Del 11S de 2001 a marzo de 2020, la historia sin fin
La primera década del siglo XXI, y para muchos el propio siglo (e incluso el milenio), se abrió un 11 de septiembre de 2001. A casi dos décadas de aquel acontecimiento, hemos pasado su décimo primer aniversario en unas extrañas circunstancias pandémicas, las derivadas de la Covid 19, que nadie pudo intuir hace un año. Es más, da la impresión, quizás falsa (pero como impresión es una verdadera impresión), de que aquel “terror global” (según figuraba en los titulares de muchos medios el 12 de septiembre de 2001), asociado al yihadismo, que abrió la década y que determinó la geopolítica internacional durante las dos décadas de siglo XXI que llevamos, ha quedado eclipsado por el “miedo pandémico” coronavírico.
Algunos análisis, he visto por ahí, mantienen, al observar este cambio de “miedos” (desmentido por los últimos acontecimientos ocurridos en Francia), esa perspectiva “conspiranoica”, digamos orwelliana, que entiende ambos fenómenos, el yihadismo y el coronavirus, como una especie de ardid geoestratégico, llevado a cabo por un “gran hermano” (EEUU, China, Rusia), para tener a la población mundial “biopolíticamente” controlada. Otros análisis, no menos conspiranoicos, pero de signo ideológico contrario, ven en estos fenómenos una “rebelión” o “insumisión” del mundo ante los intentos “imperialistas” globalistas (capitalismo financiero, Soros, etc), de dominarlo.
Sin embargo, si retiramos ese fantástico artífice global omnímodo, como hipótesis completamente disparatada, las cosas se ven de otra manera, observando la geopolítica como un ámbito de intereses que, bien armonizan o bien entran en conflicto, según dinámicas (políticas, sociológicas, económicas, etc) que son independientes unas de otras, y sin que pueda existir, por la propia oposición de fuerzas e intereses, un control absoluto sobre todas ellas (aunque este control “imperial” se intente).
Tras la caída del bloque soviético, y el anuncio triunfalista del “fin de la historia” por la administración norteamericana, el 11S mostraba que el orden político mundial posterior a 1989 no había borrado de un plumazo, ni mucho menos, los graves conflictos existentes en Oriente Próximo, en parte reflejo a escala regional del conflicto de bloques a gran escala durante la “guerra fría”. “¿Por qué nos odian?”, se preguntaban en prensa y medios norteamericanos (Revel escribió un interesante libro para tratar de explicarlo), sobre todo bajo la fuerte impresión producida por la sevicia de la metodología de la acción terrorista del yihadismo (utilizando como armas, para atacar el “corazón del Imperio”, aviones comerciales de vuelo regular). Las políticas norteamericanas de freno al comunismo (“roll back”) no le hicieron ascos a ningún tipo de ideología mientras fuera anticomunista, sobre todo a partir de los años 50, con el secretario de Estado de Eisenhower, John Foster Dulles, que veía al “comunismo internacional” por todas partes (en Hispanoamérica, sobre todo, cuando aún no había cristalizado allí), promoviendo el golpe de estado como mecanismo habitual para enderezar aquella situación política que pudiera serle desfavorable en la región (así en Guatemala, derrocando a Jacobo Arbenz Guzmán, en julio de 1954). Con Kennedy la situación fue muy parecida, aunque suavizando la hostilidad hacia el comunismo, la política norteamericana no varió, justificando su intervencionismo como una necesaria “modernización” en las sociedades en donde actuaba (ayuda financiera y promoción de la democracia), para lograr una “transición” sin tener que pasar por la “enfermedad comunista” (era la visión de Walt Rostow, asesor de Kennedy). En definitiva, el anticomunismo daba carta blanca para todo tipo de acciones (operación Cóndor en Hispanoamérica, operación Gladio en Europa, en Italia, etc), algunas de las cuales pasaron ulteriormente factura (por ejemplo, su acción en Afganistán que acabó en el 11S), ya con el bloque soviético vencido, pero sin lograr la estabilidad geopolítica deseada.
Además el orden económico posterior a 1989 tampoco ha conseguido crear una prosperidad estable y duradera, como se demostró con la quiebra del banco estadounidense Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008 y la crisis financiera posterior, poniendo en solfa la capacidad del capitalismo, con un capital global desregulado, para su sostenibilidad económica. Una puesta en cuestión que, a partir de marzo de 2020, con la crisis económica derivada de la sanitaria coronavírica, parece consagrar la idea de la necesidad de un cambio de modelo económico.
En definitiva, lejos de encontrarnos en el fin de la historia, parece ser que es la hora del “despertar de Asia”, que decía Lenin, con modelos económicos mucho más versátiles que los que se promueven en Occidente, sometidos a múltiples rigideces ideológicas.