Un verano color pistacho
El pistacho se ha convertido recientemente en un ‘must’ por culpa de un dulce viral nacido en Dubái

Una tableta de chocolate. | Fix Desserts
Hay veranos que uno recuerda por una canción, otros por un cóctel o por el estampado de una camisa hawaiana. Yo el de 2025 lo recordaré, con toda probabilidad, por un color: el pistacho.
Los gurús de la moda llevan años jugando con el sistema de identificación cromática Pantone, dictando qué tonalidad debe invadir los escaparates cada temporada. Precisamente, para esta, el Pantone Color Institute había seleccionado el Mocha Mousse (Pantone 17-1230), descrito en su web como «una cálida tonalidad marrón imbuido de una riqueza inherente que transmite la deliciosa calidad del cacao, el chocolate y el café, apelando a nuestro deseo de bienestar». Igual que en años anteriores apostaron por el melocotón Peach Fuzz (Pantone 13-1023) o el Viva Magenta (Pantone 18-1750). ¡Qué equivocados están!
Y es que el incuestionable Color of the Year de 2025, por aclamación popular, es el Pistacchio Green (Pantone 13-0221), un tono verde suave, a medio camino entre lo primaveral y lo refinado, entre lo fresco y lo gourmand, que se ha ganado un lugar en la iconografía fashion debido a una ola de glotonería magnificada por las redes sociales. Así, marcas como Prada, Bottega Veneta o Jacquemus (¡esos bolsos!) lo han adoptado como uniforme de influencers, símbolo de naturalidad chic o guiño al frescor vegetal en plena canícula. Y nosotros, ávidos compradores, hemos caído en la trampa del deseo estético, convencidos de que nuestro armario pedía a gritos una camisa pistacho o unas deportivas con ribetes en verde helado.
En estas circunstancias, el pistacho se ha convertido recientemente en un must de pasarelas y lookbooks, pero no por imposición de los guardianes del estilo, sino por culpa de un dulce viral nacido en Dubái. Ni Prada ni Pantone, sino TikTok. El pistacho reina, más que en el catwalk, en las vitrinas de pastelerías y en los hashtags golosos de Instagram. El origen se halla en el llamado chocolate Dubái, erigido en una tendencia que está arrasando heladerías y confiterías de medio mundo. Una tableta de chocolate rellena de crema verde y crujiente pasta kataifi, que ha logrado lo que parecía imposible: hacer de un fruto seco ancestral un fetiche global. Y más desde que Lindt & Sprüngli ha lanzado a nivel mundial su propia versión industrial del producto, prometiendo a los consumidores «una experiencia inigualable de sofisticación y calidez en el paladar». ¡Tenían que haber visto el otro día, en la duty free shop del Aeropuerto Internacional de São Paulo-Guarulhos, el inmenso altar que la poderosa maison chocolatera suiza había montado a mayor gloria de este incontenible fenómeno consumista!
La historia, como tantas modas de este siglo, comienza con un antojo. Sarah Hamouda, británico-egipcia residente en Dubái (Emiratos Árabes Unidos), buscaba en 2021 un dulce que le evocara los postres de su infancia durante el embarazo. Inspirada en el knafeh libanés —ese pastelillo empapado en almíbar con masa kataifi crujiente y pistachos—, improvisó en su cocina una tableta casera: interior de crema de pistacho, capa de pasta filo en hilos tostada y cobertura de chocolate con leche. Lo bautizó con humor Can’t get knafeh of it y empezó a venderlo bajo la marca Fix Dessert Chocolatier. Lo que parecía una peculiaridad local acabó conquistando las redes sociales.
El detonante llegó en 2023, cuando la influencer Maria Vehera (3 millones de followers en TikTok) probó la tableta en un vídeo ASMR –hechos con finalidad relajante para antes de dormir–, que sumó en poco tiempo más de 100 millones de visualizaciones. El crujido del kataifi al romperse entre los dientes y el brillo verde del pistacho se convirtieron en gancho sensorial y casi sensual para una generación fascinada por los reels de quince segundos. De repente, el chocolate Dubái era objeto de deseo mundial: imitadores, tutoriales, contrabando —hubo quien lo revendía en Alemania a 100 euros la tableta— y, por supuesto, versiones industriales a cuál más anodina.
En España, la moda entró por dos vías: las confiterías sirio-libanesas, como Sham en Madrid, que vieron en el invento un primo lejano del baklava, y los heladeros artesanos, que enseguida olieron el filón. Hoy, en ciudades como Barcelona o Valencia es fácil encontrar helado de chocolate Dubái, cruasanes con esa mezcla o tabletas de diseño firmadas por maestros como Josep Maria Rodríguez o Lluc Crusellas. Como siempre, las redes sociales lo amplificaron hasta el infinito y, este verano, quien no ha probado una de estas combinaciones de chocolate, pistacho y kataifi es poco menos que un exiliado del dulce contemporáneo.
El fenómeno invita a mirar con otros ojos al protagonista involuntario de esta fiebre: el pistacho. Según la RAE, la palabra viene del griego pistákion y designa al fruto del alfóncigo (Pistacia vera), árbol originario de las montañas de Siria, Turquía, Irán y Afganistán. Los romanos ya lo cultivaban y se cuenta que la legendaria Reina de Saba lo consideraba privilegio exclusivo de la realeza. De ahí que a veces se hable del pistacho como «oro verde»: pequeño, ovalado, con cáscara dura que se abre al madurar y un interior verde intenso, con aroma resinoso y sabor oleaginoso, casi adictivo.
Hoy sus grandes productores son Irán, Estados Unidos (California), Turquía y Siria, aunque su cultivo se ha expandido por el Mediterráneo y hasta por La Mancha o Extremadura, donde empieza a considerarse alternativa agrícola. Nutricionalmente, el pistacho es una bomba: 630 calorías por cada 100 gramos, pero cargadas de grasas saludables, vitaminas B6 y E, fósforo, magnesio y hasta selenio, un oligoelemento que explica quizá su fama de afrodisíaco en la tradición árabe. Se dice que su consumo favorece la fertilidad masculina, lo cual añade un halo erótico a un fruto seco que ya de por sí remite a los festines orientales de Las mil y una noches.
En cocina, su versatilidad resulta asombrosa. El Larousse Gastronomique lo menciona en galantinas francesas, en la mortadela italiana, en salsas griegas, en arroces indios, en guisos persas. Dulce o salado, tostado como aperitivo o molido en cremas, se trata (casi) de un comodín universal, que aviva la creatividad de los chefs más atrevidos. ¡Cómo olvidar, por ejemplo, aquellos bocaditos de atún levemente rehogados con semillas de cilantro y pistachos machacados que fueron un favorito de los parroquianos de La Taverna Siciliana en el Madrid finisecular!
En heladería y pastelería, su color verde es tan atractivo que a menudo se acentúa artificialmente: basta pensar en el helado de pistacho, que rivaliza con el de chocolate en popularidad, o en el nougat, el baklava, los mazapanes, las cremas untuosas que coronan cruasanes parisinos o tartas sicilianas. Alberto Ortega le dedicó en 2023 un libro entero, La cocina obsesiva del pistacho, con cien recetas de lo más variopintas: desde un simple helado hasta un pollo en costra de pistacho.
Más allá de lo nutricional, este fruto seco que nunca figuró en la dieta de nuestros padres o abuelos se ha incrustado –como el kiwi o el aguacate–, quizá para siempre, en nuestro inconsciente colectivo. Cuando estuve viviendo en París, hará tres lustros, había un local en la Place de l’Alma (8ème arrondissement) llamado La Pistacherie donde el producto de marras se servía –y creo que aún se sirve– en todas sus variantes: salado, dulce, aromatizado y hasta en una crema que brotaba de una fuente como si fuese chocolate fundido. Entre las especialidades pistacheras, despachaban mazapán, malban, dukma, nougat… amén de 35 frutos secos tostados o sin tostar, de distintas variedades y orígenes, destacando los pistachos griegos de la isla de Egina en el golfo Sarónico o los iraníes de la variedad Akbary, que podían venir aromatizados con sal y limón, curry, azafrán, paprika, (falsa) trufa y hasta hierbas provenzales.
En Italia, las pastelerías de Bronte, en Sicilia, lo veneran como patrimonio local y le han otorgado un sello de calidad (pistacchio verde di Bronte DOP), siendo ingrediente de pastas, cannoli, pasticciotti y gelati. En Londres, los coffee shops compiten en inventiva con pistachio croissants, doughnuts, pastas verdes y hasta lattes instagrameros. En Estambul, los lokum (delicias turcas) serían inconcebibles sin nuestro fruto seco preferido, igual que los helados árabes de textura elástica. Y en Estados Unidos, Starbucks reintrodujo en 2023 su pistachio latte, pronto convertido en trending topic global.
Algo tiene este alimento que fascina a los cocineros modernos. Quizá sea su color, tan fotogénico en la era del show off. Tal vez su sabor, que equilibra dulzura y grasa con un punto terroso. O acaso esa mezcla de glamour y popularidad: no es tan caro como la trufa ni tan banal como el cacahuete. Está justo en ese término medio que permite convertirlo en objeto de culto masivo.
Lo cierto es que, en este 2025, el pistacho ha invadido todas las capitales occidentales. En Madrid, la Pistachería del Mercado de Antón Martín vende crema molida al instante, snacks de pistacho caramelizado y pesto verde con tomates cherry. En París, la pastelería de Pierre Hermé provoca colas interminables con su orondo pastel individual Infiniment Pistache, que lleva pâte sablé y praliné, además de sus macarons y cremas irresistibles. En Londres, Cedric Grolet prepara cookies trompe-l’œil de pistacho, mientras Hans & Gretel vende cucuruchos bañados en crema verde fosforescente. En Nueva York, los cronuts de Dominique Ansel han tenido (claro) su versión pistacho. Y en Dubái, el epicentro de todo, Fix Dessert sigue limitando su producción a 500 tabletas al día, generando filas, especulación y hasta intentos de contrabando fronterizo.
Nuestro entrañable y verdoso fruto seco ha pasado de ingrediente marginal a icono planetario, capaz de encarnar lujo asequible y exotismo al mismo tiempo. Como suele ocurrir, las redes han hecho el resto: #pistachio acumula millones de menciones y el fenómeno trasciende lo gastronómico para convertirse en estético. Pasteles verdes, helados verdes, chaquetas verdes, emojis verdes. Un boom sin visos de remitir.
Quizá dentro de un año el pistacho sea reemplazado por otra moda —el yuzu, el sésamo negro, el calamansi—, habida cuenta que las tendencias gastronómicas se consumen tan rápido como los stories. Pero este verano el pistacho ha conquistado algo más que las vitrinas gourmets: ha coloreado el imaginario social del primer mundo. Un verano color pistacho: fresco, goloso, viral, ligeramente kitsch, con un punto afrodisíaco y chic. Así es como recordaremos este 2025, entre bocados de chocolate Dubái y cucuruchos de helado verde, convencidos de que pocas cosas hay tan irresistibles como un fruto seco que ha sabido pasar de las huertas persas a los escaparates trendies y a las pantallas de nuestros móviles. El pistacho, en fin, como símbolo de nuestro tiempo: un capricho antiguo reencarnado en tendencia efímera. Hasta mi amiga Ángeles hace en casa un helado francamente irresistible con pistachos frescos, nata líquida y la Thermomix, que es la envidia de todo el vecindario… Curioso que, cuando éramos niños, no existía este alimento en nuestro acervo culinario. Otro hallazgo –no sé si para bien o para mal– de la era de las redes sociales y la globalización. ¡Ya podían haber sido las chufas valencianas!