¡Caracoles!
El caracol es uno de los primeros animales consumidos por el hombre

Receta de caracoles en una imagen de archivo.
El otro día, paseando por Sevilla, me topé con un gigantesco caracol esculpido en bronce trepando por la fachada de un edificio situado en la calle Lineros esquina con Puente y Pellón. «¿A quién se le ocurre incorporar este animalito al paisaje urbano hispalense?», pensé. Más tarde supe que la obra procedía de la exposición Arte animalista del Mediterráneo realizada por el artista local Chiqui Díaz durante la Feria del Libro de 2008. El caso es que me puse a pensar inmediatamente en acudir a Casa Ruperto, Tasca Triana u otra taberna especializada en guisar estos gasterópodos, con el fin de zamparme una buena ración de cabrillas hervidas con hierbabuena y servidas como mandan los cánones: en vaso.
Mientras cruzaba el río rumbo a Triana, recordé aquel spot televisivo de los 90, a mayor gloria del fármaco Alka Seltzer, donde un turista despistado sentado en la mesa de un restaurante típico engulle los caracoles con concha y todo. Una campaña premiadísima de Tiempo BBDO que contribuyó de forma ingeniosa a reposicionar notablemente la marca de antiácido de Bayer, inventando una situación extrema, rozando la paradoja.
Bromas aparte, aquel anuncio confirmaba que la familia de los gasterópodos es, en gastronomía, tan apreciada en algunos países como Francia, Italia, Portugal o España y desconocida en otros. Según el Diccionario Larousse Gastronómico, se trata de «un molusco testáceo de concha en espiral, cuyo tamaño aumenta con la edad. El caracol es uno de los primeros animales consumidos por el hombre, a juzgar por los restos de conchas encontrados en los yacimientos prehistóricos. En muchas regiones del mundo se consumen de diversas formas, ya sea hervidos, asados o fritos. Es común que se cocinen después de ser purgados en caldos con hierbas aromáticas, hortalizas o especias, para después ser salteados con otros ingredientes. Su tamaño se reduce mucho al cocerse, por lo que se calculan hasta unos 50 por persona a la hora de guisar».
¿Quién fue el primer ser humano que se atrevió a hurgar dentro de un caracol en busca de sustento? Según Néstor Luján en Como piñones mondados (1994), el pionero debió de ser latino. Los romanos sacaron todo el partido a este producto, considerado como «alimento noble» por Plinio el Viejo, que el gastrónomo Apicio alababa en su tratado De Re Coquinaria y que el patricio Fulvius Harpinius llegó a convertir en fuente de ingresos al fundar el primer parque de crianza de caracoles cerca de Pompeya.
Y hablando de la antigua Roma, ¿recuerdan la famosa escena de la película Espartaco (1960, Stanley Kubrick) en la que el esclavo Antonino (Tony Curtis), a la sazón amante del senador Graco, inquiere al héroe libertador (Kirk Douglas), con un innegable doble sentido homosexual, sobre su preferencia alimenticia por las ostras o los caracoles? Debía de ser una clave para el ligoteo gay durante la República Romana, en el año 70 antes de Cristo…
Con el advenimiento de la Era Cristiana, los caracoles pasaron a ser considerados como carne de vigilia y durante el Medioevo se comían fritos en brocheta o hervidos con su caldo, especialmente en los monasterios, donde los frailes los adoptaron como una dieta económica y nutritiva. Luego cayeron en desuso, postergados al consumo en fondas y tabernas en tiempos de escasez. ¿Y en nuestro Siglo de Oro? En el Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán y en La Pícara Justina (1605), atribuida a Francisco López de Úbeda, se citan abundantemente los caracoles guisados como plato recurrente en mesones y bodegones de puntapié de la península ibérica. De ahí viene quizá el acertado refrán «a caracoles picantes, vino abundante» que recoge Luján.
¿Quién les dio a estos gasterópodos sus actuales cartas de nobleza? Todo comenzó, al parecer, en la corte versallesca de Luis XIV, el Rey Sol, pero fue sin duda el chef Antonin Carême quien se atrevió a reivindicarlos en 1814, durante una cena organizada por el astuto diplomático Tayllerand para honrar al zar Alejandro I de Rusia. Y así los escargots à la bourguignonne entraron en el panteón de los platos ilustres que conforman la grandeur culinaria del país vecino. Desde entonces, son uno de esos raros alimentos con presencia tanto en las mesas populares como en las de alcurnia.
Según Manuel Martinez Llopis, los mejores caracoles son los que se capturan en las viñas durante los meses de abril y mayo. Lo que da lugar a que en algunos lugares se organicen, durante estas fechas, caracoladas que constituyen auténticas fiestas. En nuestro país, la variedad más habitual es la Helix alonensis, pequeña y de fuerte sabor, que los levantinos llaman xonetes o vaquetes y echan a sus arroces más humildes, y que los catalanes preparan a la llauna, esto es: cocinados a la brasa dentro de la típica lata de hierro negra y cuadrada que da nombre a la receta, con un poco de aceite, sal, pimienta, hierbas al gusto (roaní, farigola, ajedrea…) y, por supuesto, alioli. Igualmente existen los caracoles a la andaluza, a la burgalesa, a la extremeña, a la grotesca, a la patarrallada, a la riojana, a la santoñesa, a la valenciana, a la vizcaína, a la alcoyana… En el Foro, son de rigor los caracoles a la madrileña, que llevan chorizo y guindilla, con una salsa espesa y asaz picante cada vez más olvidada a pesar de las loas de tantos escritores madrileñistas.
En los restaurantes de altos vuelos se han despreciado siempre estos guisotes celtíberos, por considerarlos propios de negocios provincianos o tabernas de frasca y serrín, decantándose en muchos casos por la versión borgoñona que popularizó Carême, realizada con los gloriosos caracoles de viña galos (Helix pomatia), grandes, blancos y suculentos, cocidos y luego gratinados con abundante mantequilla, ajo, perejil y hasta un chorrito de Ricard. Esta variedad es la más extendida, apreciada por su sabor y mayor tamaño, en comparación con otra especie comestible popular, el Cornu aspersum, también conocido en el Hexágono como petit gris.
La tradición exige que sean presentados en un platillo metálico llamado escargotière y que el comensal finolis no sufra el menor peligro de mancharse utilizando para la extracción un delgado tenedorcillo de dos dientes y unas pinzas de diseño casi quirúrgico. Así los hemos tomado en el añorado Viridiana —cocinados también a la provenzal, para comparar— o en establecimientos gabachos del Foro, como Lafayette o Atelier Bistroman, y resultan una delicia.
Afortunadamente, también hay en la capital unos cuantos locales históricos que permiten acercarse al rico recetario español consagrado a los gasterópodos. En Madrid, vayan ustedes a Casa Amadeo en la Plaza de Cascorro o a la Taberna de Antonio Sánchez en Mesón de Paredes o a ese pequeño bar de la calle Toledo llamado Los Caracoles y empápense de puro casticismo (sin olvidar mojar pan en la salsita). Y, ya saliendo del barrio de los Austrias, déjense tentar por los que sirve Carlos Griffo en Quinqué, los de la Taberna Delfín en Usera, Los Mellizos en Canillejas o Conduma en Hortaleza…
En la Comunidad Valenciana, la vaqueta fina de montaña (Iberus gualterianus) que vive en las cumbres, cerca de las matas de romero, es el ejemplar más preciado y difícil de hallar, hasta el punto de estar regulada su recolección (un kilo por persona y día, si es para autoconsumo), al tratarse de una especie protegida. Pero atención, cuando la recolección se hace con fines comerciales. Hace no mucho leí en Valencia Plaza que la Guardia Civil había detenido a 14 individuos con más de 20 sacos llenos de Cornu aspersum, por infringir la ley del Patrimonio Natural y Biodiversidad.
Yo he tenido la suerte de comer vaquetas de montaña en el pasado, en el desaparecido restaurante Paco Gandía de Pinoso (Alicante), y también las encontré un día afortunado en el puesto de Caracoles Peribáñez, en el Mercado Central de la ciudad del Turia: una empresa familiar que lleva más de tres décadas dedicada a la comercialización de estos bichos y sabe purgarlos debidamente, alimentándolos solo con hierbas aromáticas durante 48 horas. Con incorporar unos pocos ejemplares a nuestra paella, todo el plato sabía a romero, ya que su cáscara es porosa. ¡Menudo festival resultó!
Fuera del Foro y del Levante español, hemos probado algunas preparaciones inolvidables como los caracoles a llauna de Resquitx (Mollerussa, Lérida), la croqueta de caracoles de Monte San Feliz (Lena, Asturias), los caracoles a la brasa de El Temple (Huesca) y, en plan más creativo, los camarones a la brasa con jugo de caracoles de Valdelvira (Baeza, Jaén) o los que elabora «a la gormanta» Jordi Vilà (Alkimia, Barcelona), con tocino, butifarra fresca y una mezcla de hierbas, que pueden encargarse en la web de Petra Mora.
«Hoy la mayoría de los caracoles que consumimos vienen de granjas portuguesas», me chiva el presidente de la Academia Madrileña de Gastronomía, Rogelio Enríquez. Y eso me lleva a reivindicar Portugal, mi país adoptivo en temporada vacacional, como una potencia caracolera de alto fuste. Allí los sirven durante todo el año, aunque su temporada fetiche comienza en mayo.
En mi barrio lisboeta es costumbre que las casas de comidas con paredes azulejadas e incluso esos cafés decimonónicos que recorría Pessoa anuncien, con un cartel escrito a mano en la entrada, que «hay caracoles». Si no es el caso, a 10 minutos en coche se halla el templo por excelencia de este producto: la Casa dos Caracóis de Campolide, donde los despachan según la especie y el tamaño, en formatos que van de la caja pequeña (8,50 €) al cubo grande familiar (43 €). Dicho negocio forma parte del grupo Francisconde, que distribuye toneladas de estos moluscos terrestres por todo el país y abastece a restaurantes y supermercados. No hay mesas para consumir in situ, solo servicio para llevar y la opción de comprar los animalitos vivos o ya cocinados. Nosotros, cada vez que vamos, salimos con una caja mediana y ¡nunca llegamos a terminarla!
Si andan de visita por la Ciudad Blanca, algunas direcciones fiables para reafirmar su devoción caracolera son El Rey de los Caracoles (Algés, Oeiras), O Hoquista (Sete Rios), O Lutador (Alcântara), A Tabuense, Pomar y Tico Tico (Alvalade)… Pero no se lancen a esta ruta si no son auténticos fanáticos, puesto que en dichas tascas no siempre proponen alternativas para paladares melindrosos.
Imposible hablar de caracoles sin recordar inevitablemente los años felices que viví en París, cuando la ciudad del Sena aún no se había convertido en esa Disneylandia para adultos que es hoy. Sin atreverme a dar fe del momento actual que atraviesan antiguos iconos como Benoit, L’Escargot de Montorgueil, Aux Lyonnais, L’Escargot 1903 de Yannick Tranchat, Chez Marguerite, Chez Georges o Le Cochon à L’Oreille, tengan presente que, si se animan a visitarlos, los caracoles en persillade estarán más que correctos y se darán ustedes un baño de tipismo casi como si estuvieran viendo la película Amélie.
Y no se les ocurra acompañarlos de ningún modo con un tinto estructurado, so pena de estropear la experiencia. Para estos casos, mejor un Chablis, un aligoté, un Mâcon o incluso un blanco del Jura ouillé —o sea, sin velo— y, si no hay más remedio que encargar un petit rouge para complacer a nuestro acompañante, recurran a algún cru del Beaujolais privilegiando los más ligeros y frutales; véase Chiroubles, Régnié, Brouilly…
