El fantasma de otra Guerra Fría recorre Occidente
Integrarse en las cadenas globales aporta a China mercados y capitales, pero la hace vulnerable a represalias. Y la guerra de Ucrania confirma que no son triviales
El historiador griego Tucídides cuenta que «el temor que inspiraba el creciente poderío de Atenas» indujo a Esparta a «declarar la guerra [del Peloponeso]». Esta interpretación llevó al politólogo estadounidense Graham Allison a acuñar la expresión «trampa de Tucídides», que ilustra el desafío que supone para una potencia establecida la emergencia de un competidor. Se trata de una mera hipótesis, pero Donald Trump se la tomó muy en serio y, para entorpecer el ascenso de China, se embarcó en una cruzada arancelaria. «Estamos perdiendo una enorme cantidad de dinero», declaró en 2016 al New York Times. «No me parece inteligente».
Como cualquier estudiante de primero de Macro sabe, los déficits comerciales tienen su origen en un desequilibrio interno. Mientras los estadounidenses gasten más de lo que ahorran, deberán endeudarse para cubrir la diferencia. Y si su Gobierno grava las manufacturas chinas y no toca el ritmo de consumo de los ciudadanos, lo único que logrará será desviar las compras a las manufacturas mexicanas, canadienses o japonesas.
La Casa Blanca tiene asesores más listos que yo, así que es de esperar que se lo advirtieran al presidente. Este no cejó, sin embargo, en su empeño porque la campaña arancelaria pretendía abrir otro frente en una guerra más amplia y que tenía que ver con la necesidad de educar en las reglas del intercambio civilizado a Pekín. Cuando ingresó en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001, lo hizo con el compromiso de «avanzar en materia de fortalecimiento institucional», pero dos décadas después sigue vulnerando la propiedad intelectual, presionando a las multinacionales para que le transfieran tecnología y subsidiando a sus empresas públicas.
El problema es que, entre tanto, ha aprovechado para hacerse con el liderazgo digital. La supremacía de Huawei en 5G es abrumadora y Occidente teme equiparse con sus servidores y descubrir luego que incorporan una puerta trasera por la que pueden controlarnos. «Hoy todo es digital», me explicaba en diciembre de 2020 Antonio Varas, socio de Boston Consulting Group. «Un ciberataque te para un país». Y aunque reconocía que no disponemos de «una pistola humeante» que avalara nuestras sospechas, la amenaza era de tal calibre que sería una temeridad ignorarla. «Es como si siembra el mundo de misiles. No ha disparado ninguno por ahora, pero ¿se quedaría usted tranquilo?».
Ante la falta de garantías de Xi Jinping, el Congreso aprobó en mayo de 2020 una ley que prohíbe a Huawei comprar semiconductores que se fabriquen con dispositivos estadounidenses o que usen su software. No importa, además, que seas una firma vietnamita o india: si tu tecnología es americana, no puedes vender a Huawei. Es una medida de una dureza inusitada, que llevó a muchos en Pekín a plantearse si de verdad merecía la pena hacer negocios con una gente tan picajosa. Es verdad que integrarse en las cadenas globales aporta mercados y capitales, pero también te hace vulnerable a represalias. Y la invasión de Ucrania ha corroborado que no son triviales. Rusia está al borde del colapso económico.
¿Puede el planeta volver a romperse en dos bloques?
Signos de desacoplamiento
The Economist recopilaba hace unos días una inquietante batería de datos. Entre 2008 y 2019, el comercio internacional cayó cinco puntos, pasando del 61% del PIB mundial al 56%. Los flujos de inversión marcaban un mínimo desde 2010 justo antes de que los golpeara la pandemia. Y el movimiento migratorio a los países ricos estaba estancándose.
Es una tendencia incipiente, pero si este desacoplamiento se consolidara, ¿qué cabría esperar? La anterior Guerra Fría la ganaron las democracias liberales, pero (mientras se evitara la confrontación militar) lo tenían todo de su parte. En 1960 entre Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Francia e Italia sumaban el 60% de las exportaciones del planeta. La Unión Soviética apenas aportaba un 4% y «China ni aparecía en las estadísticas», argumenta la revista.
La situación empezó a cambiar a finales de los 70. Las reformas económicas de Deng Xiaoping fueron saludadas en Occidente como el preámbulo de su conversión al liberalismo político. En 1959 el sociólogo Seymour Martin Lipset había postulado en un influyente artículo su teoría de la modernización, que sostiene que «la democracia está vinculada al nivel de desarrollo económico» y, a medida que se generalizaba la prosperidad de la posguerra, se vivió efectivamente un auge del Estado de derecho. La proporción de los regímenes que Our World in Data considera liberales pasó del 11% en 1970 al 23% en 2010. España fue uno de los campeones de esta transición, pero también los antiguos miembros del Pacto de Varsovia y muchas naciones latinoamericanas se sumaron a lo que Samuel Huntington denominó «la tercera ola».
Por desgracia, la Gran Recesión interrumpió este progreso y hoy casi un tercio del PIB mundial lo aportan autocracias. Diez veces más que en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín.
Y no solo eso. Estos regímenes reciben más inversión directa que los países libres. Registran, además, el 60% de todas las patentes. Y como consecuencia de nuestra ingenua fe lipsetiana, no hemos hecho más que ampliar la dependencia de ellos. The Economist calcula que suministran a las democracias un tercio del petróleo que consumen. «La mitad del café que llena las tazas europeas», añade, «procede de lugares cuyos habitantes no tienen reconocidos derechos políticos. Y no hablemos ya de los metales preciosos y las tierras raras».
Un nuevo telón de acero
En febrero de 1946, el diplomático George Kennan envió desde Moscú el Telegrama Largo, un análisis en el que sostenía que el Kremlin abrigaba «un deseo irracional de dominio mundial». Su tesis de la contención se convirtió rápidamente en la doctrina oficial de Washington y sus aliados. Semanas después, Winston Churchill proclamaba lúgubremente en una conferencia: «Desde Szczecin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero». La Guerra Fría quedaba oficialmente inaugurada.
Después de las tres décadas de distensión que siguieron a la implosión de la Unión Soviética en 1991, la votación del pasado 2 de marzo en las Naciones Unidas escenificó una nueva partición del planeta: mientras todas las democracias condenaban la invasión de Ucrania, Rusia y sus satélites la respaldaban y China y casi toda Asia se abstenía. Desde Múrmansk, en la península de Kola, hasta la desembocadura del Don, en el mar de Azov, un nuevo telón de acero ha caído.
¿Nos dirigimos hacia otra Guerra Fría? Es pronto para saberlo, pero, si la trampa de Tucídides finalmente se cierra, el poderío económico va a estar mucho más repartido.