THE OBJECTIVE
Internacional

De Portsmouth a Putin: 120 años de treguas rotas por Rusia

Desde 1905, el estado ruso no ha respetado un solo tratado de paz en el que haya sido parte directamente beligerante

De Portsmouth a Putin: 120 años de treguas rotas por Rusia

Vladimir Putin, en un desfile del Día de la Victoria | Europa Press

El reciente alto el fuego parcial acordado entre Rusia y Estados Unidos, centrado en la protección de infraestructuras energéticas en Ucrania, ha sido recibido con escepticismo por buena parte del mundo occidental. Aunque la pausa acordada podría suponer un respiro momentáneo para la población civil, la historia sugiere otra cosa: cada tregua firmada por Moscú suele esconder un cálculo estratégico, no una voluntad real de paz.

Desde el Tratado de Portsmouth en 1905, que puso fin a la guerra ruso-japonesa, Rusia no ha respetado de forma sostenida ningún acuerdo de paz en el que haya participado como parte directamente implicada en un conflicto interestatal. La excepción parcial —el Tratado de Brest-Litovsk de 1918, firmado bajo presión alemana y declarado nulo poco después— confirma la regla. La diplomacia rusa, a lo largo de más de un siglo, ha utilizado los tratados de paz como herramientas de reposicionamiento militar, no como compromisos duraderos.

Una tradición imperial

Vladímir Putin no ha inventado esta lógica. La ha heredado. Como afirmaba Isabel de Madariaga, gran historiadora de la Rusia imperial, la política exterior rusa se ha regido históricamente por el principio de uti possidetis: «lo que se conquista, se queda». Los tratados sirven, en este marco, para certificar los avances territoriales, no para revertirlos.

Rusia lleva más de dos siglos troceando países en beneficio propio. Lo hizo con Polonia en el siglo XVIII, participando en sus sucesivas particiones hasta su desaparición del mapa. Intentó hacerlo con Grecia durante el reinado del zar Alejandro I. Lo ha hecho en tiempos modernos con Ucrania, Moldavia y Georgia. Y lo intenta ahora con un Donbás amputado, una Crimea ocupada y una Ucrania cada vez más fraccionada.

Esta lógica no responde solo al expansionismo geográfico, sino a una visión profundamente defensiva del poder. Como explicaba George Kennan, uno de los más lúcidos analistas de la política rusa, los líderes en Moscú actúan bajo la convicción de que el conflicto es inevitable. «Y si crees que la guerra es inevitable», escribía Kennan, «y actúas en consecuencia, entonces terminas provocándola».

Negociar en la penumbra

El funcionamiento interno de la diplomacia rusa ha estado siempre marcado por el secretismo. A finales del siglo XIX, solo cinco personas en todo el Imperio Ruso tenían acceso a las negociaciones internacionales: el zar, el ministro de Asuntos Exteriores, su ayudante personal, el jefe del Estado Mayor y el ministro de la Guerra. Ni siquiera los embajadores eran informados plenamente. Esa dinámica continuó durante la Guerra Fría, cuando los soviéticos llegaron a pedir a sus interlocutores estadounidenses que no revelaran detalles técnicos a sus propios delegados.

Ese mismo hermetismo sigue vigente bajo el Kremlin de Putin. La estrategia no es solo táctica, sino estructural. Rusia firma acuerdos que sus propios agentes desconocen por completo, y los viola cuando el equilibrio de fuerzas le resulta favorable.

Treguas con fecha de caducidad

Los ejemplos se acumulan. En 1921, la Rusia soviética firmó el Tratado de Riga con Polonia. En 1939, lo violó al invadir el este del país en alianza con la Alemania nazi. En 1940, tras la Guerra de Invierno, firmó la paz con Finlandia. Menos de un año después, la bombardeó de nuevo. En 1997, firmó un acuerdo de paz con la república separatista de Chechenia. En 1999, lanzó la Segunda Guerra Chechena y arrasó Grozni.

En 2008, Rusia se comprometió a retirarse de Georgia tras la guerra por Osetia del Sur y Abjasia. No lo hizo. En 2015, respaldó el acuerdo de Minsk II para frenar la guerra en el Donbás. Siguió alimentando el conflicto hasta la invasión total de Ucrania en 2022. En 2020, actuó como garante del alto el fuego entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno Karabaj. En 2023, cuando Azerbaiyán retomó la región por la fuerza, las tropas rusas no hicieron nada.

En todos estos casos, el patrón es idéntico: firma, reposicionamiento y violación. No hay excepciones. Solo lapsos de tiempo.

Ucrania lo sabe

En la provincia rusa de Kursk, ocupada durante meses por tropas ucranianas, la retirada ha sido dramática. Los soldados, rodeados, sin suministros y bajo constante asedio de drones, debieron abrirse paso a pie entre bosques y campos minados, fundiendo nieve para beber agua.

El repliegue marcó un hito: fue la primera incursión ucraniana profunda en territorio ruso desde el inicio de la guerra. Y mostró que, pese a la brutalidad de la contienda, Kiev no se rinde. «Eso es lo que nos enseña Ucrania hoy», declaraba el diplomático francés François Heisbourg: «Si te detienes, te sacrifican. Así que no te detengas».

Ucrania ha comprendido que las treguas no se firman con esperanzas, sino con certezas. Por eso, en Kiev se ve con cautela el alto el fuego anunciado por Putin. Las violaciones se han producido antes incluso de su entrada en vigor. Las promesas, otra vez, huelen a incumplimientos.

En palabras de Charles de Gaulle: «El que cree que perderá, pierde. Pero el que cree que ganará, aún puede perder, o ganar». Ucrania lo ha entendido. Y por eso no se entrega. Zelenski lo resumía esta semana: «Sabemos que esta operación en Kursk salvó cientos de vidas. Pero no sabemos si alguien nos traicionará mientras firmamos otro papel». La paz, para que sea real, debe estar anclada en la verdad, no en la esperanza ingenua. Porque cada alto el fuego con Rusia ha sido, históricamente, el preludio de una nueva ofensiva.

De Portsmouth a Putin

La diplomacia rusa ha convertido la firma de un tratado de paz en un acto técnico, no ético. Desde el lejano Portsmouth hasta la mesa de negociaciones de hoy, Moscú ha seguido un patrón inalterable: negociar desde la debilidad, firmar para ganar tiempo, violar cuando la fuerza lo permite. Putin, como Nicolás I, exige orden. Como Alejandro I, teme las revoluciones. Y como todos sus predecesores, quiere gobiernos amigos a su alrededor, no vecinos libres. Por eso, la historia no debe ser ignorada, sino leída como advertencia.

Como sostenía Kennan, «la experiencia del pasado es con frecuencia una guía de las tendencias del presente». Y si algo enseña ese pasado, es que cada vez que Rusia firma la paz, hay que contar los días para que vuelva la guerra.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D