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Internacional

España quiere autonomía estratégica, ¿y Europa?

Para que el rearme no se quede en retórica, Europa deberá desarrollar su propia industria armamentística

España quiere autonomía estratégica, ¿y Europa?

Efectivos del Ejército de Tierra durante un desfile militar. | David Canales (Zuma Press)

El Viejo Continente se rearma, al menos en palabras y presupuestos. La Comisión Europea marca el paso: ha desbloqueado 910 millones del Fondo Europeo de Defensa y promete más de 8.000 millones entre 2025 y 2027 para impulsar la producción de armamento europeo. Los gobiernos, por su parte, han captado el mensaje. Pedro Sánchez promete alcanzar el 2% del PIB en defensa con una inyección de 10.471 millones, mientras Madrid acaba de ser el epicentro del debate europeo sobre defensa con la reciente celebración de una nueva edición de Feindef.

Emmanuel Macron multiplica los anuncios industriales y habla ya de “economía de guerra”. En Berlín, Friedrich Merz prepara un giro firme con Boris Pistorius a la cabeza y la idea del servicio militar sobre la mesa. El dinero fluye, los discursos se endurecen. Falta por ver si Europa dispone de la industria de defensa necesaria para transformar esta ambición en auténtica autonomía estratégica.

Y es que contemplar la defensa europea sin apoyarse en una industria propia es, en el mejor de los casos, un gesto simbólico. En el peor, una dependencia asumida a condicionamientos políticos ajenos, especialmente los de Washington. Con la normativa ITAR (International Traffic in Arms Regulations), cualquier equipo que incorpore tecnología o componentes estadounidenses queda supeditado a la autorización de Washington para su exportación e incluso en cierta medida para su uso operativo. Una lección que conviene no olvidar: en defensa, quien controla la tecnología, impone las condiciones.

Al margen de la autonomía comercial, también se trata de garantizar la libertad de acción operativa y la eficacia. Sin una industria compartida, cada operación conjunta tropieza con restricciones de uso, un mantenimiento dependiente de cadenas logísticas externas y una escasa interoperabilidad. Disponer de estándares comunes europeos permite planificar, entrenar y desplegar con mayor agilidad.

Otra ventaja de contar con un arsenal propio es el peso que otorga en las negociaciones transatlánticas. Disponer de equipos diseñados en Europa permite a nuestras capitales escribir las normas, controlar la logística y ofrecer capacidades estratégicas clave, como el reabastecimiento en vuelo o la defensa aérea. Es también lo que permite aspirar al papel de “nación marco”: la que marca el ritmo de la operación y tiene voz real en las decisiones presupuestarias.

La actual incertidumbre sobre la cohesión de la OTAN está ligada a la presidencia de Trump, por lo que la crisis seguramente sea pasajera. Pero ha revelado un problema de fondo que los Estados miembro ya no pueden obviar: la infrafinanciación crónica del esfuerzo militar europeo. Esta crisis nos da la oportunidad de reconfigurar la relación de fuerzas dentro de una alianza que seguirá siendo relevante —si convertimos la crítica en impulso.

Ahora bien, ¿estamos preparados para ello? Europa cuenta ya con campeones industriales susceptibles de competir con los gigantes estadounidenses: Airbus, Thales, Rheinmetall, KNDS o MBDA desarrollan aviones, radares, blindados y misiles de primer nivel. El problema reside sobre todo en nuestra capacidad de cooperación. El mejor ejemplo lo ofrece el tortuoso desarrollo del Future Combat Air System (FCAS), el programa de caza de sexta generación entre España, Francia y Alemania, cuyos tropiezos recuerdan los del A400M —más de 7.000 millones de sobrecoste y cuatro años de retraso—, del NH-90 —versiones “a la carta” para catorce clientes y una disponibilidad lamentable— y del Eurofighter Typhoon, con su reparto industrial conflictivo y la oposición de Berlín a su exportación en Oriente Próximo.

Fuera de nuestro continente, algunos han encontrado fórmulas más funcionales. El F-35 progresa gracias a un liderazgo claro del Pentágono y a una red de socios jerarquizados, mientras Europa sigue dividida entre varios centros de gravedad y fragmenta su esfuerzo industrial, especialmente entre el FCAS y su competidor, el GCAP, impulsado por Reino Unido, Italia y Japón. En Asia, frente a la amenaza norcoreana, Corea del Sur, Japón y Estados Unidos han desarrollado conjuntamente el misil SM-3 Block IIA y estudian ahora la producción compartida del SM-6, ejemplificando la importancia de compartir tanto la percepción de la amenaza como los objetivos estratégicos. Por su parte, el éxito del misil indo-ruso BrahMos se debe en gran parte a su arquitectura 100 % libre de componentes estadounidenses, lo que permite a sus socios exportarlo sin riesgo de veto.

La Comisión Europea parece haber tomado nota. Ya están en marcha el Fondo Europeo de Defensa (EDF) 2021‑2027, que moviliza 7.300 millones de euros para investigación y desarrollo conjunto, junto con la Estrategia Industrial Europea de Defensa (EDIS), que marca objetivos claros: alcanzar un 40 % de compras en cooperación para 2030 y que al menos la mitad del gasto en equipamiento se quede dentro de la UE. El Consejo y el Parlamento esperan aprobar antes de mediados de 2025 el reglamento que dará forma al Programa Europeo de la Industria de Defensa (EDIP).

El texto pretende introducir tres pilares clave para una cooperación más eficaz: la designación de un jefe de proyecto único, integrado en una estructura común (SEAP, por sus siglas en inglés: Structure for European Armament Programmes); la exigencia de una cadena de valor 100 % europea, que protege los programas frente a posibles vetos extraterritoriales; y un sistema de incentivos y penalizaciones, diseñado para premiar los resultados y corregir los retrasos.

El marco diseñado por Bruselas es prometedor. Pero dependerá de los Estados, incluida España, convertir ambición en autonomía.

Léna Georgeault es directora del Grado de Relaciones internacionales de la Universidad Villanueva

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