La humilde infancia de Arguiñano en Guipúzcoa: unido a sus hermanas y conectado a su tierra
El cocinero, antes de hacerse famoso, pasó una larga etapa en este pequeño y discreto municipio del País Vasco

Arguiñano, en una imagen de archivo. | Gtres
Karlos Arguiñano es uno de los rostros más conocidos de nuestra televisión. El cocinero se ha convertido en todo un referente dentro de la gastronomía y de los medios de comunicación, haciendo que su nombre sea conocido tanto fuera como dentro de nuestras fronteras. A pesar de que ahora es un cocinero reputado, Arguiñano también vivió una época difícil, sobre todo en su infancia, marcada por el pasado de sus padres y una difícil posguerra. Karlos creció junto a sus tres hermanas, quienes siempre han sido uno de los pilares más importantes y fundamentales de su vida.
Karlos Arguiñano nació el 6 de septiembre de 1948 en la localidad de Beasáin, en la provincia de Guipúzcoa, en el País Vasco. Es el primogénito de cuatro hermanos, hijo de Jesús Arguiñano Arzoz, que trabajaba como taxista y que había sido requeté durante la Guerra Civil Española y posteriormente en la División Azul, y de Pepi Urkiola Beloqui, modista de profesión. El hogar y los valores que se manifestaron en esa infancia —trabajo, esfuerzo, humildad— han marcado mucho su carácter y su trayectoria.
La infancia de Arguiñano en Beasain

Durante su juventud, y tras los estudios primarios en los Benedictinos de Lazcano en Guipúzcoa, Karlos trabajó en la fábrica de vehículos ferroviarios CAF en Beasain como chapista, lo cual le permitió vivir de cerca la realidad laboral y conocer el valor del trabajo manual y colectivo. A la par, desde muy joven, él mismo ha dicho que «venimos de abajo, pero venimos con fuerza». Esta frase resume una actitud alimentada en sus años de formación, donde la sencillez y la conexión con la tierra le influenciaron.
Según comentó en entrevistas, Arguiñano empezó a implicarse en la cocina doméstica desde niño; ayudaba en casa desde los 7 años con su madre en tareas culinarias habituales, como limpiar verduras, pelar patatas o preparar salsas, debido en parte a que su madre estaba limitada por la polio. Esta temprana participación en el mundo de la cocina no era un capricho, sino una necesidad y una forma de responsabilidad familiar, pero también sembró una semilla de pasión que germinaría más tarde.
Aunque ya venía haciendo «de cocinero» en casa, Arguiñano dio el salto formal al mundo gastronómico cuando decidió estudiar hostelería, cursando un ciclo en la Escuela de Hostelería del Hotel Euromar, donde aprendió de maestros como Luis Irizar. Este período le permitió profesionalizar su vocación e iniciar la transición del entorno doméstico y rural a un ámbito profesional, abriendo camino hacia lo que sería su restaurante y su figura televisiva.
«Vengo del metal, del mundo obrero»

La infancia y juventud de Arguiñano no sólo definen hechos concretos, sino también una filosofía; humildad en el origen —afirmando que vienen «de abajo»—, conexión con la familia, con la tierra y con la cocina como oficio vital. Estas raíces están presentes en su sello personal; su estilo cercano, su humor popular, su frase «rico, rico y con fundamento», y la forma en que transmite la cocina como algo de todos. En suma, la vida temprana de Arguiñano es un pilar esencial para entender su éxito posterior. «Yo empecé a cocinar con ocho años porque mi padre estaba impedida por culpa de la polio y yo era el hermano mayor de ocho. Llegaba de la escuela y tenía que ayudar a mi madre a pasar la salsa de tomate, a limpiar los puerros, poner la mesa… Desde muy joven el cocinar y poner la mesa ha sido una cosa natural», contó Arguiñano en una entrevista.
Uno de sus mejores recuerdos tiene que ver con la comida y, especialmente, con las «empanadillas de bonito» que le hacía su progenitora. Tampoco, el cocinero puede olvidar la morcilla, los puerros con patatas o la carne con tomate que, en aquella época, era lo que más se cocinaba en su casa. Además, sus inicios en el mundo estuvieron muy condicionados por su trabajo en el «metal», al igual que el trabajo y la ideología de su padre. «Vengo del metal, del mundo obrero. Mi padre era de la División Azul, me negaba el Holocausto gritándome. Era muy pobre, pero muy de derechas», apostilló hace unos años. «Yo me acuerdo de que cuando era niño, en mi casa teníamos pupilos con derecho a cocina… o sea, que en la misma casa vivíamos mi familia y la de los zamoranos. Todos con derecho a cocina», añadió.
La historia de Beasáin

Sin duda alguna, la ciudad en la que creció, Beasáin, está rodeada de montañas verdes típicas vascas, con el río Oria atravesando parte de su término municipal, lo que le otorga una combinación de valle interior y naturaleza abundante. El municipio, además, posee un gran valor histórico y monumental. Asimismo, dentro del casco urbano se destaca la parroquia de Santa María de la Asunción, que mezcla estilos gótico, renacentista y barroco, y que refleja siglos de historia comunitaria. Esta herencia combina lo religioso, lo industrial y lo rural, y configura un pueblo que ha sabido conservar parte de su raíz. En el día a día, Beasain ofrece una vida de pueblo mediana: el casco urbano cuenta con tiendas, bares, calles activas y servicios para los residentes, sin perder el carácter de comunidad cercana. Para quien visita Beasain, algunos de los puntos de interés son el conjunto de Igartza, el paseo junto al río Oria, los montes cercanos para excursiones, así como disfrutar de la tranquilidad de un valle vasco con patrimonio y naturaleza.
