de verdad grandes, con corbata –al menos figuradamente-. Y, sin llegar a esos extremos, con los cócteles pasa otro tanto. El Martini, en la copita triangular; el Manhattan, en su vaso, bajo y ancho, algo más pequeño que el del whisky; el Caipirinha, en el vaso de whisky; el Bloody Mary o el Piña Colada, en vaso alto (jamás de tubo); el Margarita, en cualquier copa de boca ancha… Y departiendo de temas amables. Están más ricos.