UE, la batalla que viene: nacionalismo contra europeísmo
Las elecciones en Rumanía, Polonia y Portugal reflejan los enfrentamientos en Europa, para alegría de Trump y Putin

Bandera de la Unión Europea.
Elecciones presidenciales en Rumanía el domingo pasado: el candidato centrista y europeísta, Nicusor Dan, alcalde de Bucarest, logró el 55,1% de los votos frente al ultra amigo de Vladímir Putin George Simion. Ganó el Estado de derecho, ganó la integración europea. Pero Simion, que había tenido un 30% de los votos en las parlamentarias de diciembre, crece ahora hasta el 45,8% con una campaña antieuropea. El país está partido en dos.
Elecciones presidenciales en Polonia, también el pasado domingo: el liberal Rafał Trzaskowski, alcalde de Varsovia, quedó en cabeza con el 31,3% de los votos. Un alivio para la Unión Europea, donde había nervios por la posibilidad de un salto atrás, a los negros tiempos del gobierno del partido Ley y Justicia (PiS). Pero el ultraconservador Karol Nawrocki quedó el segundo, nada menos que con el 29,5% de los votos, y la extrema derecha de Sławomir Mentzen se llevó el 14,8%. No se sabe si el país está partido en dos o no, pero la segunda vuelta, que se celebra el 1 de junio, parece más al alcance de la mano de Nawrocki.
Elecciones legislativas anticipadas en Portugal, al tiempo que las polacas y rumanas y las terceras en tres años. Victoria para los conservadores de Alianza Democrática del primer ministro, Luís Montenegro, que se refuerza y seguirá al frente del Gobierno con el 32,1% de los votos y 89 diputados, lejos de la mayoría absoluta. Y empate a 58 escaños entre los socialistas de Pedro Nuno Santos -que tenían mayoría absoluta hace tres años- y la extrema derecha Chega de André Ventura, que dice que su objetivo es “destruir” el sistema político portugués.
Son situaciones distintas, pero hay líneas comunes en las tres. Los conservadores tradicionales se defienden relativamente bien y lideran, pero las fuerzas antieuropeas y populistas de derechas crecen gracias a discursos antieuropeos y antiinmigración. Los admiradores de Trump y de Putin, que en muchas ocasiones coinciden, ganan terreno. La izquierda tradicional retrocede y la extrema izquierda populista también.
La polarización se adueña del debate político. La confrontación de las visiones que, sobre todo, polacos y rumanos tienen sobre por dónde deben ir sus países es brutal. El descontento -el furor, a veces- con las instituciones europeas está en alza. No han ganado -aún- en ninguna parte, pero Trump y Putin pueden darse por satisfechos: sus caballos de Troya están avanzando en las campañas contra la Unión Europea. La guerra de Ucrania, en manos del invasor Putin y de Donald Trump, divide a los países.
Los conservadores, mayoritarios en el Parlamento Europeo y con el viento a favor en buena parte de los países de la UE, no pueden sentirse en absoluto tranquilos sobre el presente y el futuro. El crecimiento del trumpismo -y del putinismo, al que también se apunta la extrema izquierda- no es una amenaza; es una realidad que se alimenta de las preocupaciones de la sociedad por la inmigración no controlada y otros problemas y de la guerra populista contra las élites.
Está por ver si la fórmula alemana -la gran coalición entre conservadores y socialdemócratas que excluye a los extremos- funcionará mejor que la italiana y la austriaca, donde la derecha pacta con extremistas y populistas. La flexibilidad estratégica de los conservadores tradicionales puede funcionar, excepto si es tan flexible que cae en las posiciones que mantienen los extremistas.
Más complicada es la situación de la izquierda tradicional, como se vio en Alemania, Francia, Italia, Holanda y ahora en Portugal. La sangría es continua, en ocasiones por acercarse al centro y en otras por entregarse a la batalla de la polarización marcada por la extrema izquierda populista. Es difícil la conexión con los antiguos votantes desencantados. El sur de Portugal, hasta no hace mucho bastión de socialistas y comunistas, ha sido ahora el trampolín de Chega; los cinturones obreros rojos de las grandes ciudades francesas están ahora mayoritariamente con Le Pen; y ha habido movimientos similares en Italia, Holanda, Austria… Hay algún planteamiento distinto y, por ahora, de éxito: en Dinamarca, Mette Frederiksen es primera ministra desde 2019 con una política que combina políticas sociales progresistas con dureza en asuntos de inmigración.
Conservadores, liberales y socialdemócratas saben que el nacionalismo está en auge y que a los nacionalistas europeos admiradores de Trump y comprensivos con Putin no les preocupan en absoluto la cohesión y la fuerza de la Unión Europea. Al contrario: coinciden en la práctica con el actual Washington y el eterno Moscú en tratar de dinamitarla. Y en los próximos meses esa tensión va a estar presente en el desarrollo de la guerra en Ucrania, la inmigración, la transición verde, las guerras comerciales… El nacionalismo soberanista se siente fuerte y apela al populismo de manual -los de abajo contra los de arriba- para desbancar a los partidos tradicionales. Si estos no se arman -contra Trump, contra Putin y contra las fuerzas radicales- y son incapaces de ofrecer soluciones a los problemas de los ciudadanos, la disgregación europea será una realidad.