Erdogan se ha convertido en una pesadilla para Estados Unidos y la Unión Europea
«No gusta su persona en Washington ni tampoco en Bruselas. Joe Biden lo ha dicho abiertamente»
Las encuestas fracasaron estrepitosamente el pasado domingo en Turquía en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Recep Tayyip Erdogan, el actual presidente, de 69 años, se impuso inesperadamente en las urnas. Sin embargo, al no alcanzar el 50% de respaldo electoral deberá ir a segunda vuelta el próximo día 28. Y es probable que derrote al candidato opositor, el veterano socialdemócrata Kemal Kiliçdaroglu, de 74 años, que lidera una coalición de seis grupos de derecha, liberales, kurdos y ex erdoganistas. Erdogan, que nunca ha perdido unos comicios, le aventajó en dos millones y medio de votos. El fiel de la balanza está en un político nacionalista de extrema derecha, Sinan Ogan, cuyo programa se acerca más al del actual jefe del Estado.
¿Cómo ha sido posible el triunfo del autoritario líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (APK), una formación islamista conservadora, desgastado por veinte años en el poder y manchado por la corrupción y el nepotismo (su yerno es ministro de Finanzas) contra lo que adelantaban todos los datos demoscópicos? ¿Y que su triunfo haya sido más o menos limpio, sin pucherazo alguno, pese a que la campaña fue una de las más sucias que se recuerdan en el país euroasiático de 85 millones de habitantes? Erdogan fue hábil. Convirtió la circunstancia en algo así como «yo o el caos» además de acusar de injerencia extranjera en el voto. Apuntó a Washington como propiciador de un intento de golpe de Estado para borrarle del mapa.
Pase lo que pase dentro de una semana, las dos opciones -que Erdogan sea reelegido o que sea derrotado- no son precisamente tranquilizadoras. Si el presidente logra un tercer mandato -por ley debe ser su último- continuará con la política de represión judicial, periodística y académica, manteniendo presencia militar en el norte sirio, persiguiendo a la minoría kurda y, en resumen, siendo un elemento incómodo pese a ser uno de los miembros fundadores de la OTAN. No se olvide la posición geoestratégica de Turquía, nación que es puerta de Europa y de Asia a la vez y con el segundo ejército mayor de la Alianza Atlántica. No gusta su persona en Washington ni tampoco en Bruselas. Joe Biden lo ha dicho abiertamente. Tal vez de una manera imprudente, aunque es bien sabido que la diplomacia no es una de las virtudes del viejo Joe. El máximo dirigente turco ha bloqueado la entrada de Suecia en la OTAN hasta que no entregue a todos los refugiados kurdos que residen en el país escandinavo y sigue empatizando con Vladímir Putin. Su actitud en la guerra ucraniana es muy ambigua. El líder ruso no ha tenido empacho al manifestar que prefiere seguir teniendo como interlocutor a Erdogan antes que Kiliçdaroglu.
¿Y si finalmente pierde el próximo día 28? La probabilidad entonces de que el país se sumerja en el caos y en la inestabilidad será grande. Más aún cuando el AKP acaba de revalidar la mayoría absoluta en el Parlamento. Erdogan, un político de verbo vehemente y tono bastante autoritario, podría abrir entonces la puerta y expulsar a los cuatro millones de refugiados sirios e iraquíes que malviven en el país y sembrar el caos en los países fronterizos de la UE. Turquía aceptó acogerles bajo pago de Bruselas.
«Si el presidente logra un tercer mandato continuará con la política de represión judicial, periodística y académica, manteniendo presencia militar en el norte sirio, persiguiendo a la minoría kurda y siendo un elemento incómodo pese a ser uno de los miembros fundadores de la OTAN»
Qué lejos quedan los primeros años del presente siglo cuando las cancillerías europeas se rifaban a Erdogan, querían conocerlo personalmente y reflexionaban sobre la oportunidad y la conveniencia de que Turquía finalmente ingresara en el club comunitario, un viejo deseo del país cristiano-musulmán que se remonta a los primeros sesenta del siglo pasado. Era la oportunidad de oro para la integración de la sociedad musulmana en la comunidad cristiana europea y a la larga una gran pieza para alcanzar la estabilidad en Oriente Próximo. Erdogan, que alcanzó gran popularidad como alcalde de Estambul, había fundado en 2002 el AKP y ganado ampliamente las elecciones legislativas un año más tarde. Turquía había suscrito un acuerdo para una unión aduanera con Bruselas en 1995. Con la llegada de Erdogan al poder, con la simpatía que emanaba este islamista moderno y reformista, gran parte de los países europeos consideraron que quizá era el momento de iniciar serias conversaciones para su ingreso en la UE. No faltarían naturalmente obstáculos empezando por el veto de Grecia y luego de Chipre una vez que la isla mediterránea ingresara en el club.
Francia, Inglaterra, también España veían con buenos ojos la apertura de negociaciones. Alemania era más reticente. Todos los Gobiernos europeos eran conscientes del serio problema que reportaría la entrada turca en la Unión: en el reparto de escaños en el Parlamento Europeo Turquía sería la nación con más diputados como consecuencia de ser la más poblada por encima de Alemania. ¡Eso sí que era un serio problema! Entretanto, Erdogan hacía esfuerzos para incorporar a la Constitución turca las exigencias innegociables del acervo comunitario. Abolió la pena de muerte, excarceló presos políticos y prometió libertad de prensa y religiosa. Todo discurría aparentemente muy bien. En el mismo 2003 los países miembros dieron el visto bueno a iniciar negociaciones, que formalmente comenzaron dos años después. Encallaron pronto y eso irritó sobremanera a Ankara. El propio Erdogan retiró la candidatura y es a día de hoy cuando se ha olvidado del viejo sueño y se inclina por una alianza contra Occidente.
A Recep Tayyip Erdogan, como a tantos políticos de todo signo, le sobró tiempo y le faltó dignidad para retirarse a tiempo. En su caso, sus veinte años en el poder, tuvieron una parte buena -los primeros diez años- en la que prosiguió con la modernización del país y el desarrollo de infraestructuras; los restantes y hasta hoy han emborronado su currículo. El tiempo nos descubrió un político autoritario, con inmensos deseos de perpetuarse en el gobierno mediante una reforma constitucional, que convirtió el régimen en presidencialista, lo cual permitió el recurso a abusar del decreto ley. El punto de inflexión fue ese oscuro intento de golpe de Estado, en julio de 2016, urdido, según él, por el religioso islamista Fetulá Gülen, refugiado en Estados Unidos. Es entonces cuando se desató una caza de brujas en todos lo sectores de la sociedad, especialmente en la judicatura, la prensa y la universidad. Una represión que todavía sigue.
Erdogan se ve fuerte para seguir otros cuatro años en el poder. Sabe que Estambul y Ankara los tiene perdidos, que sus alcaldes no lo apoyan, pero no así toda la población del interior del populoso país. La economía le ha pasado factura. Obviamente más a la población en general, pero en especial a las clases menos favorecidas. La dirige gastando dinero, aumentando la deuda y disparando la inflación que en estos momentos supera el 40% y destituyendo a los gobernadores del banco central que se oponen a sus políticas. Ya ha destituido a tres en los dos últimos años. El terremoto del pasado febrero, que causó más de 50.000 muertos y tres millones de desplazados, ha dejado en entredicho a su Gobierno por la mala gestión tras la calamidad, pero sobre todo por la deficiencia de los edificios que se derrumbaron como castillos de naipes y que evidenciaron la mala calidad de las construcciones y la corrupción de por medio.