Donald Trump y las estructuras imperiales
«Trump puede considerarse un nacionalista que redefinió la grandeza estadounidense para un partido que había adoptado el ‘excepcionalismo’»

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump | Chris Kleponis (Zuma Press)
La situación geoestratégica de Europa es precaria. Durante décadas, los líderes del continente han fomentado una relación de dependencia voluntaria con Estados Unidos, quien, a cambio, ha ejercido una influencia limitada en la política interna e internacional de Europa. Pero durante la última década, los vínculos económicos de los países europeos con China, que es a la vez mercado y fuente de manufacturas avanzadas, y con Rusia, cuya energía barata impulsó la competitividad de la industria pesada alemana al acabar la Guerra Fría, han chocado con el compromiso hegemónico de Estados Unidos. En estas circunstancias, el protagonismo del presidente Trump está en candelero.
Tras seis meses en la Casa Blanca, el presidente Trump, ha bombardeado Irán sin siquiera consultar al Congreso, no ha presionado eficazmente a Israel para que ponga fin a su operación en Gaza, ha disparado misiles contra los rebeldes hutíes y, al parecer, ha reincidido en el interés en colaborar con Moscú y Kiev para negociar la paz. A su vez, su folklore arancelario tiene a gran parte del planeta en vilo.
Trump puede considerarse un nacionalista que redefinió la grandeza estadounidense para un partido político que había adoptado la idea del «excepcionalismo» como un principio fundamental. La grandeza ahora significaría «Estados Unidos Primero», no que Estados Unidos librase guerras interminables para difundir la «democracia y la libertad» en el Gran Oriente Medio. Curiosamente, Donald Trump, cuando se postuló por primera vez a la presidencia en 2016, dijo que era partidario del «excepcionalismo» estadounidense. Dijo que era una mala idea.
En Estados Unidos, las estructuras de poder, constituidas por instituciones e ideas subyacentes, configuran el mecanismo de generación de su política exterior. Con independencia de quién ocupe el Despacho Oval y de los permanentes relatos de paz, las sinergias estructurales desde el 11-S, han venido inclinando el contexto geopolítico cada vez más hacia violencia y guerra.
Tratar de estructuras de poder no es una actividad abstracta, es algo real y, aunque no acarreen por desenlace necesario la guerra, si se las contempla como una opción probable. Las estructuras enmarcan las opciones disponibles para la toma de decisiones o, aparentemente, actúan de esa manera. No obstante, en Washington, el empleo de la capacidad militar se ha convertido en una opción estratégica por defecto, aunque su efecto sea contraproducente.
Las estructuras de poder pueden definirse como acuerdos y sistemas de autoridad, que dependen de diversos modos de comunicación, signos y formas expresivas, para transmitir y legitimar el dominio dentro de los grupos sociales. Se ven influenciadas por acuerdos materiales, rituales e instituciones sociales de gran envergadura, que facilitan el funcionamiento de estas estructuras en la sociedad.
Tras el 11-S, año tras año, Estados Unidos ha estacionado simultáneamente fuerzas militares en «fallas geopolíticas» de Europa, Asia y Oriente Medio. Constantemente, encuentran en ellas lo que buscan, conflictos lejanos que considera como propios, en los que actúa sin libertad de acción. Si Trump trata de reducir la enorme carga dedicada a Defensa, sería necesario la reducción de sus obligaciones imperiales.
Tomemos el ejemplo de Barack Obama, que era capaz de hablar, en ocasiones con elocuencia, sobre la necesidad de poner fin a la «guerra eterna», en referencia al 11-S. En declaraciones realizadas meses después de su segundo mandato en 2013, el presidente Obama reclamó el fin de la guerra, no declarada y mal definida, «contra el terrorismo». Afirmaba sólida, pero sutilmente, que la «guerra perpetua» era insostenible y que erosionaba las instituciones democráticas estadounidenses.
En el discurso inaugural de su segundo mandato, en enero de 2025, el presidente Donald Trump recordó al de Obama de 2008, o el suyo propio de 2016. «Mediremos nuestro éxito no sólo por las victorias, sino también por las guerras que terminemos. Y quizás lo más importante, por las guerras en las que nunca nos involucremos. Mi legado más orgulloso será el de un pacificador y unificador».
Hablar de estructuras de poder no es una actividad abstracta, están presentes y aunque no tengan por producto necesario la guerra, la ofrecen como una opción. Las estructuras enmarcan las opciones disponibles para tomar decisiones, o al menos actúan de esa manera. A veces, los decisores sobreestiman la reacción pública, como las consecuencias negativas de medidas impopulares. No obstante, en Washington, el empleo de la fuerza se ha convertido en una opción estratégica a priori por defecto, aunque se admita contraproducente.
Opinar es fácil. En el caso de Donald Trump es posible que estemos ante un genuino hombre de paz o de un especulador. Habrá que constatar si demuestra conocimiento, ética, persuasión y paciencia para mediar entre la paz y la guerra. Trump parece contrario a implicar a Estados Unidos en campañas militares prolongadas y, aunque bombardeó, sin consulta al Congreso, Irán a finales de junio, hay que reconocer que no prolongó los bombardeos. Israel e Irán tuvieron que pasar por el aro para aceptar sus exigencias de alto el fuego.
Trump el excepcionalista
El excepcionalismo estadounidense encierra la idea de que Estados Unidos está destinado a determinar el curso de la historia mundial y debería liderar el mundo, ya sea «con el ejemplo de su poder o con el poder de su ejemplo». Curiosamente, Donald Trump, cuando se postuló por primera vez a la presidencia en 2016, dijo que no le gustaba el excepcionalismo estadounidense, que era una mala idea.
Las «particulares» actuaciones estratégicas del presidente Trump provocan, entre otros efectos, fisuras en las relaciones transatlánticas. Es importante entender los fundamentos de estos desacuerdos para enjuiciar las relaciones entre Estados Unidos y los países europeos, y como podrían evolucionar en beneficio de un malhadado Occidente.
Algunos elementos de la visión mundial de Trump se han asentado, en particular su exigencia de que Europa se refuerce suficientemente para que Washington pueda orientar, y emplear su esfuerzo principal hacia el Indo-Pacífico. El gobierno de Obama anunció por primera vez el «reequilibrio» hacia Asia en 2011, algo que continuó durante el primer gobierno de Trump, se aceleró con el presidente Biden y se espera su implantación durante el segundo mandato de Trump. El «reequilibrio» lleva implícita una contrapartida básica: Estados Unidos reduciría sus compromisos en Oriente Medio y Europa a favor de una reasignación de fuerzas en Asia y Australia.
Por otra parte, Donald Trump es un político «radicalmente adaptable», lo que no es óbice para que haga uso de la sorpresa, aunque a corto plazo. Ejemplo Ucrania. Tras prometer durante años que presionaría a Kiev para que acordara con Rusia el cese de los combates, al llegar a la Casa Blanca ordenó a su administración que extorsionara al gobierno ucraniano para obtener un acuerdo sobre recursos naturales, aparentemente para compensar al contribuyente estadounidense por los gastos de la asistencia militar. A su vez, instó a los países europeos a que, una vez alcanzado el alto el fuego, proporcionasen una fuerza militar para ocupar el país y disuadir la reanudación de los combates por parte de Rusia tras alcanzar cualquier acuerdo.
Es notorio que las exigencias de Trump han provocado grietas en las relaciones transatlánticas. Por ello es fundamental comprender las raíces del problema para que la relación entre Estados Unidos y los países europeos pueda adaptarse a las circunstancias actuales. Trump es notablemente «coherente», y algunos elementos de su visión del mundo se han generalizado, en particular su exigencia de que Europa se esfuerce más por sí misma para que Washington pueda centrarse en el Indo-Pacífico.
Fue Obama quien anunció por primera vez, en 2011, el «pivot» hacia Asia, que continuó durante el primer gobierno de Trump, se aceleró con el expresidente Biden y probablemente madurará plenamente durante el segundo mandato de Trump. El «pivot» siempre incluyó una contrapartida básica: Estados Unidos reduciría sus compromisos de fuerza en Oriente Medio y Europa a favor de un despliegue de fuerzas en Asia y Australia.
Durante casi dos décadas, los funcionarios estadounidenses han instado a sus homólogos europeos a aumentar el gasto en defensa, y en la Cumbre de la OTAN, en junio en la Haya se ha establecido un aumento del gasto hasta del 5% del PIB. Este acuerdo se produce tras años de incumplimiento, por parte de los europeos del acuerdo de la OTAN de 2014, en Gales, de aumentar el gasto de defensa al 2% del PIB total. Europa ha tardado en responder, pero impulsada por la segunda invasión rusa de Ucrania en 2022, y actualmente por la conmoción de un segundo gobierno de Trump, la urgencia de aumentar el gasto de defensa es un hecho. Esta urgencia, sin embargo, ha venido acompañada de una profunda preocupación por el futuro de la seguridad europea, que se empeoraría si Trump llegase a un acuerdo con Moscú sobre Ucrania, orillando a Europa.
Una política nuclear simple
La anunciada política europea de la administración Trump es notablemente simple y directa. El secretario de Defensa, Pete Hegseth, la describió en puro simplismo: Estados Unidos prioriza la disuasión de una guerra con China en el Pacífico, reconoce la realidad de escasez de medios y realiza las compensaciones necesarias en materia de recursos para garantizar que la disuasión no fracase. Mientras Estados Unidos prioriza su atención ante estas amenazas, los aliados europeos deben liderar desde el frente. «Juntos, podemos establecer una división del trabajo que maximice nuestras ventajas comparativas en Europa y el Pacífico, respectivamente».
Se considera buena noticia que la administración Tump reitere, a quien quiera escucharla, que mantiene su compromiso con la defensa de Europa. A Hegseth se le atribuye claridad al decirles a sus aliados: «Estados Unidos mantiene su compromiso con la Alianza de la OTAN y con la colaboración en defensa con Europa. Punto final». Pero algo como «compromiso con Europa» como casa con OTAN, si además los europeos están en OTAN. Claridad no se llama la figura. La solución queda planteada, pero ¿es una solución?. No exiten antecedentes de coordinación real del empleo de armamento nuclear. La pregunta, entonces, es cómo hacer más creíble la garantía nuclear estadounidense, incluso si tales acciones pudieran aumentar el riesgo de un conflicto nuclear. La solución no se conoce.
El caso de prueba es Ucrania, donde se busca desplegar tropas europeas si se alcanza un acuerdo de alto el fuego con Rusia. Sin embargo, el gobierno de Trump se ha negado a especificar si la presencia europea en Ucrania contaría con una garantía de seguridad estadounidense. El secretario de Defensa ha afirmado que las tropas se desplegarían fuera de la estructura de la OTAN y, por lo tanto, no estarían amparadas por la cláusula de defensa mutua del Tratado de Washington. Esto podría funcionar con una fuerza combinada europea bajo el liderazgo de un general europeo y estructurarse de forma similar a las coaliciones ad hoc que Washington ha improvisado para cada iniciativa militar que ha lanzado desde el final de la Guerra Fría. Parece que, ante tal requerimiento, tanto Francia como el Reino Unido condicionarían el despliegue a una garantía de seguridad estadounidense respaldada por plataformas estadounidenses con sede en Polonia o Rumanía.
Sin embargo, el cambio en las prioridades estadounidenses ha planteado un problema político fundamental y crónico, al que, casi todas las Administraciones han tenido que afrontar desde la fundación de la OTAN: cómo asegurar a los líderes europeos que Washington lucharía por la seguridad europea si un conflicto localizado no afectara directamente la seguridad continental estadounidense. Aquí es donde la administración Trump ha fallado de forma lamentable. En una red social, Trump elogió a Europa por «no haber logrado la paz» y sugirió que «Ucrania es mucho más importante para Europa que para nosotros… Tenemos un océano grande y hermoso como separación».
Este repliegue aislacionista provocó la evidencia que sugeriría que no se podía confiar en Estados Unidos. Este sentimiento de «frivolidad estratégica», se agrava por el aparente deseo de Trump de un rápido acuerdo de paz con Rusia sobre Ucrania, lo que hasta ahora ha hecho que los argumentos de su administración se inclinen hacia los del Kremlin. Esta incongruencia debe abordarse con un mejor mensaje desde Washington, y puede hacerse de manera que se alineen con la visión del mundo de Trump.
Enrique Fojón es analista del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.