El exquisito cuidado de Francisco I con Putin
Francisco I se niega, de forma tajante y reiterada, a visitar Kiev y al presidente ucranianio Zelenski, hasta que antes no le reciba Putin en Moscú
Desde el inicio de la invasión de Ucrania por las tropas rusas las condenas se han sucedido por los cinco continentes. Más allá de los tradicionales aliados de Putin, la comunidad internacional ha sido mayoritaria en denunciar no sólo la agresión militar, sino el asesinato de miles de civiles. El ejército ruso ha destruido objetivos sabiendo que no eran militares y que incluso eran refugios de mujeres, ancianos y niños. Centenares de fosas han sido descubiertas en pueblos y ciudades que estuvieron en manos de las tropas de Putin. Centros de torturas y de violaciones masivas y continuas de mujeres y niñas. El horror en estado puro.
Miles de reacciones de apoyo al pueblo ucraniano y entre ellas las del Papa Francisco, que ha manifestado en varias ocasiones su empatía con el sufrimiento de un país que ha perdido a decenas de miles de sus ciudadanos y que ha visto a otros millones convertirse en refugiados de guerra. Un país que ha sufrido ataques a hospitales, escuelas y residencias de ancianos.
Ha sido muy sorprendente para muchos, no para todos, que al escuchar al Santo Pontífice hablar sobre el daño y el sufrimiento del pueblo ucraniano no se citara al autor de esos males, no se citara ni a Rusia ni al genocida Putin. Hablaba como si hubiera sido un terremoto o una inundación y no la acción criminal de un dictador. Como si quisiera evitar que de su boca saliera nada que molestara especialmente al líder ruso.
Cuando el silencio empezó a ser demasiado sonoro, tuvo el gesto de acudir en un pequeño utilitario a la embajada rusa en el Vaticano para condenar la guerra. Algo que parecía un intento de quitar la fuerza y solemnidad propia del líder religioso más influyente del mundo. Parecía querer reducir el impacto de su acción y de la influencia que tiene sobre centenares de millones de católicos en todo el mundo. No quería aparentar presión, como si no fuera directamente con él. De alguna forma, estaba dando la razón a Stalin cuando, antes de la Segunda Guerra Mundial, el sanguinario dictador soviético menospreciaba el poder del Vaticano al preguntar cuántas divisiones tenía el Papa.
Al final, Francisco I ha hablado a un medio y ha tenido que decir el nombre de Putin como responsable de la invasión en unas declaraciones al Corriere della Sera, pero hasta ahí. Incluso al responsabilizar a Putin lo ha hecho de tal forma que parecía más un ataque directo al patriarca ortodoxo ruso Cirilo, un manifiesto y entusiasta admirador de Putin, al que llama monaguillo de Putin por expresar su apoyo a la invasión. Es tan extraño todo que ni siquiera el diario italiano publicó estas declaraciones como entrevista, sino como una especie de informe.
Tan extraño que Francisco I se niega, de forma tajante y reiterada, a visitar Kiev y al presidente ucranianio Zelenski, hasta que antes no le reciba Putin en Moscú. Reconoce el Papa que hizo esta petición a Moscú a través de su cardenal secretario de Estado hace ya semanas. No parece Putin muy preocupado. Ni siquiera le ha respondido. Francisco I no toma en consideración el efecto moral y de apoyo que sería una visita suya a Ucrania. Porque en la entrevista, Francisco I, parece más apenado por no poder protagonizar un acuerdo que permita al menos un alto el fuego que por consolar con su visita a un país que sangra y llora.
La sorpresa no para ahí, porque el Papa añade perlas tan explosivas como la de intentar justificar de alguna forma el comportamiento de Putin con una guerra tan brutal. Llega a decir que «tal vez los gritos de la OTAN a las puertas de Rusia» han llevado al jefe del Kremlin a reaccionar de esta forma. Y remata suavizando la acción del presidente ruso porque, y es cita textual: «un enfado que no puedo decir si fue provocado, pero puede que sí fuese facilitado».
Cuando habla de la guerra, el Papa no habla del sufrimiento, del dolor provocado por las decenas de miles de víctimas o los millones de refugiados. Como si fuera sólo un experto geopolítico se centra en el comercio de armas y explica que «las guerras se hacen para esto: para probar las armas que hemos producido. Esto es lo que ocurrió en la Guerra Civil española antes de la Segunda Guerra Mundial. El comercio de armas es un escándalo y pocos lo combaten».
Y sigue despertando todo tipo de alarmas al conceder credibilidad al líder húngaro Orbán, hasta el punto de repetir que, según le dijo, los rusos tienen un plan y todo terminará el próximo 9 de mayo. Obviamente, el anuncio de esta fecha se ha repetido en medios de todo el mundo y ha generado una esperanza alta al ser manifestado por el propio Sumo Pontífice.
No es la primera vez, ni será la última, que Francisco I se convierte en protagonista por su silencio o su suavidad en la condena de regímenes que no respetan la democracia ni los derechos humanos. De ello saben bien los opositores de Venezuela, Cuba o Nicaragua, donde a pesar incluso de sus iglesias nacionales, la tendencia de Francisco I ha sido siempre la de suavizar las críticas a esos regímenes totalitarios.
Para Francisco I, Maduro no es el responsable de los siete mil opositores asesinados denunciados por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Nunca ha tenido una palabra de condena para el dictador chavista.
Ahora, Francisco I ha puesto la fecha del 9 de mayo, como el día en que puede terminar todo en Ucrania. La expresión de terminar todo tiene también su lado escalofriante. Esperemos que esta vez sí sea una fecha de esperanza y termine de alguna forma esta guerra salvaje de Putin. Así sea.