La Casa Imperial japonesa: la dinastía más antigua del mundo ante una sucesión imposible
El Trono del Crisantemo, con más de 2.000 años de historia, vive su momento más crítico desde 1945

Ilustración de Alejandra Svriz.
En las últimas décadas, la combinación de leyes sucesorias extremadamente restrictivas, un linaje reducido hasta el límite y una demografía que juega en su contra ha llevado a la institución a una encrucijada histórica. La familia imperial japonesa, que a inicios del siglo XX contaba con más de 70 miembros, ha quedado reducida a poco más de una docena. Hoy, la continuidad del Trono del Crisantemo depende esencialmente de un solo miembro: el príncipe Hisahito, de 18 años. Su presencia garantiza el relevo inmediato tras su padre, el príncipe heredero Akishino, pero no asegura la continuidad futura. Si no tiene un hijo varón, el linaje patrilineal quedaría extinguido. Esta dependencia extrema no es fruto del azar, sino el resultado de una legislación heredada del periodo de ocupación estadounidense.
Una ley que lo cambió todo
La actual crisis sucesoria tiene su origen directo en la Ley de la Casa Imperial (Kōshitsu Tenpan) promulgada en 1947, bajo supervisión de la administración estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial. Antes de esta reforma, Japón contaba con 11 ramas colaterales masculinas («ōke»), cuyos miembros se encontraban integrados en la Casa Imperial y podían heredar el trono si la línea principal se extinguía. Estas ramas funcionaban como un «colchón dinástico» que garantizaba la continuidad de la línea masculina. La reforma de 1947 abolió todas estas ramas de un plumazo, convirtiendo a más de 50 príncipes en ciudadanos comunes. La Administración estadounidense, dirigida por Douglas MacArthur, impulsó esta reforma para limitar la influencia de la Casa Imperial en el poder político, económico y social, además de transformar la figura del emperador en un símbolo del Estado sin poder ejecutivo.
A esta reforma se une también la imposibilidad de que las mujeres miembros de la familia imperial contraigan matrimonio con ciudadanos comunes sin perder su condición de princesas. Ejemplo de ello fue cuando en 2021 la princesa Mako, hija de los príncipes herederos, renunció a su estatus para casarse con Kei Komuro, un «plebeyo».
La sucesión masculina: una tradición reinterpretada
El principio que establece que solo los varones nacidos por línea paterna pueden heredar se formuló por primera vez en 1889, bajo la Constitución anterior a la guerra. La justificación sostiene que la «continuidad ininterrumpida» desde el mitológico emperador Jimmu, en el siglo VII a. C., se transmite únicamente a través del hombre.
A partir del siglo XX, los argumentos a favor de este principio comenzaron a vincular el cromosoma Y, exclusivamente masculino, como el elemento central que transmite la «heredicidad» del trono. Históricamente, Japón sí tuvo emperatrices reinantes, ocho en total, aunque la tradición insiste en que ejercieron como regentes temporales y no fundaron linajes propios. La emperatriz Suiko, que reinó en el siglo VI; la emperatriz Kōken/Shōtoku, que reinó en el siglo VIII; y la más reciente, Gosakuramachi, que gobernó de 1762 hasta 1770, entre otras. Ninguna de ellas, sin embargo, tuvo descendencia durante su reinado.
Un linaje claramente femenino
Durante más de 40 años no nació ningún varón en la familia imperial. Otras ramas, a través de los príncipes Tomohito de Mikasa y Takamado Norihito, solo pudieron engendrar hijas, lo que acrecentó la presión sobre la rama principal de la Corona. El emperador emérito Akihito tuvo dos hijos: Naruhito, actual emperador, y Akishino, príncipe heredero. La línea patrilineal, asegurada durante el reinado de Akihito, se vio comprometida en la siguiente generación con el nacimiento de tres princesas y el único hijo varón de Akishino.
El nacimiento del príncipe fue recibido casi como un «milagro político», frenando temporalmente un debate ya abierto sobre la posibilidad de permitir una emperatriz reinante.
Como ya se ha mencionado, otro efecto de la ley es que las princesas que se casan pierden su condición imperial. Su salida reduce aún más el número de miembros que pueden asumir obligaciones oficiales. Este panorama pone el foco en una necesidad que otras casas reales europeas han resuelto con relativa facilidad y legitimidad: la sucesión a través del primogénito sin importar el sexo y la posibilidad de contraer matrimonio con ciudadanos comunes sin perder la condición de miembro de la realeza.
Gobiernos de distinto signo han estudiado alternativas, pero ninguna ha prosperado. En 2021 se rechazó una propuesta de reforma por parte del gobierno conservador de Yoshihide Suga para autorizar la sucesión femenina en caso de no haber heredero varón. También se rechazó la posibilidad de que las princesas japonesas permanecieran en la familia imperial si se casaban con un ciudadano común. En 2022 también se propuso adoptar descendientes varones de antiguas ramas imperiales ya extinguidas para mantener la línea masculina.
El debate sobre esta cuestión, estancado, ha obligado a Hisahito a cargar él solo con el peso del destino de la familia imperial, según afirmó el antiguo jefe de la Agencia de la Casa Imperial, Shingo Haketa, en un artículo publicado este año en el diario Yomiuri. «La cuestión fundamental no es si permitir la sucesión masculina o femenina, sino cómo salvar la monarquía».
El riesgo de un vacío institucional
La cuestión ya no es solo dinástica: afecta al funcionamiento mismo de una institución que, aunque despojada de poder político desde 1947, continúa siendo un elemento clave de continuidad, protocolo y cohesión simbólica en Japón. Tras décadas de natalidad baja y la ausencia casi total de nacimientos masculinos, el resultado es un cuerpo institucional tan reducido y envejecido que empieza a rozar la inviabilidad.
Esta contracción tiene efectos directos en el ceremonial de Estado, cada vez más difícil de sostener con un número tan limitado de miembros y con la mayor parte de ellos superando los cincuenta o sesenta años. También afecta a la proyección diplomática, ya que la presencia de la familia imperial en visitas oficiales, recepciones y ritos tradicionales sigue siendo un instrumento vital de representación nacional. A todo ello se suma un deterioro de la legitimidad simbólica: una institución que se percibe mermada y desconectada de la realidad social corre el riesgo de perder su función integradora.
En este escenario surge una pregunta incómoda pero inevitable: ¿puede desaparecer el Trono del Crisantemo? La abolición formal de la monarquía exigiría una reforma constitucional profunda, políticamente compleja y socialmente sensible. Sin embargo, incluso sin entrar en ese terreno, el sistema podría colapsar de forma funcional si no se garantiza una línea sucesoria sostenible, un número suficiente de miembros para afrontar las tareas oficiales y un marco legal adaptable a la sociedad del siglo XXI. La crisis, hasta ahora demográfica, amenaza con convertirse en estructural: no se trata solo de quién heredará el trono, sino de si quedará una institución capaz de sostenerse para cuando llegue ese momento.
Los expertos señalan que el sistema de sucesión exclusivamente masculina es estructuralmente defectuoso y solo funcionó en el pasado gracias a la figura de las concubinas, que hasta hace aproximadamente cien años daban hijos al linaje imperial. La ley impulsada por Estados Unidos comienza a mostrar sus costuras y limitaciones. En un mundo donde las casas reales se han ido adaptando a los nuevos tiempos y a los sistemas democráticos, la Casa Imperial resulta un caso excepcional con un futuro sucesorio incierto, probablemente el mayor temor de cualquier monarquía. Lo que decida Japón en los próximos años determinará si la monarquía más antigua podrá permanecer otros 2.000 años más.
