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Trump, contra la Constitución

¿Los EEUU de Donald Trump son el modelo para El Salvador o El Salvador de Nayib Bukele es el modelo para EEUU?

Trump, contra la Constitución

El presidente de EEUU, Donald Trump, recibe a su homólogo salvadoreño, Nayib Bukele. | Reuters

Kilmar Abrego-García tiene 29 años. Es un salvadoreño que vivía en el condado de Prince George, en Maryland, muy cerca de Washington. Desde el 15 de marzo está encarcelado en el Cecot (Centro de Confinamiento del Terrorismo), la cárcel de máxima seguridad de El Salvador con la que el Gobierno de Donald Trump ha subcontratado servicios y cuyo funcionamiento se basa en las torturas y el trato degradante a los internos.  

En 2019, un informante aseguró a la policía que Abrego-García era miembro de la Mara Salvatrucha o MS-13, la organización terrorista internacional de bandas criminales. El chivato había sido miembro de una pandilla de Nueva York, ciudad en la que Abrego-García -sin antecedentes de ningún tipo- no ha vivido nunca. Inicialmente se decretó su deportación, pero un juez suspendió la orden por falta de pruebas y por el riesgo que su vida podía correr en El Salvador.

Seis años después, el pasado 12 de marzo, Abrego-García tuvo la mala idea de ir por la calle con una gorra de los Chicago Bulls: esta grave ofensa iluminó el cerebro de algún solícito servidor del orden -al socaire del espíritu de aterrorizar a los inmigrantes que emana de la Casa Blanca- y procedió a detenerlo. El Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) leyó su expediente, decidió por su cuenta que el estatus de Abrego-García había cambiado y lo metió en uno de los tres aviones que llevaron a El Salvador a decenas de venezolanos y salvadoreños para encerrarlos en el Cecot.

Los abogados del joven demandaron al ICE por violar la orden. Un funcionario de Inmigración reconoció que la expulsión fue un error, pero dijo que se había cometido «de buena fe» y que ya no podían hacer nada. La juez federal Paula Xinis, de Maryland, se ocupó del caso: declaró que no había visto en el expediente ni una sola prueba de que el acusado fuera un pandillero de la Mara Salvatrucha y dictaminó que el Gobierno de EEUU había actuado ilegalmente. Dio de plazo para su regreso hasta el pasado 7 de abril.

El Gobierno se negó, acusó a la juez de interferir en sus prerrogativas y recurrió al Tribunal Supremo, que tiene una mayoría conservadora. Por unanimidad, lo cual hoy no es sencillo -ni en el país ni el Supremo-, el Tribunal dio la razón a la juez en exigir al Ejecutivo que «facilitara» el traslado de regreso de Abrego-García. El Supremo trató de no dejar al desnudo a la Casa Blanca y pidió también a la juez que aclarara sus decisiones «con la debida consideración al poder ejecutivo».

El que no tiene ninguna consideración con nada ni con nadie es el poder ejecutivo; desde luego, no con la Constitución. Hay muchas pruebas de ello: ha perdonado a los golpistas que asaltaron el Congreso el 6 de enero de 2021; ha despedido a los abogados del Departamento de Justicia que investigaban los delitos de Trump sobre su manejo de información clasificada y su papel en las algaradas de aquel día; ha puesto en la calle a docenas de responsables del Servicio de Ayuda Internacional de EEUU y a 17 inspectores generales independientes de diversas agencias de la Administración que se ocupaban del control de las leyes federales, saltándose a la torera el plazo legal de 30 días de preaviso al Congreso.

En su cruzada contra casi todo, y además de usurpar poderes fundamentales que la Constitución atribuye al Congreso, la Casa Blanca ha impuesto una pausa en las becas de los investigadores del Instituto Nacional de la Salud, en las ayudas exteriores, en la asistencia a los estudiantes que pagan su deuda a las universidades… Son acciones que el Ejecutivo no puede adoptar unilateralmente, porque eliminan o anulan la financiación de organismos y se cargan garantías de la Carta de Derechos, lo que implica una violación de la Constitución.

¿Qué tiene de novedad, en esta ofensiva de casi tres meses, el caso de Abrego-García? Que es el primero que le presenta a Trump la opción nítida de obedecer o no una orden del Tribunal Supremo. No es cualquier cosa, porque uno de los planes más siniestros del Gobierno de Trump es que el Tribunal -con una mayoría conservadora, aunque no ciegamente fiel al Gobierno, como ocurre con el Constitucional español- apruebe sus abusos de poder y desequilibre la separación de poderes y las prerrogativas del Legislativo y del Judicial en favor del Ejecutivo. Cumplir a la carta con las decisiones del Supremo es un poco excesivo incluso para esta Casa Blanca.

¿Suma toda esta deriva autoritaria -usurpación del poder de gasto, creación de agencias dudosamente legales, obstrucción de jueces y tribunales, amenazas de invasión a los aliados, ataques a la Primera Enmienda y el caso Abrego-García- algo parecido a un delito constitucional de tiranía? ¿Es suficiente como para desatar un proceso de impeachment?

La actual correlación de fuerzas en las Cámaras lo hace improbable, pero con la velocidad de las imprudencias temerarias de Trump no hay que descartar nada. Sus cien primeros días bastan para colocarle el primero en la lista de los peores presidentes de la historia. Es un enemigo declarado de la Constitución y del orden político y económico internacional, por imperfecto que sea este orden. Y cada vez hay más voces autorizadas que creen que si no se pone freno a esta deriva hacia el pleno autoritarismo y la depresión económica estadounidense y global, la recuperación será muy difícil.

Mientras tanto, el presidente que respalda y justifica a Putin cuando los civiles ucranianos mueren bajo las bombas del Kremlin, que juega con el caos y somete a los mercados financieros, las empresas y los pequeños ahorradores a un carrusel en el que solo ganan sus amigos, que amenaza como un matón de barrio a Dinamarca para quedarse con Groenlandia y que insulta a Canadá, ese mismo presidente dice que no puede traer a casa a Kilmar Abrego-García.

Sí puede recibir a su admirador, el presidente salvadoreño, en el Despacho Oval. Un Nayib Bukele que no fue reprendido por ir con jersey de cuello por su amigo Trump, que con todo cariño le llama presidente B. Con toda razón: está encantado de recibir -a cambio de seis millones de dólares- a 238 reclusos a los que se les acusa, sin sentencia, de ser miembros de organizaciones criminales. Dónde iban a estar mejor que en la cárcel especial de un país que está desde hace tres años en régimen de excepción, prorrogado 36 veces y que ha permitido detener a casi 90.000 personas acusadas de pertenecer a pandillas criminales o colaborar con ellas. Contra los desmanes de las pandillas -y no hay nadie que no celebre el máximo rigor, porque la inseguridad va contra la libertad-, la dictadura y la violación de los derechos humanos. Contra los problemas reales de la inmigración ilegal, las deportaciones indiscriminadas y la violación de los derechos humanos.

¿Los EEUU de Trump son el modelo para El Salvador o El Salvador de Bukele es el modelo para EEUU?

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