La diaria devastación de Trump
¿Cuánto tiempo puede aguantar EEUU y el resto del mundo este ritmo de barbaridades, ignorancia y desprecio?

Donald Trump. | Kevin Lamarque (Reuters)
«Quién lo iba a decir» es una frase que está perdiendo frescura a marchas forzadas. Ocurre cuando una expresión se repite por lo menos una vez al día referida a un mismo elemento. El que nos ocupa hoy es Estados Unidos. Quién lo iba a decir: EEUU votando en la ONU con Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Guinea Ecuatorial, Haití, Eritrea, Nicaragua, Palaos (no, tranquilos: yo tampoco sabía que el archipiélago de Palaos, en Micronesia, era un Estado)…
Así hasta 19 países. Ocurrió este lunes: la posición de una de las democracias más antiguas del mundo coincidió con la de las mencionadas dictaduras -Palaos es un protectorado de Washington- y con la de otros países: sin sorpresas en el caso de la autocracia húngara y, por desgracia, también sin sorpresas en el caso de Israel: Viktor Orbán y Bibi Netanyahu tienen un colega en la Casa Blanca. El voto, por cierto, decía no a una resolución titulada «Impulsar una paz global, justa y duradera en Ucrania», que pide la desescalada, el cese de las hostilidades y una salida pacífica para la guerra de Ucrania. 93 votos a favor, 18 en contra y 65 abstenciones (ahí se refugiaron China, Cuba y otros ejemplos de democracia).
Quién lo iba a decir: un Trump cuyo pasado es cada vez más sospechoso en cuanto a sus relaciones y compromisos con el Kremlin une a los europeos en la defensa de las reglas de juego y en el cumplimiento de los compromisos de ayuda a un país europeo invadido por Rusia –Ucrania– y traicionado por el Gobierno estadounidense y los que le apoyan ciegamente. Tarde y sin duda con enormes problemas por delante, los europeos -con algunas excepciones, desde el prorruso Viktor Orbán hasta el prorruso Santiago Abascal- se han dado cuenta de que tienen que organizar su seguridad y su economía sin contar con EEUU por primera vez en… en mucho tiempo. Y de que el respeto de la ley y de los valores democráticos descansa más que nunca sobre sus espaldas, porque Washington entiende mejor a Pekín y a Moscú que a Bruselas.
Quién lo iba a decir: hay estadounidenses furiosos por todo el país al darse cuenta de la enorme cantidad de consecuencias funestas e inesperadas que tienen las decisiones del nuevo presidente. Los más enfadados son los que votaron a Trump creyendo que se iban a recortar los precios de los alimentos y se están encontrando con que las cuentas del supermercado siguen igual, pero que lo que sí se están recortando son los servicios y las ayudas oficiales. Hay una legión de nuevos despedidos cada día, y empieza a ser raro no conocer a alguien que ha perdido el empleo. Las protestas llegan a los congresistas, y los republicanos –los que no tienen miedo, pocos aún, lo dicen en voz alta—se dan cuenta de que queda poco más de año y medio para las próximas elecciones legislativas.
Quién iba a pensar que un brillante y suicida destroyer como Elon Musk iba a emplear el juguete que le ha regalado Trump -DOGE, Departamento de Eficiencia Gubernamental- para hacer saltar por los aires programas y agencias que podían tener un exceso de burocracia, pero que también garantizaban tareas importantes y a veces imprescindibles en investigación, seguridad, defensa, protección de los veteranos, sanidad, medicina, vacunas, enseñanza, servicios, cooperación internacional… Los no menos brillantes e incompetentes chicos de las tijeras de Musk siembran el caos, y las consecuencias no deseadas se extienden por todo el país. Si el hombre más rico del mundo sigue desatado con la motosierra, pronto la oleada antiTrump recordará mucho a la oleada proTrump de no hace tanto tiempo.
Y quién iba a pensar, en estos tiempos tan pacíficos y estables, que les parecería una buena idea hacer una purga en el FBI, la CIA y la cúpula militar. Claro que hay que sanear y eliminar burocracia, pero ¿eso incluye el despido del presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, de la jefa de Operaciones Navales de la Armada, del número dos de la Fuerza Aérea y, lo que es peor, de los responsables jurídicos de los tres ejércitos? Quién lo iba a decir, un Gobierno que quiere obligar a las fuerzas armadas a tragarse su agenda política.
Quién lo iba a decir: la Casa Blanca impone reglas a los medios y decide, en lugar de que lo haga la Asociación de Corresponsales, qué periodistas pueden entrar en la sala de prensa, acompañar a Trump en sus viajes y hacerle preguntas (¿no suena esto un poco a La Moncloa, que acaba de aprobar una ley para la «transparencia y regulación de los medios» con la que busca controlarlos y ahogar a los críticos?). Y cómo se contagia esta querencia autoritaria: ahí está la orden de Jeff Bezos, propietario de The Washington Post, de que el diario publique en su sección de Opinión solo artículos «sobre libertades personales y los mercados libres». Las opiniones contrarias, que las publiquen otros, dice Bezos, que considera «innecesario» que los periódicos difundan puntos de vista diversos en sus secciones de Opinión.
¿Para qué hablar de las tonterías ignorantes de cada día sobre Ucrania, Europa o Canadá que delatan la ignorancia de Trump, de Elon Musk y de los pésimos representantes de la nueva Administración? ¿Para qué detenernos en ese infame vídeo de Gaza convertida en la Riviera adoradora de un Trump de oro? ¿Para qué seguir buscando ejemplos de barbaridades cuando son muchas más de las que podemos absorber?
¿Y para cuándo el final de esta destrucción de los mecanismos democráticos y de exigencia de responsabilidades en una democracia estadounidense puesta a prueba por el populismo destructivo como pocas veces en su historia contemporánea? ¿Para cuándo el final de esta agitación internacional disparatada que juega a favor de las autocracias y las dictaduras y en contra de las democracias?