The Objective
Cuadernos FAES

Las revoluciones vistas por Hannah Arendt

«La historia del siglo XX es una demostración de ‘un círculo interminable de opresiones, rebeliones y reformas’»

Las revoluciones vistas por Hannah Arendt

Hannah Arendt. | Cuaderno FAES

«Los revolucionarios derribaron las tiranías, aunque, como bien resalta la autora, han sido incapaces de crear un espacio político donde el pueblo pueda ejercer la libertad conquistada».

Se cumple medio siglo del fallecimiento de Hannah Arendt (1906-1975), una brillante figura de la ciencia política en el siglo XX influenciada por el pensamiento fenomenológico. Al igual que otros intelectuales europeos, esta autora alemana, de origen judío, encontró refugio en Estados Unidos tras la ascensión al poder del nazismo. Arendt llegó a ser catedrática de Filosofía política en la Universidad de Chicago. Su gran formación clásica y humanística le ayudaría a profundizar en las obras de los principales pensadores occidentales. De este bagaje intelectual se sirvió para ilustrar los grandes problemas contemporáneos desde un amplio conocimiento del pasado histórico.

En su patria adoptiva Arendt escribió sus mejores obras, y entre ellas destaca su gran aportación al análisis del fenómeno revolucionario. Se trata de Sobre la revolución (1962), que dedicó a Gertrud y Karl Jaspers. De hecho, el tema interesaba a nuestra autora desde la lectura de las ponencias de un seminario de la Universidad de Princeton sobre Estados Unidos y el espíritu revolucionario, desarrollado en la primavera de 1939. Con esta obra y desde su perspectiva de la década de 1960, Arendt certificaba que las revoluciones habían ido a más en la segunda mitad del siglo XX. De hecho, en muchos países surgidos de la descolonización los gobiernos se sentían legitimados por las revoluciones. Tercer Mundo y Revolución eran términos que pronto quedaron asociados, aunque al mismo tiempo la Revolución rusa de 1917, establecedora del régimen soviético, se presentaba como el punto de partida de una nueva era para la humanidad. En aquellos años, todo eran elogios de las revoluciones, y a esto contribuía no solo la historiografía marxista dominante sino incluso la psicología y la sociología. 

Cuando las revoluciones no son liberadoras

Ante este hecho, Arendt resaltaba una tremenda paradoja, nada novedosa y consolidada a través del tiempo: las revoluciones habían dejado de enarbolar la bandera de la libertad frente a la tiranía. Recordaba, además, que la causa de la libertad es connatural a la actividad política. Sin embargo, la mayoría de las revoluciones del siglo XX hicieron desaparecer de su vocabulario el término «libertad», e incluso se llegó a insinuar que se trataba de un prejuicio «pequeñoburgués». Es fácil concluir, como hizo nuestra autora, que la liberación no conducía necesariamente a la libertad. Por eso, Arendt señala en su libro que la libertad ha sido mejor preservada en los países en que no hubo revoluciones. 

«En su patria adoptiva Arendt escribió sus mejores obras, y entre ellas destaca su gran aportación al análisis del fenómeno revolucionario».

Desde su perspectiva de ciudadana estadounidense, Arendt no puede dejar de comparar la Revolución norteamericana con la Revolución francesa, el modelo originario de muchas otras revoluciones. La diferencia esencial, según la autora, es que en la primera triunfó el principio de separación de poderes, preconizado por Montesquieu, aunque el pensador francés lo había encontrado en la Gran Bretaña del parlamentarismo. Recordemos que Montesquieu afirmaba que la ausencia de separación de poderes no era solo la negación de la legalidad, sino también de la libertad. Sin embargo, este sistema de equilibrio entre los poderes políticos, como bien señala Arendt, ha encontrado el rechazo de los revolucionarios europeos desde todos los tiempos, pues lo consideran incompatible con su concepto de la soberanía. Este rechazo incluso es previo a la revolución, pues Turgot, ministro de finanzas de Luis XVI, concebía la soberanía como un poder centralizado e indiviso. Por eso, la Revolución francesa impuso esta concepción, aunque fuera en detrimento de la libertad. No hubo demasiadas voces discrepantes y entre las excepciones estuvo la del filósofo Condorcet, perseguido por los jacobinos, y que consideraba que el término «revolucionario» solo debería aplicarse a las revoluciones cuyo objetivo es la libertad. En otros pasajes del libro, Arendt pone el acento en que las revoluciones aspiran a un poder centralizado y rechazan la existencia de toda clase de órganos intermedios que puedan ser espacios de libertad Esto llevó a la persecución de los clubes y las sociedades populares en la Francia revolucionaria, y a la de los propios soviets al consolidarse en Rusia el poder del partido bolchevique.

Consideraciones sobre la libertad como las de Condorcet no hicieron mella en Robespierre, que, en su afán de conseguir rápidamente la igualdad entre los hombres y la transformación de la sociedad, pensaba que era imprescindible implantar el «despotismo de la libertad». De ahí la paradoja, observada por Arendt, de que una revolución preconizadora de una nueva sociedad basada en la fraternidad consideraba necesaria la utilización de la violencia. Irónicamente nuestra autora apunta que algunos quisieron llegar a la fraternidad por medio del fratricidio. 

Las raíces de las revoluciones en la edad moderna

En el estudio de las raíces históricas de las revoluciones, Arendt da la razón a Robespierre en su afirmación de que «el plan de la Revolución francesa estaba escrito en líneas generales en los libros de Maquiavelo». El pensador italiano, con su tesis de la separación de la actuación política de los preceptos éticos y religiosos, dio un paso decisivo hacia la construcción de un reino de este mundo, lo que explica que también llegara a escribir: «Amamos más a nuestro país que a la salvación de nuestras almas». Pero no fue solo un tratadista de la política el que impulsó el cambio de paradigma de la modernidad, que preparó el camino a las futuras revoluciones. También influyó el afán de querer explicarlo todo –incluidos los asuntos humanos– por medio de las leyes físicas y matemáticas. De hecho, el término «revolución» fue tomado de la astronomía y designaba el movimiento regular de los astros. Se trataba de una fuerza irresistible que escapaba a la influencia del hombre, además de ser un movimiento recurrente y cíclico. 

Después, la revolución aplicada a la política significó primeramente una restauración, una vuelta al antiguo orden de cosas que había sido perturbado por el despotismo. Pero con el transcurrir del tiempo, tal y como asegura Arendt, los teóricos serían conscientes de que las revoluciones no venían a restaurar nada. Por el contrario, su objetivo era fundar un nuevo orden en la política semejante al que Descartes había impuesto en la filosofía, o al preconizado por Galileo y Newton en las ciencias experimentales. Se impuso así un enfoque claramente determinista y el de que un movimiento revolucionario, como el de Francia, era semejante a una corriente subterránea que arrastraba consigo a los hombres. Todas las revoluciones posteriores se interpretaron desde entonces a la luz de la Revolución francesa y en todas ellas se querría ver una Asamblea Constituyente, un Terror o un Bonaparte. Sin embargo, Arendt denuncia el sofisma, obra de Hegel y su discípulo Marx, consistente en describir y comprender las acciones humanas sin referirse a sus protagonistas. Estos no son responsables de sus actos, sino marionetas de los caprichos de un dios cruel e inflexible llamado Historia. Este proceso histórico terminará transformando la filosofía, tan denostada por Marx, en una filosofía de la historia. Esto supondrá el sometimiento de la libertad a la necesidad y por eso, en opinión de la autora, los revolucionarios se convertirán en los bufones de la historia.

Es todo un contraste con los Estados Unidos, que también nacieron de una revolución. De ahí que Arendt tenga que admitir que «lo triste del caso es que la Revolución francesa, que terminó en un desastre, ha hecho la historia del mundo, en tanto que la Revolución norteamericana, a la que sonrió la victoria, no ha pasado de ser un suceso que apenas rebasa el interés local».

Las revoluciones y la cuestión social

Es un hecho reconocido el que las revoluciones van asociadas a la cuestión social. Sobre este particular, Marx aseguraba que la Revolución francesa fracasó en la fundación de la libertad porque también fracasó en resolver la cuestión social. En consecuencia, libertad y pobreza eran incompatibles. Desde esta perspectiva se considera que la pobreza es algo más que una simple carencia, un estado de continua indigencia y miseria, un estado absoluto de necesidad. Por eso, los revolucionarios serán capaces de sacrificar la libertad a las urgencias del proceso vital. Los pobres serán persuadidos de que la pobreza es un fenómeno político, pues no es el resultado de la escasez de recursos sino la consecuencia de la violencia y la usurpación. El objetivo de la revolución no sería tanto la libertad como la liberación de la sociedad de las cadenas de la escasez. El objetivo será, por tanto, la abundancia. 

«Una revolución preconizadora de una nueva sociedad basada en la fraternidad consideraba necesaria la utilización de la violencia».

Este planteamiento favorecerá la implantación del Terror con Robespierre, que hablaba continuamente de la felicidad del pueblo. Cuando el líder revolucionario elimina a la facción moderada de los girondinos, Saint Just, uno de sus más estrechos colaboradores, proclama que la nueva idea en Europa no es la libertad sino la felicidad. Pero el contraste es claro con la Declaración de Independencia de Estados Unidos, en la que se proclama el derecho a «la búsqueda de la felicidad», y su redactor, Thomas Jefferson, pensaba que ese derecho no solo se refería a la esfera pública. Arendt subraya entonces lo que diferencia a las revoluciones norteamericana y francesa: la primera establece un gobierno constitucional, mientras que la segunda está abocada a la revolución permanente. Además, hay que tener en cuenta que una tradición que influye en la revolución norteamericana se basa en «las promesas, pactos y compromisos mutuos» suscritos por los habitantes de las trece colonias británicas.

Robespierre glorificará a los pobres y elogiará sus padecimientos como causa de la virtud. Pero el resultado, como bien recuerda Arendt, será un peligroso sentimentalismo, que no dejaría de ser un pretexto para su sed de poder. La virtud, tal y como la entiende Robespierre, no se impone a sí misma ninguna limitación. Todo debe ser permitido a quienes dirigen el proceso revolucionario. La revolución está encaminada a liberar a los hombres de la necesidad, no de la tiranía, pues ha surgido como consecuencia de la miseria del pueblo. Recuerda también la autora que la revolución se plantea como una guerra contra la hipocresía. Aunque databan de un siglo atrás, los teóricos de la Revolución habían leído las memorias del duque de Saint Simon o las máximas del duque de La Rochefoucauld, que no dejaban en buen lugar a la corte de Versalles por «su falta de corazón, corrupción e hipocresía». El Terror de Robespierre se presentaba, en consecuencia, como una reacción contra la corrupción. Era la ocasión para que los desgraciados (malhereux) se transformaran en rabiosos (enragés). 

Asistimos así a otra paradoja, recordada por nuestra autora, y es la transformación de los derechos del hombre y del ciudadano, consagrados en la Declaración de 1789, en los derechos de los sans-culottes que habían tomado las calles de París. Eran la encarnación del “buen salvaje” de Rousseau, el hombre bueno por naturaleza. Ya no había que buscarlo en lejanos continentes, sino que encarnaba la síntesis de todas las virtudes en contraposición a los vicios de la corte de Versalles. Por otra parte, la Revolución francesa creó el modelo del revolucionario profesional dedicado a la agitación, en muchas ocasiones heredero del hombre de letras de los siglos XVII y XVIII. El agitador recorrerá durante los siglos XIX y XX las bibliotecas de Londres y París, o los cafés de Viena y Zúrich. En algunos casos, como el de Lenin en febrero de 1917, la revolución les pilló por sorpresa, pero aprovecharon la oportunidad para llegar al poder. 

Cabe añadir que la cuestión social apenas jugó un papel en la revolución norteamericana. Nuestra autora trae a colación algunas citas de dos líderes políticos que residieron en Francia y subrayaron las diferencias con los nacientes Estados Unidos. Por ejemplo, Benjamin Franklin, en una carta enviada desde París, el 18 de agosto de 1783, contrasta la situación social de Francia con «la felicidad de Nueva Inglaterra, donde todo hombre es propietario, goza de voto en los asuntos públicos, vive en una casa limpia y confortable y tiene abundante comida y combustible». Por otro lado, Thomas Jefferson, embajador en Francia entre 1785 y 1789, aseguraba que de los 20 millones de franceses, 19 eran más pobres y miserables durante toda su vida que el individuo más miserable de Estados Unidos. Años más tarde, el secretario de Estado Daniel Webster escribió que la revolución norteamericana se hizo contra la tiranía y la opresión, no contra la explotación y la pobreza. Se entiende así que desde el siglo XIX muchos europeos vieran al nuevo país como la tierra de la gran promesa que les ayudaría a salir de la miseria. 

«La historia del siglo XX es una demostración de ‘un círculo interminable de opresiones, rebeliones y reformas’».

El balance de Hannah Arendt sobre las revoluciones

Arendt traza un balance muy negativo de las revoluciones, pues la historia del siglo XX es una demostración de «un círculo interminable de opresiones, rebeliones y reformas». Los revolucionarios derribaron las tiranías, aunque, como bien resalta la autora, han sido incapaces de crear un espacio político donde el pueblo pueda ejercer la libertad conquistada. Las revoluciones francesa y rusa son una demostración de esto, pero pese a su fracaso, han seguido gozando de la estima de bastantes historiadores y políticos. Al llegar a este punto, Arendt desliza una crítica a la política exterior de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Las sucesivas Administraciones norteamericanas contemplaron con hostilidad los movimientos revolucionarios y apoyaron, con mayores o menores reservas, a «regímenes políticos anticuados y corrompidos». No hicieron suya abiertamente la causa de la libertad y la democracia y prefirieron apoyar a las dictaduras en aras de la estabilidad de los países. 

En definitiva, Sobre la revolución arroja un balance positivo sobre la Revolución nortea-mericana, por haber sabido fundar un espacio político basado en la libertad, el Estado de derecho y la participación ciudadana. Arendt la eleva por encima de la Revolución francesa y de las posteriores que siguieron su modelo, pero le reprocha que el ciudadano ha dejado de participar activamente en la esfera pública al preferir sus asuntos privados y sus intereses económicos. Una situación también constatada por Tocqueville, más de un siglo atrás, en La democracia en América.   

Publicidad