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Vaticanistas todos

«Bergoglio tenía unos prontos irascibles que venían de lejos, cuando era el principal de los jesuitas en Argentina»

Vaticanistas todos

Ilustración de Alejandra Svriz.

La película Cónclave está batiendo todos los registros de taquilla y de visionado en plataformas desde que el lunes pasado a primera hora nos desayunamos con la muerte del papa Francisco. A sus 88 años, con una salud muy precaria debido a una prolongada pulmonía y un fatal ictus, el pontífice argentino había querido saludar y bendecir con dificultad a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro el Domingo de Pascua y recibir 24 horas antes al vicepresidente estadounidense JD Vance, convertido al catolicismo junto a su familia no hace mucho. Francisco, que tenía a veces arrebatos de ira, criticó en más de una ocasión la política migratoria de Donald Trump durante su primer mandato y en los tres primeros meses del segundo. Impactaba ver la foto de él, muy desmejorado, el sábado con el vicepresidente o en su baño de multitudes consentido por su médico personal el domingo. La muerte ya estaba en su rostro.

El presidente republicano asistirá hoy al funeral en la Plaza de San Pedro junto a más de un largo centenar de mandatarios mundiales previo a su enterramiento, como era su deseo, en el frío suelo de la basílica romana de Santa María la Mayor. Si por él fuese, y las reglas canónicas lo permitieran, soñaría ser elegido como el mismísimo sucesor de San Pedro. «Habemus Papam, Youarefired I, Trump Donald», anunciaría el cardenal protodiácono desde el balcón central de la basílica vaticana ante el júbilo y el aplauso de la ciudadanía concentrada alrededor de la columnata de Bernini. Manifestarían y asentirían emocionados: Es el mejor. Es lo que en estos momentos necesita la Iglesia Católica: un buen patrón que conduzca a los fieles desorientados hasta la orilla feliz a base de golpes en la mesa y bravuconadas. Felipe González lo ha definido muy bien: un matón ignorante. Pregonarían la noticia a derecha e izquierda expertos e inexpertos, ingenuos y astutos. Hasta Pedro Sánchez, que en uno de sus gestos de ensimismamiento personal no acompañará hoy al Rey Felipe VI en las exequias para, según la Moncloa, no hacer sombra al monarca, convocaría a los medios y declararía que «vamos a colaborar a partir de ahora con el nuevo papado». Zapatero sí lo hizo en la muerte de Juan Pablo II.

Tan pronto conocimos la noticia luctuosa, que no por esperada resultaba triste para católicos u otras confesiones, para creyentes o ateos, conservadores o progresistas, nos arremangamos, todos sin excepción, y nos disfrazamos de expertos en materia eclesiástica. Dedicamos tiempo y espacio a ensalzar la figura del «Papa de los pobres», sensible con los temas migratorios y medioambientales. Todos los primeros espadas se pusieron a la cola para publicar su columna, y si era en el diario gubernamental mucho mejor. Los primeros, como era natural, éramos nosotros, los plumillas, los medios de comunicación, que nos convertimos de repente en grandes y sesudos estudiosos de eso que se llama Vaticano, la Santa Sede, el Estado más pequeño pero no por ello menos poderoso del mundo y que en los últimos tiempos se ha visto salpicado gravemente en asuntos de corrupción financiera y pederastia. 

El antecesor a Francisco, el papa Benedicto XVI, tiró la toalla y dimitió en 2013, en un gesto histórico, al verse incapaz de detener la ola de porquería que invadía a las más altas esferas del catolicismo. Ahí queda para la historia el dosier que el fallecido Joseph Ratzinger entregó a Jorge María Bergoglio en su encuentro de despedida en Castel Gandolfo, la residencia veraniega papal. Los dos pontífices mantuvieron una buena relación hasta la muerte del primero en 2022. No así el papa Francisco con el secretario personal de su predecesor, que criticó alguna gestión personalista del exarzobispo de Buenos Aires, lo que valió su «destierro» como nuncio en un país báltico.

Bergoglio tenía unos prontos irascibles que venían de lejos, cuando era el principal de los jesuitas en Argentina. Según cuentan los sabedores de lo que se cocinó en el cónclave de 2013, aceptó la elección «pese a ser un pecador». Y siempre que tenía oportunidad despedía sus homilías con un «rezad por mí».

Con algunos subordinados se ensañó, como el fallecido cardenal australiano George Pell, el ex tesorero de la Santa Sede acusado de abusar de dos menores, que fue condenado a cárcel y que su sentencia fue revocada por el Supremo de Australia. Por contra, defendió con uñas y dientes a un obispo chileno supuestamente encubridor de un escándalo sexual. Tuvo quebraderos de cabeza, que persisten incluso después de la muerte, con el cardenal sardo Angelo Beccio, condenado a cinco años y medio por malversación de fondos vaticanos en la compra de un lujoso piso londinense. La sentencia está pendiente de ratificación. Pero Beccio puede convertirse en la «película del Cónclave» –algunos novelistas ya se frotan las manos, así como directores de cine–, pues se presentó el otro día en los primeros actos fúnebres y a la asamblea general cardenalicia, que es donde en realidad comienza a gestarse la elección pontifical antes que en la Capilla Sixtina. En ellas sobresalió en 1978 un tal Karol Wojtyla, elegido al poco como Juan Pablo II. Su eminencia Beccio sostiene que Bergoglio nunca le retiró su derecho a asistir a la votación. Además, por edad le corresponde participar en el escrutinio por tener menos de 80 años. Será el cardenal camarlengo, que actúa como cabeza de la Santa Sede, quien decida. 

Los medios de comunicación se han lanzado desde el primer instante a buscar entre las piedras a expertos de la religión, a periodistas corresponsales que fueron o están destinados en Roma. El guion es casi calcado a lo que sucedió desde la muerte de Pablo VI en 1978 hasta la fecha. Tal vez con las novedades de que el colegio cardenalicio se ha internacionalizado más y es mayor, y que muchos de sus purpurados no se conocen entre sí. La crisis del catolicismo, la necesidad de abrir puertas a otras confesiones, el celibato sacerdotal, la mayor presencia femenina, el aborto, la homosexualidad o el desarrollo misionero en los verdaderos graneros para el catolicismo de Latinoamérica, África y Asia son los asuntos que están siempre sobre la mesa. La Iglesia en Occidente está en crisis aun cuando hay en él un sector fuerte y conservador que se ha rasgado la púrpura con los tímidos avances que ha dado Bergoglio en sus 12 años de mandato. La verdad es que poco ha cambiado y que con este Papa ha seguido decreciendo el número de católicos y la falta de vocaciones sacerdotales.

Y como siempre, la conveniencia de mandatos no largos, pese a que también se dijo con la llegada de Wojtyla con «apenas» 58 años. Y naturalmente tampoco falta la publicación de la lista de «papables», que es como la de ministrables previa a la formación de gobierno. El famoso dicho vaticano es que quien entra Papa al cónclave sale cardenal. Los medios hablan de una larga docena y los clasifican en dos bloques: bergoglianos progresistas y conservadores opuestos a Francisco. Casi un 80% de los purpurados ha sido nombrado por el Pontífice recién fallecido. Quizá los más expertos en vaticanismo nos advierten prudentemente que la Iglesia siempre ha sido conservadora. Y parece confirmarlo esa plasticidad de liturgia cinematográfica del desfile de ancianos ataviados con sotana roja, algunos apoyados en un bastón mientras marchan detrás del abierto y sencillo féretro de madera. ¿Qué pensarán? 

Son los Príncipes de la Iglesia. Extra Omnes, anuncia el maestro de ceremonias de manera solemne mientras cierran las puertas de la Capilla Sixtina. Se ha modernizado la quema de papeletas. Un argentino, el cardenal Eduardo Pironio, estuvo a punto de provocar un desastre por el mal funcionamiento de la chimenea en la elección de Wojtyla. Ese arzobispo polaco, de Cracovia, en cuya designación, sostienen los expertos, influyó la CIA. Ninguno de los 1400 millones que se estima componen la grey católica actualmente tienen una participación directa en la elección del sucesor de San Pedro

El día, que es previsible llegue, que la Santa Sede decida ser más transparente en la elección papal y depender menos de «la inspiración del Espíritu Santo» la Iglesia será más democrática, pero igualmente perderá el hálito de misterio y sorpresa que le rodean. Vean si no el final un tanto estrambótico de la película Cónclave o el no menos sorprendente del ensayo de Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo. El novelista estará en este mundo y en el otro eternamente agradecido a un cura sencillo, que tocaba piel a diario y que congeniaba mal con el boato y las luchas palaciegas de la Curia Romana, el gobierno del Vaticano. Si Cristo resucitara, seguramente lo primero que haría sería echar la persiana a ese mundo tan alejado de los menos favorecidos.

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