Una Commonwealth hispana, ¿para qué?
«Las cumbres iberoamericanas ya ofrecen un espacio de diálogo y cooperación entre las naciones hispanohablantes»
Imaginemos a un grupo de intelectuales y políticos españoles reunidos en un elegante salón acariciando la idea de una «Commonwealth hispana». Estos visionarios, entre humo de puros y copas de brandy, fantasean con una red de países hispanohablantes unidos bajo el manto de la vieja Madre Patria, una estructura que, según su iluminada visión, devolvería a España su perdido lugar en el concierto de las naciones. Pero ¿realmente tiene sentido tal propuesta? La respuesta es un rotundo no, y las razones para ello son múltiples y bien contundentes.
Durante el siglo XIX y principios del XX, el Imperio Británico, la potencia colonial más grande que jamás había visto el mundo, comenzó a enfrentar demandas de autonomía por parte de sus colonias de población, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda, lo que dio lugar al concepto de «dominios», territorios con autogobierno dentro del Imperio. Este proceso alcanzó un punto crucial con la Declaración de Balfour en 1926, que reconoció a los dominios como comunidades autónomas, iguales en estatus al Reino Unido y no subordinadas en asuntos internos o externos, un principio que se formalizó en el Estatuto de Westminster de 1931, otorgándoles plena autonomía legislativa y consolidando el concepto de la Mancomunidad Británica de Naciones como una asociación de estados independientes.
Hoy, la Mancomunidad británica de Naciones no es más que una sombra del viejo Imperio Británico, una suerte de club social con tintes de añoranza colonial. Surgió de un proceso emancipador que, si bien no estuvo exento de conflictos, fue relativamente ordenado y permitió al Reino Unido mantener lazos simbólicos con sus antiguas colonias. El imperio colonial Británico, finalmente, se deshizo tras la Segunda Guerra Mundial y se desmontó de manera pacífica. Ello permitió que los nuevos países independientes decidieran mantener un vínculo voluntario con la antigua metrópoli.
Hoy la Commonwealth es una red diplomática y cultural que reúne a países muy diversos. 15 de los 56 Estados de la Mancomunidad reconocen a Carlos III de Inglaterra como jefe de Estado, pero su papel es puramente simbólico, es decir, no tiene ningún poder político efectivo. La utilidad práctica de la Commonwealth es limitada y más bien ornamental: un foro de diálogo, algunas becas y programas educativos, y un evento deportivo cada cuatro años que ya quisiera tener la relevancia de los Juegos Olímpicos. En el fondo, la Commonwealth sobrevive como un vestigio de tiempos mejores para Londres, pero poco más.
En el caso español, la historia es completamente distinta. Las independencias hispanoamericanas del siglo XIX fueron un proceso traumático, marcado por guerras, enfrentamientos fratricidas y resentimientos profundos hacia la Península. Las nuevas repúblicas hispanoamericanas buscaron afirmar su soberanía y construir identidades nacionales independientes, sin deseos de mantener lazos institucionales que les recordasen el pasado que les unió a España. Y para ello han echado mano de la Leyenda Negra cuando ha sido necesario. España, a diferencia de la Gran Bretaña, no tuvo la oportunidad de negociar su salida; perdió su imperio de manera violenta y quedó sumida en una crisis de identidad que aún resuena en ciertas corrientes intelectuales.
En este contexto, proponer una «Commonwealth hispana» es una fantasía política ridícula propia de españoles con ciertos complejos que miran todo lo que viene de Inglaterra con una mezcla insana de odio y envidia. Además, esta idea de una comunidad hispánica suele estar impregnada de nostalgias imperiales y visiones políticas anacrónicas. Algunos autodenominados «hispanistas” sueñan con un resurgimiento geopolítico que incluiría una unión entre España y América Hispana, desligándose de Europa. En esencia, una «gran Reunificación” que nos haría más grandes y más fuertes. Este discurso, vestido de victimismo y animado por una retórica antieuropea y antioccidental, se enmarca en un neohispanismo político (o indigenismo hispano) ultranacionalista que pervierte la historia para construir una narrativa sentimental y una fe fundante. En realidad, lo que subyace en estos movimientos es una profunda aversión al liberalismo y al capitalismo anglosajón, identificados erróneamente como enemigos de la «civilización hispánica».
Por otra parte, los desafíos que enfrentan los países hispanoamericanos —narcotráfico, corrupción, populismo, desigualdad social, inseguridad jurídica—hacen inviable cualquier proyecto político serio de integración que pretenda incluir a España. Sería un suicidio para los españoles. ¿Por qué habríamos de integrarnos en un proyecto político con Cuba o Venezuela? Pretender algo tan ambicioso como un mercado común tipo Mercosur (que nunca ha alcanzado una integración económica plena) o una moneda única al estilo de la Unión Europea, no es más que una utopía que ignora las realidades políticas, económicas y sociales de las partes implicadas.
Las cumbres iberoamericanas ya ofrecen un espacio de diálogo y cooperación entre las naciones hispanohablantes, aunque su alcance sea limitado y se centre más en iniciativas culturales y educativas que en una integración profunda, innecesaria, por otro lado. De hecho, las Cumbres Iberoamericanas, tienen un papel muy similar al que ahora tiene la Commonwealth en el mundo anglo.
Es cierto que el idioma español y el patrimonio cultural compartido ofrecen una base para la cooperación y el entendimiento mutuo. Pero esa conexión ya se explora y fomenta a través de instituciones como la RAE, el Instituto Cervantes o la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) y las cumbres mencionadas. Pero es que el español se defiende muy bien él solito, sin impulso estatal. El número de hispanohablantes no deja de crecer (ya somos 600 millones en todo el planeta). Pretender que una «Commonwealth hispana» podría añadir algo significativo a esta imparable dinámica es no comprender la diferencia entre los fuertes vínculos históricos y culturales, que son innegables, y la arquitectura política y económica, que requiere un nivel de coordinación y confianza que simplemente no existe, ni va a existir. Y no es un drama, porque el poder de nuestro idioma y de nuestra cultura no necesita de nuevas instituciones, ni de cambios políticos estructurales.
En última instancia, estas propuestas de «reunificación hispánica» no son más que sueños nostálgicos que sirven como munición para narrativas políticas de corte reaccionario. La historia no se mueve hacia atrás, y las relaciones internacionales del siglo XXI no se construyen sobre los moldes de imperios pasados. La nostalgia imperial alimenta un discurso que distorsiona el pasado y crea expectativas irreales para el futuro. El futuro de España y de los países hispanoamericanos no pasa por la recreación de un imperio perdido ni por la imitación de obsoletos modelos extranjeros, sino por la construcción de relaciones basadas en el respeto mutuo, el entendimiento cultural y la cooperación práctica. España es, y debe seguir siendo, un país europeo que encuentra en su pertenencia a la Unión Europea y en su compromiso con los valores democráticos, liberales y occidentales su mejor carta de presentación. La idea de una «Commonwealth hispana» puede ser un tema interesante para un debate académico o para una novela de ciencia ficción, pero en el mundo real, no es más que un sujetamélcubata de salón, de salón elegante, eso sí.