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Trump y Sánchez: la infiltración de los indeseables

Es alarmante la frecuencia con que llegan al poder líderes políticos que ponen la democracia a su servicio, destruyéndola

Trump y Sánchez: la infiltración de los indeseables

Ilustración de Alejandra Svriz.

El triunfo aplastante de Donald Trump en las recientes elecciones norteamericanas parece haber suscitado un entusiasmo en la opinión española mucho mayor que su triunfo anterior en 2016. Una muestra probatoria, pequeña pero elocuente, la constituyen las reacciones casi unánimemente hostiles de los lectores a los mesurados artículos de Antonio Caño y Joaquín Leguina en THE OBJECTIVE acerca de dicho triunfo. Caño y Leguina consideraban la victoria de Trump una mala noticia, y razonaban su opinión de manera moderada, sin invectivas ni frases altisonantes. Los lectores, sin embargo, los criticaban acerbamente y con pocos matices. Algo parecido he detectado en conversaciones con amigos, en quienes recientemente he observado un inusitado apoyo a Trump que hace años no mostraban.

Yo atribuyo esta mutación de opiniones en España a la polarización y al hartazgo que produce la prolongación interminable del mandato de Pedro Sánchez, quien, después de haber perdido dos elecciones consecutivas, se perpetúa en el poder de manera, si no ilegal, sí claramente ilegítima, pactando desafueros desde su posición de extrema debilidad con partidos marginales y enemigos declarados de la nación española a la que supuestamente representa el resiliente inquilino de la Moncloa, todo ello sin otra finalidad que conservar la condición de inquilino. Me temo que la táctica infame de justificar su irregular adherencia al poder demonizando a los partidos de oposición, que representan, como poco, a la mitad del pueblo español, y no manifiestan ninguna propensión separatista ni terrorista, ha acabado por producir sus efectos y favorecer una actitud igualmente intransigente en la opinión opuesta al sanchismo. La repetición mecánica del estribillo «extrema derecha» para justificar cualquier tropelía gubernamental, o cualquier susto pánico del fugitivo presidente, ha logrado empujar hacia esa posición a muchos que antes no estaban en ella.

Independientemente de sus ideologías, Trump y Sánchez tienen en común algunos rasgos peligrosos para la democracia en sus respectivos países; en particular son ambos lenguaraces, mentirosos y demagogos, y utilizan como armas políticas la calumnia y la descalificación radical del contrario, produciendo así una división artificial pero muy dañina, que amenaza el funcionamiento de las respectivas democracias, las cuales no pueden funcionar sin un mínimo de tolerancia y respeto entre los partidos políticos. Sus presidencias (una fuerte, la otra débil y tambaleante) suscitan naturalmente la inquietud entre todos aquellos que están preocupados por la integridad y el futuro de la democracia en sus respectivos países, independientemente del credo político que suscriban. No me cansaré de insistir en que, en las democracias actuales, la división derecha-izquierda tiene muy poca trascendencia, es poco más que un trapo rojo agitado por los demagogos para asegurarse la fidelidad de sus bases.

Así las cosas, uno se pregunta y se alarma por la frecuencia con que llegan al poder en muchos países políticos de este tipo que, una vez asentados en él, utilizan todos los recursos que ese mismo poder les da para poner la democracia a su servicio, desvirtuándola y, a la larga, destruyéndola. Los ejemplos abundan: Orbán, Putin, Erdogan, Chávez, Bukele, Daniel Ortega, y un copioso etcétera, siendo Mussolini, Hitler y Perón los modelos originales. Es un problema muy complejo el de diseñar un mecanismo o instrumento político que pueda impedir el acceso al poder de este tipo de individuos, o, en el caso de que lo logren, de cómo obstaculizar o, a ser posible, impedir su colonización y control de las instituciones hasta hacerse dictadores de hecho. El problema es complejo porque es imposible dar una norma escrita que los tipifique, señale y paralice.

Son la sociedad y el sistema político los que tienen que actuar como filtro de los indeseables, identificándolos y apartándolos de la senda del poder; es verdad, sin embargo, que ciertas normas legales pueden dificultar el asalto. Una muy sencilla, que probablemente ponga coto a las ansias de poder y de venganza de Trump es la limitación de mandatos. Trump tiene estrictamente limitado el tiempo de su mandato por la enmienda número 22 de la Constitución: cuatro años, no más, porque ésta es su segunda elección. Inmediatamente después de tomar posesión, Trump se convertirá en lo que allí se llama un lame duck, un pato cojo, un gobernante con el tiempo tasado. En España no hay, por desgracia, tal limitación de mandatos. José María Aznar pensó introducir tal enmienda, pero no llegó a hacerlo, quizá por falta de tiempo; hubiera debido tratar de lograr un tercer mandato para poder terminar con los terceros mandatos. Desgraciadamente, no lo hizo. Mariano Rajoy, poco ambicioso y muy miope en política, probablemente ni consideró la posibilidad de acometer tan ardua tarea. 

«El filtraje de candidatos es un papel que corresponde a los partidos políticos»

Otro grave defecto de nuestra legislación institucional es la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas locales, que permite una de las muchas lacras de nuestra política: la ausencia de grandes coaliciones. La mayor responsabilidad en esta materia es del PSOE, en especial del de Sánchez, con sus descalificaciones sistemáticas, pero el PP también tiene su parte de culpa. El excluir del Congreso a todo partido que no tenga apoyo de, por ejemplo, el 5% del electorado, disminuiría el poder de esos micropartidos locales que llevan casi medio siglo socavando las bases de la nación española en aras del separatismo y la desigualdad, y beneficiándose a costa del resto de la nación. Esta medida, por otra parte, se aplica en varios parlamentos autonómicos (el de Madrid, por ejemplo) y en parlamentos europeos como el alemán o el sueco, y en España estaría especialmente justificada.

Como señalan Levitsky y Ziblatt en su libro sobre la muerte de las democracias, el filtraje de candidatos es un papel que corresponde a los partidos políticos. Pueden citarse muchos ejemplos de energúmenos, demagogos, y otros sujetos de apariencia peligrosa que han sido apartados de las listas electorales por sus propios partidos, o de coaliciones de varios partidos para cerrar el paso de candidatos de otro partido estimados peligrosos. Frecuentemente esta labor de filtración se lleva a cabo con apoyo popular directo, generalmente el de los propios militantes. Sin embargo, los partidos pueden fallar. En particular, los que están en decadencia son muy vulnerables a los cánticos de sirena de los demagogos y, ése ha sido precisamente el caso de nuestros indeseables favoritos, Trump y Sánchez. El Partido Republicano en Estados Unidos llevaba, hasta esta última elección, varios decenios sin sacar mayoría en el voto popular: las anteriores elecciones de Trump en 2016, y Bush Jr. en 2000, fueron posibles sólo por haber ganado en compromisarios. Ante esta debilidad, y aunque hubo muy fuerte oposición a la candidatura de Trump en 2016, su gran popularidad hizo que el partido terminara cediendo en aras de una posible victoria, como así fue, aunque de nuevo muy ajustada. 

Algo parecido ocurrió con el PSOE, que, agotado el programa socialdemócrata, entró en estado de shock ante los dos mandatos consecutivos de Aznar y decidió cambiar de piel, abandonar la socialdemocracia histórica y convertirse en un partido populista y woke, amén de recurrir a toda clase de artimañas espurias y nunca aclaradas (las bombas de Atocha) y a pactos contra natura, como los que permitieron la moción de censura de 2018 y la escandalosa investidura de 2023. Pero además de esto, el PSOE estuvo a punto de expulsar a Sánchez del partido por acusaciones de intento de pucherazo en unas elecciones internas en 2014. No lo hizo, y en plena crisis del partido, Sánchez logró ser reelegido secretario general y, cuatro años más tarde, desbancar a Rajoy en la presidencia gracias a su primer pacto con separatistas y terroristas. Como los republicanos ante Trump, los socialistas se rindieron ante un indeseable porque alcanzó el poder.

«Esta labor de limpieza ética ha ocurrido, si bien una sola vez, en un partido español y de una manera sorprendente: a cargo de Ayuso»

Los partidos políticos son entes demasiado dependientes de las expectativas electorales para ser de fiar en su labor ética de limpiar la política de indeseables. Los españoles, por añadidura, son, contra lo que manda la Constitución, muy poco democráticos, organizados de forma piramidal con todo el poder en la cúspide (esto se debe sobre todo al sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, como en otro lugar he comentado: El Mundo, 29-XII-23). Sin embargo, esta labor de limpieza ética ha ocurrido, si bien una sola vez, en un partido español y de una manera realmente sorprendente: a cargo de una mujer, que se rebeló contra el presidente de su partido al que desalojó de su puesto.

Sí, hay mujeres que tienen más redaños que los hombres; y, sí, me refiero a Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, a la que Pablo Casado, el presidente de su propio partido, estaba tratando de denunciar falsamente, con la complicidad el PSOE, porque tenía celos políticos de ella. Y contra todo pronóstico, la pirámide no pudo con Ayuso, que contó con el apoyo masivo de los militantes del partido. Casado tuvo que dimitir, y fue sustituido por el actual presidente, Alberto Núñez Feijóo. Fue algo inusitado, sin precedentes, en que un David femenino derrocó a un Goliat jerárquico y traicionero. Yo creo que ni este conjunto de pusilánimes que integran la directiva del PP se han dado cuenta de la singularidad de lo que ocurrió en su partido en la primavera de 2022. El PSOE estuvo a punto de hacer algo parecido en 2014, pero no remató la faena, y Sánchez se volvió a colar dentro. Tampoco la remató el PP, expulsando a Casado. Aunque no parece que éste tenga ya posibilidades, la ética y la estética siguen exigiendo la expulsión.

Resumiendo: el caso es que Trump y Sánchez están ahí. Las consecuencias en España están siendo catastróficas. Ya veremos qué ocurre con Trump.

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