Elecciones en Argentina: la bronca ganó al miedo
La democracia es el gran logro colectivo argentino, pero la fiesta tiene un presupuesto limitado por varios frentes
Milei será el próximo presidente de los argentinos después de una elección eterna marcada por una encrucijada, en segunda vuelta, entre dos posibles opciones que representan la dificultad de construir alternativas en la institucionalización post-populista.
Es la primera vez en la historia argentina que llega a la presidencia un candidato que no forma parte de las estructuras políticas tradicionales, que no cuenta con trayectoria en la gestión pública y que no disimula sus carencias. El estímulo de su candidatura ha sido producto de un peronismo (Massa) que sabe jugar en el largo plazo frente a una oposición muy incapaz de estrategias duraderas y estructurales. Divide y vencerás. Solo así se explica el resultado de las PASO y muy especialmente que el ministro de Economía de un país en quiebra consiguiera ser su alternativa para la segunda vuelta. El balotaje entre Massa y Milei es resultado de la oferta política, no de la demanda. Massa arriesgó, no jugó a ganar las PASO, sino a evitar a Larreta como candidato de Juntos por el Cambio. Sin él, había posibilidades. Pero el balotaje ha unificado lo que el peronismo separó.
El triunfo ha sido abrumador, con casi 11 puntos de diferencia entre Javier Milei (55,69% de los votos) y Sergio Massa (44,30%). El nivel de participación ha sido del 76,37% y los votos en blanco o nulos no han presentado una relevancia significativa.
En la primera vuelta, Massa consiguió, moviendo los mejores recursos disponibles desde el Ministerio de Economía, proteger el miedo a la pérdida de derechos con «plata y rosca política» frente a la bronca que representó Milei. Pero en un escenario a dos la opción de un cambio ha sido incuestionable por parte de la ciudadanía. Milei ha ganado en 21 de las 24 provincias, con la excepción de la provincia de Buenos Aires, Santiago del Estero y Formosa. En la primera de ellas, donde el aparato peronista fue fundamental en la primera vuelta, Milei consiguió ajustar a mínimos el triunfo de Massa e imposibilitar la diferencia que necesitaba el ministro en esta jurisdicción.
En este sentido, subyace otro dato novedoso en este proceso: la provincia de Buenos Aires no ha sido la madre de toda la batalla. Los resultados de La Libertad Avanza en Córdoba y Mendoza superan el 70%, recuperó provincias de Norte como Catamarca, La Rioja o Chaco. En Santa Cruz, la provincia del kirchnerismo, Milei ha sacado 10 puntos a Massa.
El hartazgo de los argentinos es un sentimiento generalizado que sin garantías ni certezas solo tiene claro un objetivo: el cambio. Incluso no castigó el mal desempeño de Milei en el último debate presidencial. Asumir este sentimiento fue el gran éxito del nuevo presidente, al que también acompañó la inexistencia absoluta de introspección crítica por parte del oficialismo.
Milei supo hacerse cargo de la motosierra y apuntar a todo: al Banco Central, a la casta, a la corrupción, al peso, a la historia de la democracia, al Papa, a los partidos políticos. Su «batalla cultural» encarnó toda la frustración acumulada. Aunque, también, en el final su equipo renovó su apuesta desde una perspectiva más moderada a través de un gran llamamiento: «No se dejen ganar por el miedo, porque el miedo paraliza y si se paraliza gana la maldita casta política, no dejemos que nos roben la vida, vamos y demos vuelta a las urnas».
Las elecciones de este domingo se han presentado por sus candidatos como un punto de inflexión histórico entre dos modelos irreconciliables que aspiran a decidir el rumbo definitivo del país. No hay nada de novedoso en ello. La falta de consenso y acuerdo sobre las respuestas al estancamiento económico y sus consecuencias sociales han sido recurrentes desde mediados de los setenta, pero se han agudizado en términos significativos en los últimos 12 años. El problema actual radica en la capacidad de abordar y resolver problemas complejos cuando la política está estancada y seriamente dañada.
Hemos visto a lo largo de la historia importantes momentos de diálogo entre partidos. Sin embargo, con la llegada del kirchnerismo al poder, la configuración sinonímica entre política, populismo y democracia ha dinamitado puentes. En este contexto, se han estrechado tanto las posibilidades de la política que ha perdido su valor como forma de organización social que, desde la negociación, el diálogo y la búsqueda de consenso, evita la imposición como resultado de decisiones para el bien común de sus ciudadanos.
Los resultados de las elecciones podrían dar lugar a nuevos incentivos para otras lógicas políticas, pero se necesitará tiempo para ver cómo se decantan los acontecimientos, qué forma adopta el escenario partidista y los liderazgos dentro del mismo. El primer dato es la inexistencia de bloques mayoritarios en el poder legislativo, circunstancia que suma dificultades a la nueva presidencia. En la Cámara de Diputados ninguna fuerza política tiene quorum propio, es decir, el número mínimo de legisladores para sesionar. La Libertad Avanza solo cuenta con 39 de 257 diputados que, en todo caso, sumando los diputados macristas consiguen un bloque de 80, muy lejos de los 129 que se necesitan para sesionar o de los 86 que se necesitan para bloquear un pedido de juicio político. Por otra parte, en el Senado el oficialismo puede conseguir una mayoría automática, pero necesita la colaboración de aliados provinciales.
El poder no se construye inmediatamente en un entorno tan polarizado y especialmente fragmentado. Pero dada la urgencia argentina en todo, la audacia política de Milei tendrá que ponerse a prueba en muy poco tiempo. Un presidente sin trayectoria de gestión, sin ningún gobernador de su partido, sin mayorías legislativas, tendrá que saber hacer eso que la política argentina se ha negado a poner en práctica en los últimos años para aprobar las leyes y convalidar decretos que requerirán de interacciones más complejas.
El próximo 10 de diciembre se celebran cuatro décadas de una democracia electoral consolidada que ha hecho de las elecciones libres, iguales y competitivas el mecanismo exclusivo de alternancia en el poder desde 1983. Durante este tiempo, que no ha sido fácil, se ha conseguido sortear importante crisis políticas, económicas y sociales sin la presencia de los militares en la escena política y dentro de los canales previstos de la constitución. La democracia es el gran logro colectivo argentino, de ahí la fuerza y alegría con la que se asume este aniversario en toda la sociedad. No obstante, la fiesta tiene un presupuesto limitado por varios frentes.
La democracia argentina funciona en términos electorales, ha mostrado resiliencia, no enfrenta conflictos violentos, pero todavía tienen un camino inconcluso en materia de rendición de cuentas, división de poderes, transparencia y corrupción. A esta altura no se cuestiona la arquitectura institucional, sino las prácticas políticas populistas y patrimonialistas que afectan al Estado y que, consecuentemente, permiten la duración de una democracia en condiciones de baja calidad.
Otro frente en este sentido es la reticencia y el conflicto innecesario abierto desde el nuevo equipo de gobierno a la lectura histórica de los derechos humanos, negando una parte muy importante del valor compartido del «nunca más». Si bien los riesgos para la gobernabilidad no son nuevos en la trayectoria política del país, sí lo es sumar a esto la ruptura del consenso democrático.
Finalmente, la fiesta de la democracia tiene deudas pendientes: la disponibilidad social y económica irresuelta. En estos momentos es imposible desviar la atención del pesimismo colectivo que se muestra incapaz de imaginar el futuro de esta democracia después del proceso electoral. Argentina vive una crisis de acumulación. La economía no responde: inflación, endeudamiento, déficit. La pobreza estructural del 40% afecta la matriz productiva, el consumo, la educación y supone un costo humano insostenible. La definición de causas y posibles soluciones en una sociedad altamente polarizada depende a quién se le pregunte.
Es más, a partir de ahora, ya no hay respuestas. Todo son preguntas, muy especialmente en términos de reconfiguración del sistema de partidos: las alianzas poselectorales del ganador, la relación de Massa con el kirchnerismo, de este último con el peronismo, de los sectores conservadores peronistas con el nuevo inquilino de la Casa Rosada y la posición de Cristina Kirchner y Mauricio Macri en todo este proceso.
En el caso de Cristina, ningún líder nacional peronista está tranquilo con otro peronista en la presidencia. Basta recordar el paso, o mejor dicho, la lucha, del prudente equilibrio a la posterior independencia que supo articular Néstor Kirchner frente Duhalde entre el 2003 y el 2005. Cristina lo sabe y Massa ya había empezado a mostrar señales de autonomía moderada y de construcción de redes fuera de la influencia de su madrina (o enemiga) política dueña, por su parte, de todo el poder político de la provincia de Buenos Aires.
Por otro lado, la evolución del centroderecha por el momento tiene grandes interrogantes de cara a la reconstrucción del espacio político, teniendo en cuenta que la Coalición Cívica y los radicales no están dispuestos a las negociaciones activas con Milei. Macri sabe que el antikirchnerismo ya no es la única bandera y que se necesita una importante revisión identitaria.
No podemos olvidar que, en el otro ángulo del ring, están los huérfanos de candidato, de líder, de representación. Aquellos que en esta segunda vuelta quedaron atrapados en la perplejidad absoluta de dos opciones imposibles. Ciudadanos, no peronistas, liberales, que ven el apoyo de Macri a Milei de forma inmediata y sin consulta como una apuesta de protección personal que dinamitó Juntos por el Cambio para buscar cobijo frente a las cuatro causas que tiene pendiente con la justicia. Ciudadanos que observan con alerta la evolución de una deriva de extremismo de derecha.
Milei es producto de los últimos años de la política argentina. Su estilo, sus propuestas reproducen prácticas rupturistas y antagónicas más que conocidas. El voto en contra ha sido más fuerte que las propuestas entre los candidatos. La desesperanza y la frustración ha conducido a los ciudadanos a tierra desconocida, pero con un mandato incuestionable: si la política va a ser parte de la solución tiene que ser otra política. El mandato de las urnas es indiscutible, pero el experimento político para dar salida a la posibilidad de volver a tener un rumbo colectivo como nación requiere de un liderazgo al que solo le quedan tres semanas para formar gobierno, articular relaciones estables y dar posibilidad al cambio esperado.
La fiesta de la democracia merecerá celebrarse si el resultado de las elecciones no esconde en su retórica la perdurabilidad de una democracia de baja calidad anclada en lógicas populistas que maquillan, avanzan, patean hacia adelante y no resuelven los problemas de la gente. Como alguna vez se ha dicho, los primeros días de gobierno serán fundamentales para demostrar que no estamos otra vez en la casilla de salida del 2003 para rehacer un camino agónico, antagónico y hegemonizante, esta vez desde el otro extremo, cuyo destino sabemos que está lleno de promesas incumplidas.
María Inés Fernández Peychaux es profesora del Máster en Acción Política de la Universidad Francisco de Vitoria.