THE OBJECTIVE
Enfoque global

De la belicosidad española

Un repaso a nuestra historia bélica puede arrojar mucha luz sobre nuestra posición geopolítica actual

De la belicosidad española

Detalle de 'Duelo a garrotazos' (1820-1823), por Francisco de Goya y Lucientes; una magistral representación de la tendencia hispana a la belicosidad cainita. | Museo del Prado

«Bellum quam otium malunt; si extraneus deest, domi hostem quærunt».

([Los hispanos] prefieren la guerra al descanso; si no encuentran enemigo extranjero, lo buscan en casa).

Marco Juniano Justino, ‘Epítome de la Historia Filípica de Pompeyo Trogo
Historiarum Philippicarum in epitomen redacti a M. Iuniano Iustino’, Liber XIVL, II, 2

La reciente caída de España al último puesto en la lista de gastos de defensa de los aliados de la OTAN en términos de porcentaje del Producto Interior Bruto (PIB) merece un análisis que busque las causas subyacentes. España ya llevaba años en los últimos lugares de la lista, generalmente seguida de Bélgica y Luxemburgo, pero en esta última entrega de las estadísticas elaboradas por la propia OTAN —lo que es una garantía de imparcialidad, pues, por más que los parámetros usados sean discutibles, son básicamente comunes a todos— los dos rivales de España por el farolillo rojo han superado finalmente a nuestra patria, que ha quedado como el ejemplo a no seguir.

Y ello en un contexto que, más que lo hicieron las poco medidas y toscamente expresadas amenazas de Donald Trump de que «en caso de ser reelegido animaría a los rusos a hacer ‘whatever the hell they want’ con los miembros de la OTAN que no sigan las directrices de gastos de defensa», está siendo conformado por la invasión rusa a su vecina Ucrania, que implica una amenaza cierta y tangible sobre otros vecinos de Rusia, aliados y por tanto acreedores de nuestra ayuda militar en aplicación del Artículo 5 del Tratado de Washington, o bien del Artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea, y ciertamente una amenaza a nuestro sistema democrático. Y por buenas razones, ya que ello no es sino un primer paso para la recreación de una «esfera de influencia» de difusos pero crecientes límites, amenazante y deletérea para todos los que estamos sólo un poco más allá, de la misma manera que la URSS estimulaba y rociaba con dinero los partidos comunistas de los países europeos libres, o la Alemania hitleriana a los fascismos más allá de sus conquistas directas.

Hoy, desaparecido el comunismo en Rusia y el fascismo o nazismo clásico de donde imperó, y desprestigiados ambos (aunque inexplicablemente no en igual medida), ello se manifestará sin duda en un acicate a las siempre latentes pulsiones autocráticas de algunos de nuestros más prominentes políticos, pues la tiranía como forma de gobierno es altamente contagiosa. Sobre todo para los aspirantes a tirano.

Pero para determinar si esa victoria en España de la mantequilla de Samuelson sobre los cañones ha sido decidida por los recientes Gobiernos de ambos partidos sistémicos por sus propias razones de cálculo económico, o en realidad refleja un sentimiento pacifista generalizado, tenemos una reciente (pero anterior a la invasión de Ucrania) estadística del Instituto Gallup que nos dice que la proporción de españoles que se declaran dispuestos a tomar las armas en defensa de su patria es un raquítico 21%, cifra que sólo deja detrás en Europa a Italia, Bélgica, Alemania y los Países Bajos (y ello a pesar de que otra estimación diferente, esta del CIS, encuentra que el 80% de los españoles, incluyendo en el promedio esas regiones que está usted pensando, están orgullosos de ser españoles). Cierto que hay que tomar esas cifras de desafección a las armas cum grano salis, porque un cambio en la situación geopolítica puede influir enormemente en los resultados de un día para otro; pero cifras simultáneas en Europa a nuestro 21%, como las de Finlandia o Turquía (74% y 73%) le dan a uno que pensar.

Añádase que un reciente Gobierno de España decidió convertir una gran unidad del Ejército de Tierra en un Cuerpo de Bomberos, ahora conocida como la Unidad Militar de Emergencias, como si fuese adecuado emplear de manera permanente unidades militares en misiones de protección civil, detrayendo personal, medios y recursos de los muy escasos de Defensa (ver más adelante) para un fin ajeno a ella que tiene, o debería tener, su propia organización civil, reclutamiento, y fondos económicos del Ministerio del Interior, y ello inexplicablemente con aplauso general. Y, añadiendo el insulto a la injuria, los miembros de esa unidad tienen acceso a una gratificaciones por servicios extraordinarios que no existen para el resto de las Fuerzas Armadas, sean como sean de extraordinarios los servicios que (frecuentemente) presten.

Entonces, ¿esa fama de belicosidad cultivada por nosotros mismos y publicitada nada menos que por Marco Juniano Justino, o tal vez el propio Pompeyo Trogo a quien aquel compendiaba, es ya falsa? ¿El antaño belicoso ibero se ha convertido en un pacifista convencido? Y si es así, ¿desde cuándo? Y sobre todo ¿por qué?

Breve paseo por la Historia

Desde la invasión de los árabes en 711 los hispano-godos se vieron envueltos en una guerra de Reconquista que duró nada menos que ocho siglos. Después, bajo los Austrias y los primeros Borbones la participación de España en guerras europeas fue notable, igual o superior a la nada despreciable media europea, aunque generalmente persiguiendo objetivos dinásticos, más que nacionales, en Flandes e Italia, o en defensa de la fe católica, contra el turco y contra el inglés. Diversas guerras, estas principalmente con Inglaterra, en defensa de nuestro comercio, como la llamada «de la oreja de Jenkins» o «del Asiento», o de nuestras posesiones americanas ambicionadas por otros, también formaron parte de esta variada lista. Mención especial merece la Guerra de Sucesión, una perfecta síntesis de guerra civil e internacional, de la stasis y la polemós de los griegos, que por buenas razones tenían semánticamente divididos ambos tipos de enfrentamiento. En fin, un menú completo de varios siglos que hubiera satisfecho al mismísimo Pompeyo Trogo.

Pero fue la Guerra de la Independencia en la que las fuerzas españolas donaron al mundo la muy española palabra «guerrilla» (aunque no tuvo nada de «guerra pequeñita»), y que también tuvo mucho de civil (stasis), además de la primaria defensa frente al invasor (polemós), la que  supuso un quiebro en esta serie, porque a partir de ella las guerras en que tomamos parte, bien nos fueron impuestas, como las de independencia de las naciones americanas o la del 98 contra EEUU (aunque formalmente España fue la que declaró esta guerra, nadie duda de la firme voluntad que hubo de evitarla), o bien fueron puramente civiles (las tres carlistas y la de 1936). 

Aunque no hayan sido guerras estrictamente hablando hay que mencionar que desde la de Independencia y durante todo el siglo XIX se produjeron en España nada menos que ocho pronunciamientos militares (Riego 1820, Torrijos 1831, la Granja 1836, Espartero 1840, Narváez 1843, la Vicalvarada 1854, Prim 1868 y Pavía 1874; de ellos la Vicalvarada resulta particularmente interesante porque coincidió exactamente con la Guerra de Crimea, y parece ser que el Zar contempló contribuir secretamente a la agitación en España para distraer fuerzas francesas, según el reputado historiador Orlando Figes en su excelente «Crimea», curioso precedente de la intervención rusa en la declaración de independencia catalana).

Sólo, entre los siglos XIX y XX, la Guerra del Pacífico se sale de estos patrones de enfrentamientos internos o guerras impuestas, siendo originada en busca de la satisfacción de unos agravios hoy casi incomprensibles. Incluso logramos evadir las dos grandes guerras del siglo XX, que se combatieron en nuestras puertas, en la primera porque la división en España respecto a ambos bandos era tan profunda que alcanzaba incluso a la Familia Real (Don Alfonso era partidario de los Imperios Centrales, Doña Victoria Eugenia de los Aliados), y la segunda por el grado de postración nacional tras una horrible Guerra Civil en la que acabó una República fallida, a pesar de una marcada preferencia por el Eje de la élite dominante tras la guerra.

Tampoco las dos Guerras de Marruecos fueron exactamente una muestra de belicosidad hispana. Ambas respondieron a agresiones deliberadas del marroquí (quien por cierto es el campeón mundial en la estadística de Gallup antes mencionada, con un increíble 94% de sus habitantes dispuestos a empuñar las armas en su defensa, sea lo que sea lo que para ellos significa «defensa»), en la primera (1859-1860) principalmente la agresión fue a Ceuta, en la segunda (1909-1927) a la zona de Melilla pero después en todo el Rif y el Yebala, y todo ello dentro del contexto de la Conferencia de Algeciras y el reparto allí acordado entre Francia y España del esfuerzo de pacificación de un Marruecos en total anarquía.

En pocas palabras, la belicosidad hispana, medida en la escala Justino-Trogo, decayó considerablemente a partir de la Guerra de la Independencia. Las guerras externas las rehuimos, participando tan solo en las que nos fueron impuestas. Ya no intentábamos buscar los enemigos fuera, nos dirigíamos casi siempre primero al mercado interior, este sí pletórico de enemigos con quien batirse. Y a partir de la Guerra Civil 1936-39 el horror a las armas subió inmediata y comprensiblemente. 

Menos comprensible es que la Guerra Civil de 1936-39 nos esté siendo continua y deliberadamente recordada por algunos partidos con un ánimo divisivo, lo que quizá sea un factor adicional en esa nueva actitud española ante la posibilidad de una guerra, cuya versión civil sin embargo no parece debamos temer hoy con una democracia asentada. Séneca el Viejo nos recuerda en sus Controversias (10.3.5) citando a Tito Labieno: «Optima civilis belli defensio oblivio est» (El olvido es la mejor manera de defenderse de los efectos de una guerra civil). Tampoco hoy debemos temer guerra con nuestros vecinos europeos, pues no hay registro de ninguna guerra entre dos democracias modernas. Más allá de nuestros vecinos europeos inmediatos es otro asunto, las autocracias se guían por otras reglas. Y los autócratas abundan en el mundo de hoy, felizmente fuera de Europa Occidental, pero con ésta dentro del alcance de sus maldades.

El presente

Pero si encontramos lo hasta aquí ocurrido demasiado remoto para conformar y calibrar el sentimiento de los españoles de hoy, debemos al menos examinar con más detalle la actitud nacional desde 1978, cuando la voluntad popular tras un largo paréntesis volvió a manifestarse a través de los partidos políticos en un sistema democrático, y tratar de dilucidar si hay como parece un inusitado desapego a la confrontación exterior, que Pompeyo Trogo encontraría atípico, y si es así averiguar si es intrínseco o consecuencia de la influencia de un cierto liderazgo.

El 30 de mayo de 1982, por decisión del Gobierno de Calvo-Sotelo, España firmó el Tratado del Atlántico Norte, entre cuyos objetivos declarados están los de «promover estabilidad y bienestar en el área del Atlántico Norte» y «la preservación de la paz y la seguridad», que no parece puedan ser objetados por nadie. España se  convertía así en el decimosexto Aliado de la Organización del Tratado, con la oposición interna explícita y dura del Partido Socialista Obrero Español entre otros, liderado aquel por Felipe González. Este último había visitado poco antes la URSS en compañía del que sería su Vicepresidente, Alfonso Guerra, y su futuro Ministro de Economía, Miguel Boyer, y allí obtuvieron del Secretario General Leonid Breznev la retirada del apoyo soviético al Partido Comunista de Santiago Carrillo a cambio de la promesa de sacar a España de la OTAN, todo ello envuelto en profesiones de fe pacifista y críticas a la división del mundo en dos bloques (en lo que, al parecer y según los peticionarios, el Partido Comunista de la Unión Soviética no debía tener ninguna responsabilidad).

El propósito de Calvo-Sotelo, más que ayudar a conformar la seguridad atlántica frente a la agresiva URSS, era indudablemente allanar el camino hacia la económicamente interesante integración en las instituciones europeas, en aquel entonces representadas por la Comunidad Económica Europea. Que la idea de ligar la adhesión a una organización defensiva como la OTAN a la ulterior pertenencia a las estructuras económicas europeas no era en absoluto descabellada lo demuestra el hecho de que de los 23 miembros (MS) de la UE que son hoy también Aliados de la OTAN, 21 fueron primero Aliados antes que Miembros (los dos restantes, Finlandia y Suecia, han sido los últimos en acceder a consecuencia de la amenaza rusa y su materialización con la invasión de Ucrania).

El referéndum

Apenas unos meses después de la entrada formal en la OTAN, en octubre de 1982, el Partido Socialista ganó las elecciones legislativas por mayoría absoluta y formó gobierno en diciembre siguiente, todavía con la espina clavada de la indeseada adhesión a la OTAN y vivos en la memoria los lemas que acuñaron para provocar un movimiento popular de rechazo a la decisión de Clavo-Sotelo: «la OTAN, de entrada no» y «OTAN no, bases fuera», que acompañaron a la promesa socialista de convocar un referéndum para salir de la OTAN. Como primera medida congelaron la incorporación —entonces en proceso— de diplomáticos y militares españoles a las estructuras de Bruselas. Apenas el Embajador (PERMREP), el Representante Militar (MILREP) y muy pocos más de apoyo llegaron a instalarse, quedando nuestras representaciones en precario, y ciertamente nadie en las estructuras de Mando, Estado Mayor Internacional o Secretariado Internacional.

Pero entre la toma de posesión del Gobierno socialista y la convocatoria del prometido referéndum sucedió un hecho que cambió por completo la situación: España fue admitida en la CEE (12 de junio de 1985, efectivo el 1 de enero de 1986), lo que además de confirmar lo acertado de la decisión de Calvo-Sotelo, indudablemente reducía las opciones para salir de una organización como la OTAN, con indudables lazos comunes, algo que otros dirigentes europeos, particularmente alemanes, en aquel momento afines al Partido Socialista español, le hicieron abundantemente claro a Felipe González con argumentos dialécticos y en especie (recordemos el «caso Flick»). 

Como solución al dilema que se le planteaba, la determinación que tomó el Gobierno de González fue de cumplir la promesa electoral de celebrar un referéndum sobre la pertenencia a la OTAN (no había precedentes de ello, todos los Aliados habían entrado por decisión del Gobierno, como es lógico para delicados asuntos de relaciones internacionales) pero abogando por la aceptación, magnificando hasta convertir falsamente en inexorable la ligazón entre OTAN y CEE, para lo que supeditó la continuación en la OTAN a tres condiciones explicitadas en la pregunta sometida a votación:

El Gobierno considera conveniente, para los intereses nacionales, que España permanezca en la Alianza Atlántica, y acuerda que dicha permanencia se establezca en los siguientes términos:

1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la estructura militar integrada.

2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en territorio español.

3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España.

¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?

El referéndum fue ganado por un escaso 57%, sin duda estimulados los votos afirmativos por el atractivo de esas condiciones (y por la promesa de Felipe González de dimitir si se perdía). Sin embargo, las condiciones 2 y 3 no resisten la más mínima inspección por inoperantes. La admisión de armas nucleares en el territorio es una cuestión soberana que unos Aliados aceptan y otros no. Concretamente, además de EEUU, Francia y el Reino Unido, poseedores de esas armas, Alemania, Bélgica, Italia, Países Bajos y Turquía las tienen en su territorio, no así los otros 24 Aliados.

En cuanto a la «presencia militar de los EEUU en España» es obvio que es independiente de la cualidad de Aliado: el envés de la condición lo demuestra, pues la propuesta parece indicar que en caso de rechazar la pertenencia a la OTAN las bases norteamericanas sí son permisibles; incongruencia de la que se sigue que las bases americanas y la condición de aliado no tienen nada que ver una con otra.

Los Acuerdos de Coordinación

He dejado para el final la primera condición porque esa sí que tenía sustancia, trajo consecuencias, y es pertinente a los fines de esta discusión sobre la belicosidad nacional. 

La no participación en la Estructura Militar Integrada (NATO Command Structure, o NCS) tenía un precedente, pero bastante endeble. Francia llevaba fuera de la estructura desde 1966, cuando el General De Gaulle decidió que ello era requerido para preservar la autonomía francesa en el ejercicio de la disuasión nuclear (de paso expulsó el Cuartel General de la OTAN de los alrededores de París y se tuvo que instalar en Bruselas). Por lo tanto, aunque la posibilidad de ser aliado sin estar en la NCS estaba demostrada con este precedente, las razones de fondo estaban muy lejos de ser las mismas.

El problema es que, en ausencia de una estructura de mando compartida, era preciso un mecanismo para de alguna manera coordinar la acción de las fuerzas españolas con las aliadas en caso de guerra, algo más fácil de enunciar que de acordar. Para ello se arbitró el desarrollo de seis Acuerdos de Coordinación, en los que se detallaba cómo operarían las fuerzas españolas conjuntamente con las aliadas en seis áreas o campos de acción: preservar la integridad del territorio español; defensa aérea de España y sus áreas adyacentes; defensa y control del Estrecho de Gibraltar y sus accesos; operaciones navales y aéreas en el Atlántico oriental; operaciones navales y aéreas en el Mediterráneo occidental; y provisión de territorio e instalaciones para recepción y tránsito de refuerzos y apoyo logístico, aéreo y marítimo. Asimismo los Acuerdos estipulaban las condiciones bajo las cuales los Mandos españoles y Aliados ejercían el mando y control operativo de las fuerzas asignadas.

De ellos, que se desarrollaron entre 1989 y 1992, participé en la discusión con los aliados y elaboración de los tres de carácter naval, incluido el del Estrecho que fue el último en acordarse. Y recuerdo vivamente el sentimiento de vergüenza que nos producía a los negociadores españoles una consecuencia inevitable de la implementación de aquella condición: España se aseguraba la ayuda aliada para defender su territorio y aguas atlánticas y mediterráneas próximas, pero quedaba descartada la asignación de fuerzas españolas en el simétrico (y más probable) caso de que uno o varios de nuestros aliados fuesen atacados. Ello en violación, si no de la letra, desde luego del espíritu del Artículo 5 del Tratado, además de que las cesiones de mando y control operativo de las fuerzas asignadas quedaban desequilibradas a favor de los mandos españoles. El hedor a egoísmo y falta de compromiso que ello desprendía era insufrible, pero las negociaciones fueron remota pero férreamente dirigidas por el Ministro de Defensa Narcís Serra, obviamente imbuido de la corrección de lo que se pretendía.

No presumiré saber lo que pasaba por la mente de los negociadores por el lado de la Alianza, pero supongo que su dirección política había asumido que ello era un efímero ejercicio de futilidad, así que el trabajo consistía en cubrir las apariencias hasta que la anomalía pudiera remediarse a su debido tiempo; incluso aceptaron que en 1997-98, un Oficial español mandase una de las fuerzas navales permanentes de la OTAN, la del Mediterráneo, lo que podría argumentarse que violentaba los Acuerdos de Coordinación. 

Si esa era su predicción, no les faltó razón porque poco tiempo después, en 1999, bajo el Gobierno de Aznar, España entró en la NCS y empezó a cubrir todos los puestos que numéricamente le correspondían en los Cuarteles Generales y en el Estado Mayor Internacional, que en otra primicia fue también dirigido por un español en 2004-2007. Cabe comentar que Francia también se reintegró a la NCS en el 2009, aunque hasta el día de hoy es el único aliado que no participa en el Nuclear Planning Group, un foro a nivel de Ministros de Defensa que se reúne regularmente.

No directamente relacionado con la pertenencia a la NCS, pero significativo no obstante a los efectos de normalización, fue el nombramiento de Javier Solana como Secretario General de la OTAN (1995-1999), cubriendo la precipitada salida del belga Willy Claes a causa de ciertos escándalos de cuando era Ministro de Economía de su país. El hecho de que Solana perteneciera al partido que se había opuesto tan vigorosamente a la entrada de España en la OTAN, incluso habiendo personalmente escrito un documento titulado «50 razones para decir no a la OTAN», no pareció haber influido negativamente en su selección, sobre todo habida cuenta de lo forzosamente apresurado de esta.

España, aliado pleno

Pero tras un período digamos de «luna de miel» con la OTAN, las reticencias nacionales a colaborar francamente con los Aliados comenzaron de nuevo a manifestarse. La creciente falta de belicosidad española quedó patentemente de manifiesto cuando la respuesta popular a los atentados del 11 de marzo de 2004 no fue un, por lo demás comprensible, deseo de venganza, como el de los americanos el 11 de septiembre de 2001, sino de resignada aceptación de que aquello había sido consecuencia de la participación española en la Guerra de Irak, y por lo tanto procedía aceptar lo que los instigadores de los atentados buscaban. Así, en abril de 2004, apenas el Gobierno de Rodríguez Zapatero —alentador de esta última idea— había tomado posesión, retiró las fuerzas españolas de Irak. Ciertamente no era una operación Aliada (la OTAN se resistió férreamente a participar en ello a pesar de la presión norteamericana), sino de una ‘coalition of the willing‘, no obstante ello causó cierta consternación entre los Aliados que sí participaban. La escasa entidad de nuestra contribución limitó el daño producido a las operaciones, pero desde el punto de vista reputacional fue importante.

Aún así ello no fue nada comparado por sus consecuencias con otra decisión del mismo Gobierno, mucho menos publicitada pero totalmente relacionada con operaciones de la OTAN. Apenas tres años más tarde, a principios de 2007, el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprovechó una reunión del Consejo Atlántico a nivel de Ministros de Defensa celebrada en Sevilla para anunciar que retiraba el Cuartel General de Cuerpo de Ejército de Bétera (Valencia) del turno que le correspondía en Afganistán, para el que llevaba años preparándose y para lo que su personal estaba ya prácticamente haciendo las maletas. 

Consternación no es la palabra adecuada para describir lo que causó, tal vez catástrofe se aproxime más. La nación que seguía en el turno declaró que no estaban preparados para adelantar tan drásticamente la toma de responsabilidad, y no había sustituto a la vista. Desde 2003, con mandato de las NNUU, la OTAN había tomado la responsabilidad de la International Security Assistance Force (ISAF), desplegando primero en Kabul, luego en el norte del país, el oeste después, el sur más tarde, y finalmente tomó la responsabilidad del sector sudeste de los EEUU, que sin embargo mantuvieron ciertas fuerzas allí no asignadas a la ISAF. Y fue en esta coyuntura cuando se produjo la deserción del Cuartel General español. Al excelente Secretario General Jaap de Hoop Scheffer no le quedó otra solución que recurrir a los EEUU, que acudieron al rescate ofreciendo tomar la responsabilidad total de la ISAF, imponiéndoseles la condición de mantener separados los dos «sombreros».

Así pues, en febrero de 2007 el General Dan K. McNeill, US Army, tomó el mando de la ISAF y ya no hubo más turnos nacionales. Inevitablemente los dos sombreros acabaron fundiéndose, y aunque formalmente manteniendo la responsabilidad de la ISAF ante el Consejo Atlántico, insensiblemente Afganistán acabó convirtiéndose en una mando netamente americano. Ello permitió que años más tarde, en 2021, cuando el recién inaugurado Presidente Biden decidió unilateralmente la retirada de las fuerzas americanas, ello supusiera automáticamente el fin de la ISAF, y que la precipitación y el desorden se contagiaran a todos los participantes. Esas fueron las catastróficas consecuencias de la deserción española de 2007.

Hoy

Hemos empezado hablando de los recursos que los Gobiernos de los últimos años han dedicado a Defensa, que no se pueden calificar sino de míseros. Hace ya diez años que el Gobierno entonces de Rajoy asumió en la OTAN el compromiso de dedicar a Defensa al menos el 2% del PIB, compromiso reiterado recientemente por el Gobierno de Sánchez. Pues bien, diez años después el progreso ha sido nulo o inapreciable, y la estimación más optimista (la del Gobierno) pone la fecha de alcanzarlo en 2029, quince años después del compromiso inicial, de lo que ambos partidos son responsables.

Naturalmente ello es objeto de crítica. Nacionalmente muy poca, prácticamente limitada a revistas especializadas, pero la mera presentación de los datos en documentos oficiales de la OTAN es ya una acusación implícita y poco velada. Por ello desde el Gobierno y sus aledaños se aportan factores que presuntamente excusarían tamaña parsimonia. Citan, sin embargo, que de la distribución recomendada de gastos entre personal y material el Gobierno español excede la media europea por el lado del material; y que las Fuerzas Armadas españolas contribuyen generosamente a operaciones aliadas, de la OTAN y de las NNUU. Ambas cosas son ciertas, pero la segunda es irrelevante a los efectos de la discusión, y la primera tiene una derivada negativa: si los gastos en material son proporcionalmente generosos es porque los gastos en personal son misérrimos; y un componente no tan evidente pero muy cierto: los programas de obtención de material militar se deciden en función de la conveniencia de la industria y su carga de trabajo, más que de las genuinas necesidades militares.

Repetidamente se ha pedido equiparar los sueldos militares a los de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE), objetivo nada desatinado, ya que las equiparaciones de grados y escalas son relativamente fáciles. Numéricamente también tiene sentido: las Fuerzas Armadas (FAS) cuentan con unas 120.000 personas, la Guardia Civil 80.000, la Policía Nacional 70.000, y las Policías autonómicas cerca de 30.000, con lo que el total de FCSE alcanza unas 180.000 personas, vez y media lo de todas las FAS. El resultado ha sido que, partiendo de una situación en 2018 en que los sueldos de las FCSE eran ya más que envidiables para las FAS, las primeras los han visto incrementados estos últimos años entre 500€ y 800€ al mes, mientras que a las menesterosas FAS tan sólo se les ha aumentado una décima parte de esas cantidades, con lo que la distancia se ha agrandado en vez de reducirse como imponía la lógica.

No es pues extraño que las plantillas no se cubran, con una tendencia negativa desde aproximadamente 2010, y un déficit actual del 15% aproximadamente. Con la afición a las armas en declive y sueldos bajos, la profesión militar no es competitiva en el mercado del trabajo español.

Conclusiones

Este repaso por la historia nos dice que la antiguamente afamada belicosidad hispana se fue desvaneciendo, y en los últimos dos siglos parece que la disyuntiva de Trogo entre polemós y stasis se fue inclinando por la última, no ya como si los enemigos exteriores no fueran prioritarios, sino como si no existieran. Finalmente, en los últimos 80 años incluso los enemigos internos parecen haber desaparecido, la parte más positiva de este largo proceso.

Pero no todo son buenas noticias, por más que el pacifismo resulte moralmente satisfactorio. El hecho es que el mundo exterior mantiene viva la capacidad y voluntad de ofensa. Aún peor, el alcance de la capacidad ofensiva, bien física o de comunicación, hacen que entidades hostiles pero lejanas que antaño podían despreciarse por hipotéticas o inefectivas, hoy en día son amenazas reales y efectivas. Los intereses nacionales a su vez alcanzan más lejos, gracias al comercio, las comunicaciones y la capacidad viajera, y son por ello más vulnerables. El mundo, en una palabra, se ha convertido en un lugar más hostil y peligroso.

En estas condiciones, las sociedades por pacíficas que se sientan tienen que confiar en que el Estado las proteja. Y éste, desaparecidos ya los tiempos de le peuple en armes que patentó la Revolución Francesa debe organizar unas fuerzas armadas profesionales y de tal entidad que, lo primero de todo, disuadan a los enemigos en potencia, y si no lo consiguen, les derroten en un campo de batalla lo más alejado posible del territorio nacional.

No es casualidad que este mundo complejo y amenazante haya hecho que una Alianza estrictamente defensiva, como es la OTAN, haya crecido desde los doce miembros iniciales hasta los actuales 32. Y cabe añadir que todos los que se incorporaron después de España lo han hecho con gran entusiasmo, cubriendo los puestos asignados y dedicando los presupuestos requeridos. Pero España, como se ha comentado antes, no solo dedica una cifra mezquina a la defensa; no solo dedica una parte de esos recursos escasos a fines no de defensa sino de protección civil, como se ha hecho notar; no solo da prioridad a proyectos de sistemas de armas que convienen a la industria pero no necesariamente a la defensa; es que además ni siquiera cubre los puestos asignados: en estos momentos están sin cubrirse entre el 20% y el 30% de los puestos asignados a España en el Cuartel General de la OTAN, en los de SHAPE (Mons) y Norfolk, y en los de otros mandos subordinados (Brunssum, Bydgoszcz, Izmir, Nápoles, Northwood, Oeiras, Ramstein, Stavanger).

Esta escasez además redunda en una inferior capacidad para cubrir los puestos de más responsabilidad, y por lo tanto de más influencia, que al menos cuando son por elección interna (es el caso del Presidente del Comité Militar y del Director del Estado Mayor Internacional) suelen ir a quien ha acumulado años de experiencia OTAN en otros puestos inferiores. En más de 40 años no ha cubierto nunca España el primero de los mencionados, y solo una vez el segundo, mientras que aliados mucho más débiles militarmente como los Países Bajos o Dinamarca los han cubierto múltiples veces, no digamos otros más poderosos como Alemania o el Reino Unido.Desgraciadamente el Gobierno, cuyo primer deseo es perpetuar en el poder al partido que le sustenta, busca para ello votos.

Como famosamente dijo Jean-Claude Juncker, entonces Presidente de la Comisión Europea, «los gobernantes sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si lo hacemos». La tentación, pues, de cultivar la vena pacifista en nuestro país es irresistible. Pero con ello el Gobierno estará incumpliendo su primera obligación, que es proteger a la nación. Y no lo hace, no nos protege, porque invierte poco en defensa, y hace además la carrera de las armas poco atractiva con bajos sueldos y escasa consideración social. Y ya lo dijo Napoleón: «C’est la soupe qui fait le soldat».

Fernando del Pozo es almirante (ret.) y analista de Seguridad del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.

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