Tratando de entender a los EEUU de Trump
El ‘Make America Great Again’ esconde una autocrítica de la que no todos son capaces: ‘America is not as Great as it Was’

Donald Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca. | Bonnie Cash (Zuma Press)
¿Todavía es Estados Unidos una gran potencia? Sin duda, ya que sigue ostentando, aproximadamente, el equivalente a una cuarta parte del PIB nominal mundial. Ciertamente, es apenas la mitad de lo que ese país tenía en la época de la guerra de Corea, pero sigue siendo mucho. China, que actualmente ocupa el segundo lugar del ranking mundial, no supera el 18% del total. Aunque demográficamente EEUU esté lejos del gigante asiático, esa riqueza todavía confiere a EEUU la posibilidad de disponer de las FFAA más poderosas del planeta, así como de mantener una red de bases militares distribuidas por todos los continentes. Red que ni China ni Rusia pueden aspirar a imitar. Ni siquiera pueden acercarse a ello. Ni tampoco conjuntamente.
¿Es, todavía, EEUU, la potencia hegemónica? Eso ya son palabras mayores. Si partimos de la definición de hegemonía que ofrece Immanuel Wallerstein, en su libro The Politics of the World Economy (1984) hay que decir que EEUU fue, es verdad, la potencia hegemónica. Según su tesis, entre 1945 y principios de los años 70 del siglo XX (Vietnam, fin de Bretton Woods). Pero, de un tiempo a esta parte, ya no lo sería, básicamente porque ya no lidera las tres grandes dimensiones de la economía. Así, por ejemplo, EEUU ha dejado de ser la fábrica del mundo, con un 18% de la producción industrial mundial, frente al 29% de China. Lo mismo sucede con la producción agraria mundial, puesto que EEUU apenas produce algo más de la mitad de lo que extrae de la tierra China.
Si bien esto aún no afecta al liderazgo mundial cuando se cifra en PIB nominal, sí lo hace en el PIB medido por PPA (paridad de poder adquisitivo) ya que, según este baremo, China es la economía más importante, con el 26% mundial, por un 20% de EEUU. Esta es la tendencia que preocupa en Washington. Esto siempre se termina trasladando al ámbito militar, vía presupuestos. Tiempo al tiempo (no tanto).
Pero la de Wallerstein es solo una de las acepciones al uso de hegemonía, en relaciones internacionales. Si, en cambio, partimos del concepto de hegemonía de John Mearsheimer, EEUU tampoco lo es. Pero por otros motivos. Los que alega en su The Tragedy of Great Power Politics (2001) son, sobre todo, dos. A saber, a su país no le sería posible imponer su voluntad por doquier dada la formidable barrera natural generada por los océanos. Entonces, es discutible que una operación militar a gran escala contra la costa china (motivada por la defensa de Corea del Sur o por Taiwán) permita que EEUU salga victoriosa. Sea como fuere, China se siente protegida por el mar, al que añade se red de sistemas de armas vinculadas a su A2/AD (AntiAccess/Area Denial), con submarinos, cazabombarderos y misiles antibuque de largo alcance DF-21, así como por su demografía, para no tener que aceptar el liderazgo de la Casa Blanca. La segunda razón expuesta por Mearsheimer es que hay Estados revisionistas con poderosos arsenales nucleares. EEUU no está solo en eso, y no solo no disuade, sino que puede ser el disuadido. China también lo tiene, si bien su arsenal nuclear es muy inferior al estadounidense. Pero aquí aparece Rusia, que es la principal potencia nuclear del mundo.
Puedo añadir que hay bastante consenso académico en que el mundo fue unipolar durante los años 90 del siglo XX, incluso a pesar de lo comentado por Mearsheimer. Quizá influyera en ello que EEUU mostraba una mayor decisión (disuadir no es solo tener armas, sino la voluntad de emplearlas/credibilidad) y que los posibles competidores estaban demasiado mal: Rusia en su peor momento histórico en siglos, tras la implosión de la URSS; y China sin haber desarrollado todavía ese A2/AD que acabo de señalar y que le permite rentabilizar esa defensa, en principio pasiva, ofrecida por el mar. Ahora bien, ese mismo consenso académico, muy generalizado, apunta a que el mundo ya ha dejado de ser unipolar.
Las cosas han cambiado. El punto de inflexión coincide con el cambio de milenio. De hecho, no hacía falta esperar a la guerra de Ucrania para corroborarlo: Charles Krauthammer, Michael Mastanduno, o Samuel Huntington ya dijeron que el mundo unipolar tenía los años contados, en sendos textos escritos en esos años gloriosos años 90 del siglo XX. Apuntaban que hubo un «momento unipolar», pero también que estaba llegando a su fin. Mientras Huntington, rizando el rizo, estaba entre su corazón –que le pedía seguir pensando en clave unipolar– y su cabeza, –que le decía lo contrario–, elaboró la interesante y compleja tesis del «mundo unimultipolar». Añadiendo que también apuntaba a lo multipolar, sin más, de cara al futuro. Incluso Brzezinski, en la misma época, apenas piensa en el mejor modo en el que EEUU podría gestionar con acierto y prudencia su «tercera edad» como imperio. No aspira a más.
En el fondo plantea una transición suave hacia otro estatus, que permita a EEUU seguir siendo alguien en el mundo, en las próximas décadas (lo que vendría a coincidir con la actualidad, pues él escribe en los últimos años del siglo XX, hace casi 30). En realidad, más que hablar de hegemonía o de unipolarismo, este asesor de presidentes pergeña la creación de lo que él denomina SSTA (Sistema de Seguridad Transatlántico). En virtud del cual, la OTAN debería firmar un «acuerdo de cooperación» con Rusia, mientras EEUU mantiene su acuerdo bilateral con Japón. Medvedev ofreció una versión rusa de esto, en 2008: un pacto de seguridad que fuera, literalmente, de «Vancouver a Vladivostok». Pero la OTAN optó, no sin la oposición inicial gala y germana, por ampliarse hacia Ucrania y Georgia. Ahora, Medvedev es el más firme partidario de que Rusia utilice su arsenal nuclear. A su lado, Putin es una paloma.
La política de Trump y sus asesores tiene en cuenta todo eso. Todo. Saben que no pueden enfrentarse a la vez a una Rusia resiliente y a una China en auge. El Make America Great Again ha sido objeto de crítica, cuando no de chanzas. Pero esconde una autocrítica de la que no todos son capaces: America is not as Great as it Was, es el reverso de esa moneda. Mientras Biden y Blinken eran la orquesta del Titanic (que también parecía que no se iba a hundir nunca; incluso tras ser rasgado por el iceberg).
Las medidas de Trump son arriesgadas. Por un lado, el proteccionismo siempre lo es, en la medida en que es una medicina con bastantes efectos secundarios. Alguna vez ha salido muy bien; pero otras, muy mal. Lo he comentado en un artículo previo, en este mismo periódico. Por otro lado, cambiar el juego de alianzas, a gran escala, también lo es, en la medida que tensiona el estatus quo e incomoda a las potencias que detectan que quedan al margen de la nueva ecuación, o que el nuevo orden en ciernes va directamente contra ellas. Pienso en China.
De hecho, Trump y Vance han hecho la de Nixon y Kissinger en los años 70 del siglo XX: los segundos pactaron con la muy democrática China de Mao (ya entienden mis sarcasmos) para lograr que la separación de hecho entre China y URSS se convirtiera en un divorcio en toda regla. Salió bien. Ahora, Trump intenta lo mismo, pero al revés. China y Rusia no son amigos. He escrito muchas veces, en varios sitios, las razones de ello. Y he predicado en el desierto acerca de la conveniencia de tratar de romper esa sociedad (sí son socios).
Entonces, es pronto para saber si las políticas de Trump tendrán éxito. Pero, al menos, sabemos a qué juega, lo que no es poco. El presidente de los EEUU intenta combatir la economía china, así como soslayar la amenaza militar rusa. Pero, sobre todo, trata de erosionar la sociedad ruso-china. Lo hace porque sabe que, en la actualidad, no puede enfrentarse a ambos a la vez. Y que, de cara al futuro, tiene que lograr una o ambas de que acabo de mencionar, si EEUU aspira a seguir siendo una gran potencia, aunque quizá no pueda ser ya una auténtica hegemonía, capaz de imponer su agenda a los demás países.
Tenemos mucho aparataje teórico para entender lo que está sucediendo. La tesis de Snyder en Myth of Empire (1991) advierte que las posturas expansionistas suelen traer malas consecuencias a la potencia que lo intente, pues generan coaliciones en su contra. Una parte de mis lectores pensarán que me refiero a Rusia. Es un sesgo cognitivo, llamado etnocentrismo. Sin embargo, esa es, precisamente, la imagen que desprende EEUU en buena parte del mundo. Dicho de otra manera, no deja de resultar paradójico que, en un contexto de crítica (supuestamente generalizada) a Rusia por su invasión de Ucrania, sean los BRICS los que crecen. Tanto y tan rápido, que los BRICS tienen listas de espera, por lo que desde Moscú y Pekín han habilitado la figura de «Estado asociado» para acomodar a los candidatos en una especie de vestíbulo internacional. Turquía (OTAN), ocupa uno de los asientos de dicho vestíbulo. Y no es un aliado natural de Rusia, pues, además de sus divergencias en Siria (ahora conocidas porque están en las portadas) turcos y rusos difieren en Libia, así como en Asia Central.
Sin embargo, en Ankara no están conformes con el liderazgo de Washington. Puedo ser más críptico: tras Black Hawk derribado, el Estado que hoy tiene tropas en Mogadiscio y vende drones de combate a ese Estado fallido, poco amigable, llamado Somalia, es Turquía. La agenda neo-otomana incomoda a Rusia, pero también a EEUU en tanto pueda chocar con las pretensiones de Washington en la región MENA. Y eso es solo una parte del problema. La sensación de que EEUU pierde apoyos en Hispanoamérica está fundada, mientras que en África subsahariana sucede lo mismo, agravado por la retirada precipitada de Francia (aunque siempre ha sido un socio díscolo para Washington). Si bien, al no ser su «patio trasero», lo que suceda en África siempre es menos ostentoso.
La clave para entender lo que sucede estriba en que EEUU es una gran potencia, sí… pero en decadencia. Con lo que está reconsiderando su papel en el mundo, adaptándolo a su nueva realidad. De no ser así, centraría su mirada en Asia, sin dejar de mirar a Europa. Sin embargo, las cosas han cambiado. Puede que esto suene a novedad, o incluso a extraño. Pero no lo es. Hace nada menos que 37 años, un afamado experto británico, profesor en universidades de EEUU, llamado Paul Kennedy, ya lo dijo. Concretamente, en su libro Auge y caída de las grandes potencias. En la pág. 627 de la edición de Plaza & Janés (1989) el lector puede encontrar la siguiente reflexión, tras más de 600 páginas de investigación y datos:
«Como la España imperial de 1600 o el Imperio británico de 1900, los Estados Unidos han heredado toda una serie de compromisos estratégicos contraídos décadas antes, cuando la capacidad política, económica y militar de la nación para influir en los asuntos mundiales parecía mucho más asegurada. En consecuencia, corren ahora el riesgo, tan conocido por los historiadores del auge y la caída de las anteriores grandes potencias, de lo que podríamos llamar toscamente ‘excesiva expansión imperial’: es decir, los que toman las decisiones en Washington deben enfrentarse con el desagradable y perdurable hecho de que la suma total de los intereses y obligaciones mundiales de los Estados Unidos es hoy mucho mayor que la capacidad del país para defenderlos todos simultáneamente».
Los mandatarios de Washington no le hicieron mucho caso. Siguieron con su política de sheriff mundial, quedando abocados a las agotadoras campañas de Afganistán e Irak, mientras sucedían cosas peores, no desde el punto de vista humano, pero sí desde el geopolítico: se deterioraba su alianza con Arabia Saudita (enfadada por la llegada el poder del chiismo en Irak) y se extinguía la que tuvieron con Pakistán en la Guerra Fría. Pakistán es OCS y está con China; Arabia, en el alambre de los BRICS. Creo que Trump ha pensado que ya basta de hacerse trampas al solitario.
No es raro, por lo tanto, que la administración Trump-Vance haga un alto en el camino, y replantee muchos temas que no estaban siendo funcionales, tanto económica, como geopolíticamente. Quizá se equivoquen en todo (o quizá no, ojo). Pero tienen un plan en mente. Porque el anterior, si es que lo había, ya estaba agotado.
Josep Baques es investigador asociado del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria