Sí a la guerra
«Reniego de este pacifismo envenenado que en nombre de no sé qué paz malparida pide a los ucranianos que se rindan»
Hay un momento en el que uno decide: ir a la oficina o a la guerra. Al supermercado o al frente. Te puede tocar. Nos sucede cada ciertas generaciones y poco después se pierde ese momento entre los algodones de la rutina de la memoria. Les sucedió a todas las familias. En la mía, le pasó a mi bisabuelo Hubert y a su hermano Aristides Banastier en la Gran Guerra cuando salieron de Huelva camino de las trincheras, las fotos con el uniforme de teniente y la muerte de Aristides en Ypres tras ser alcanzado por la metralla de un proyectil alemán, horas después de ser herido, «en paz con Dios y entre grandes dolores» según decía la carta que envió su sargento a la familia. Lo enterraron «bajo una cruz blanca que lleva su nombre». «Mort pour la France», dice su historial militar. Atrás dejaba la casa en mina de San Platón en Almonaster, las mañanas entre las jaras de la Sierra, los higos con su gota de almíbar de azúcar, la risa de la niña Elena en el jardín a la hora de la siesta y la viuda a la que dedicó la última línea de la última carta que el teniente Aristides -bonachón, valiente y bromista, «muy querido por la tropa»-, escribió desde la trinchera: «María, ten paciencia: Dios separa nuestros caminos. Algún día volverá a juntarlos».
Me ando acordando de Aristides y de ese momento en el que la vida te pone en la decisión de luchar o de huir, de ese instante preciso en el que las abuelas de Kiev dejaron de hacer la cena para cocinar cócteles Molotov que arrojar a los tanques desde las azoteas.
«No es lo mismo el hijo de una madre del que agrede que el hijo de la madre del que se defiende, como no es lo mismo la madre de la violada que la madre del violador»
Pienso en ellas -en ellos- y reniego de este pacifismo envenenado que en nombre de no sé qué paz malparida pide a los ucranianos que se rindan. Me refiero a este volar de buitres sobre los muertos de Ucrania en el que planean los de siempre con el cuento de que «la guerra solo trae guerra» y otras basuras argumentales moralistas sobre la guerra así tomada en general como si fuera cosa de dos bandos. Cuando aquí lo que hay es un agresor y un agredido que se defiende. Y hay madres que lloran a sus hijos, pero no es lo mismo el hijo de una madre del que agrede que el hijo de la madre del que se defiende, como no es lo mismo la madre de la violada que la madre del violador.
Lo digo porque a pelear por que el batallón Wagner no entre en tu ciudad a violar a tu hija le deben ver algún tipo de deshonra en parte de la izquierda que -también es casualidad-, lleva medio siglo dando la tabarra con épicas militaristas de ‘guevaras’, comandantes, resistencias y soldaditos del pueblo que aquí, al parecer, no funcionan. Entendían al IRA, entendían a ETA, entienden a Putin. Los de Podemos, que vendían miniaturas de guillotinas para instalarlas en la Puerta del Sol, han descubierto el pacifismo ahora que la guerra es contra Putin, por lo que sea.
Porque para la nueva izquierda, que en España una mujer no se depile es la lucha de los pueblos, pero salir a defender a tu familia del invasor con un forro polar, un fusil viejo, una foto de tu bebé de dos meses en la cartera y un torniquete que te hizo llegar una farmacéutica de Getxo es una temeridad y algo descabellado. Y si nos ponemos finos, hasta violencia. A agarrar el Javelin y salir al cruce de Bucha a reventar un tanque de los asesinos de Kadirov, en Podemos lo llamaron «furor bélico otanista». A que los maestros de escuela salieran a matar a los que venían a matarlos a ellos. Aún pretenden que nosotros no enviemos armas a los ucranianos y que no escojamos bando. Se supone que para que Putin los arrase cuanto antes y así se alcance, sobre las cenizas de Ucrania sometida, esa bendita paz sobre la que hoy escupo.