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Internacional

Yo confieso

Yo confieso

Vaya por delante, Santidad, que me cuesta mucho escribir este artículo. Por esto, le pido públicamente disculpas y le solicito confesión. No obstante, la obligada resistencia a las injusticias que predica el Evangelio me empuja a dedicarle estas líneas. Ave María Purísima.

Leo con asombro e indignación que Su Santidad ha decidido participar de la ceremonia que el gobierno del presidente de México ha preparado para conmemorar los 200 años de la independencia de su país. El representante de Su Santidad, traspasando los límites de la felicitación cordial, terminó su mensaje pidiendo perdón por los pecados de la Iglesia en la conquista española. Daba así satisfacción a la exigencia tramposa del actual gobierno mexicano. Después de leer su mensaje reflexiono sobre cuáles han sido los motivos de esta acción y le confieso que no alcanzo a entenderlos y, mucho menos, a compartirlos.

En primer lugar, pienso que Su Santidad busca con estas disculpas una sana intención de reparar el daño infringido y hacer justicia. Sin embargo, Santidad, sabrá usted que los pecados por los que usted se disculpa no los cometió la Iglesia (no existen documentos que prueben que el objeto de decisión alguna fuese dañar a los pobladores originarios de esas tierras), sino algunos hombres de la Iglesia. ¿Debe entonces pedir la Iglesia perdón por todos los pecados que cometemos los católicos? Puesto que Kennedy se declaraba católico, ¿llamará Su Santidad a los descendientes de su esposa para pedirles perdón por el exceso de cortesía que el presidente norteamericano mostraba con las señoras? Por no hablarle de Rasputín, que era de misa diaria.

Además, ¿quiénes son los debidos destinatarios de ese perdón? Si algo ha de resaltarse del proceso de conquista y evangelización de América es la determinación de fusionarse con el componente local, a mucha distancia de las concepciones puristas y excluyentes de nuestros vecinos europeos. Santidad, las personas y los colectivos sobre los que se infringieron esas injusticias no eran mexicanos: eran aztecas, mayas, nahuas, tlaxcaltecas, zapotecos, entre otras etnias. Todos ellos, debido al impulso del plan colonizador, dejaron de ser una serie de comunidades enfrentadas entre sí para convertirse en españoles súbditos del mismo Rey y partícipes del mismo sistema. Estos mismos decidieron, más adelante, ser ciudadanos mexicanos. ¿Será entonces el estado mexicano dominado por criollos el debido destinatario de ese perdón? No me haga reír. Por lo tanto, un perdón que se ofrece de quién no ofendió a quién no fue ofendido no tiene sentido ni produce acción reparadora alguna.

Por otra parte, Santidad, debo decirle que usted sabe que el valor político de su petición de perdón es el de colocar a la Iglesia que usted representa al lado de una versión falaz de la Historia. Sin meterme en la finalidad política evidente de este revisionismo que evita poner el foco en el terrible presente repleto de culpables cercanos para ponerlo en el pasado con todo más difuso, su petición de perdón «consagra» una versión de buenos y malos oficiales. Es, Santidad, un caso claro de fariseísmo. El proceso histórico de la conquista y, no se olvide, evangelización de América, es uno de los procesos más complejos de la Historia de la Humanidad. Simplificarlo entre unos malos malísimos, los españoles, y unos buenos buenísimos, los pobladores originarios, es simplemente falaz. Poner el acento en los seguros y reprobables excesos cometidos durante aquel proceso, olvidando las luces que también trajo, es profundamente injusto. No soy yo historiador ni pretendo convertir este artículo en un ensayo histórico, pero déjeme proponerle un ejercicio como soporte de este argumento.

Si entrevistásemos a un francés, a un inglés y a un español de las clases más humildes del siglo XVII y les preguntásemos sobre dónde prefiere vivir (si en Europa o en los territorios americanos controlados por sus respectivos países), creo poderle anticipar su respuesta. El bueno de François diría que no cambiaría París por Haití ni harto de vino. El pequeño Timmy respondería con firmeza que de irse de Londres a Terranova a pegarse con los comanches, ni hablar. Bartolomé, con gallardía, respondería que le da igual Sevilla que México, Lima o La Habana. Esto es así, Santidad, porque lo que los españoles implantaron en América no era un sistema puramente extractivo, sino simple y llanamente el mismo sistema que regía en España. Con sus bondades y sus injusticias. Dos individuos miembros de una misma clase social, con los mismos recursos económicos, podían desarrollar la misma vida allá que acá. Santidad, la Nueva España era, al fin y al cabo, España. Es debido a esta fusión que los españoles e iberoamericanos aún hoy, acostumbramos a llamarnos y reconocernos entre nosotros como hermanos.

Seguidamente pensé que su Santidad habría utilizado el perdón como herramienta. Pensé que el inteligente establishment vaticano habría decidido sacrificar la verdad por un bien supremo: reconducir sus difíciles relaciones con el gobierno mexicano y, de paso, congraciarse con la creciente moda del progresismo bienpensante. Todo sea por el bien – momentáneo- de la Iglesia. Si es así, reconozco que no sabía que las doctrinas de Maquiavelo (el fin justifica los medios) habían hecho fortuna en el Vaticano. Yo creía que la Iglesia, como la muchacha de la canción de Juan Magán, no sigue modas. Me sorprendería que sus antecesores hayan sobrevivido a la persecución de emperadores, a saqueos de los bárbaros, a la persecución de reyes adúlteros, al fanatismo de los que nos llaman infieles, para sucumbir ante López Obrador, Evo Morales y la Pachamama.

Sabrá, además, su Santidad que sus disculpas si bien salvan a la Iglesia de la hoguera de los revisionistas, señala a mi país, España, y a mi Rey muy en particular, por no haber hecho lo mismo. ¿Qué hay de evangélico en señalar públicamente a un hermano frente a los otros? ¿Por qué solo deben pedir perdón unos y no otros? ¿No eran los emperadores romanos que tiranizaron Hispania cristianos desde el 380? ¿Y no coronó su antecesor Pío VII a Napoleón en Notre Dame? ¿Pedirá su Santidad perdón por los crímenes cometidos por los mandatarios de estos señores en lo que hoy es España? Sepa además que las llamas de esa hoguera de la que le hablo son voraces y, si bien hoy Su Santidad y la Iglesia las han esquivado, no tardarán en volver a llamar a su puerta muy pronto. 

Por último, pensé en el perdón como acto personal de contrición. Sin embargo, Santidad, usted es el Papa. Usted, como cualquier individuo, tiene derecho a tener su opinión. La opinión de Jorge Bergoglio. Pero no tiene derecho a ejercer su sacro mandato desde esa opinión. El Papa lo es de todos. El Papa no tiene más ideología que el Evangelio.

Me despido rogando por sus intenciones y solicitando su bendición.

Por Javier Martínez Fresneda.

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