Pularda, una receta fácil y perfecta para Navidad: cómo elegirla y prepararla
«Para el relleno, orejones, ciruelas, pasas y manzana picada, todo ello macerado una noche en un buen brandy»

Pularda asada.
Me pide una hija la receta de la pularda. La disfrutamos aquí, en el pueblo, en Navidad de hace dos o tres años, y gustó mucho. Es receta de mi casa de toda la vida, pero quedó en el olvido hasta eso, dos o tres años. La quiere hacer para el veinticinco, me dice, e inmediatamente acusa recibo y se sorprende de lo fácil que es la preparación.
El caso es que el ave llegó triunfante, hace cosa de cincuenta años, a casa de mi abuela, y trajo pelín de polémica. Su presentación en sociedad se la disputaban acaloradamente dos tías mías. Yo asistí a una de las querellas –porque hubo dos– y resultó divertida para el respetable, hasta que inevitablemente la cosa subió de tono y acabó con un silencio cargado de tensión y una despedida glacial. Hubo reconciliación en pocas horas, claro, aunque adoleció de acuerdo en lo discutido.
Cuando yo la preparé traté de hacer las cosas bien. Pensé inmediatamente en que nuestra ínclita Parabere tendría seguro algún comentario aprovechable. Así que leí las advertencias y consejos sobre nuestra ave y… estamos apañados, concluí. Asegura que para que el ave sea «digna de ser asada» debe «examinarse la rabadilla y comprobar que no está hendida ni rojiza».
Pero bueno, ¡esto qué es! Uno es de natural educado, y aun pudoroso. De ninguna manera, eso de ir por ahí mirando rabadillas, qué ordinariez. Además, el mundo se divide en dos: los que saben cuándo una rabadilla está demasiado hendida o rojiza y los que no. Diré más, en los que saben dónde tiene la rabadilla la pularda y los que lo ignoran: mi caso. No, oiga. Yo, puesto a mirar, las pechugas. De modo que me encontré con que el criterio de dignidad de la querida marquesa quedaba indefinido para mí; pero, claro, todo menos asar un ave indigna, bueno estaría. Se nos volvería ceniza en la boca a todos… En fin, menos mal que aún estaba Julio, mi pollero de toda la vida, en el entonces moribundo Mercado de Torrijos. Estaba a las puertas de la jubilación, me dijo, pero se alegró mucho de que mi llamada llegara a tiempo para sacarme del aprieto, y me hizo llegar desde Madrid su mejor pularda.
No puede ser más fácil, la receta. Para el relleno, orejones, ciruelas, pasas y manzana picada, todo ello macerado una noche en un buen brandy. El proceso es muy sencillo: elimínese algo de la grasa, interior y exterior, del ave, salpimiéntese por dentro y rellénese, apretando bien. Cósase (o ciérrese con un par de palillos, previamente remojados) y está lista para ser generosamente salpimentada y frotada con liberalidad con aceite de oliva. Hay quien deja el ave una noche en la nevera, y hay quien no. En cualquier caso, todo al horno (precalentado a 200ºC), pechuga abajo, incluyendo el relleno y licor sobrantes. Al cabo de una hora y media, se le da la vuelta y se baja el horno a 180ºC. Total, tres horas (para una pularda de 3 kilos), tapada la última hora (sin envolverla) con aluminio, para que no se queme. Hay que regarla con su propio caldo cada, pongamos, veinte minutos. La receta asegura que la pularda debe inyectarse (muslos, pechugas) con el brandy. Confieso no haber sido capaz de lograrlo y ¡anda que no he puesto yo inyecciones en mi vida!
La receta de la lombarda que la acompañó es bien sencilla. La col, una cebolla grande, una manzana igualmente crecidita, todo bien picado en la mandolina, a la olla, la misma en la que se han rehogado tres o cuatro minutos, a fuego medio, 150 ó 200 gramos de beicon cortado en tiras. Y tras hora y media o así de fuego lento, añadir una botella de vino tinto. Entera, sí, hasta que se evapore el alcohol y la col quede tierna. Ojo: destapada, si se tapa, la col se ennegrece por completo. El problema es que la casa entera, por cuidadoso que sea uno, acaba oliendo a portería de barrio.
Alguien en casa afirmaba que la receta era alemana, lo cual tiene cierto glamur. Desde luego, más que el supuesto origen de la receta de pularda: «a la catalana», decían mis discutidoras tías. Mi auxiliar se ocupó de los otros acompañamientos, o sea un tresillo de purés: de patata (con bien de mantequilla), de manzana y de castañas.
