Así dejas de percibir el sabor con la edad (y así puedes ponerle remedio)
El sabor y el gusto se despiden de nosotros a medida que envejecemos como el resto de sentido. Por fortuna, hay formas de intentar recuperarlos
Quizá el sentido del gusto sea el más hedonista por su relación con el sabor. También puede que sea el que menos valoremos, precisamente por pensar que solo tiene relación con el placer gustativo. Sin embargo, más allá de sus ventajas para decirnos cuando algo está bueno —o no—, también tiene, como el resto de sentidos, una función de alerta.
Ahora disfrutamos de un maravilloso universo de electrodomésticos y de formas de cocinado que nos permiten conservar nuestra comida, amén de que no tenemos que salir a cazarla, pero cuando el ser humano no disponía de neveras ni de supermercados, el gusto cobraba una mayor importancia.
La lengua se convertía así en una alerta automática para comprobar si un alimento estaba en mal estado o no, actuando junto al olfato para demostrarnos que ciertos alimentos no convenía llevárselos a la boca. Por suerte, estas vicisitudes ahora no ponen en riesgo nuestro día a día como sí podía pasarles a nuestros ancestros, pero eso no significa que el gusto deje de ser importante.
Por eso, igual que el resto de sentidos empiezan a perder prestaciones cuando envejecemos, nuestro gusto también se ve mermado. No solo oímos, olemos o vemos peor, sino que también degustamos peor. La culpa se comparte entre la regeneración celular y la propia orografía de la lengua. Responsables ambas de que dulce, salado, ácido y amargo, amén del famoso umami —el quinto sabor— nos alegren en cada bocado.
La importancia de la lengua y de sus células en el sabor
Las primeras porque no se regeneran a la misma velocidad que antes; la segunda tiene que ver con la forma en que nuestras papilas gustativas aparecen. Estos diminutos elementos rugosos que se cuantifican por unas 5.000 por lengua se van ‘cerrando’ a medida que envejecemos. De esta forma, los químicos presentes en lo que ingerimos tienen más difícil llegar a esos receptores, que serán los encargados de trasladar la información al cerebro, situación que genera esos cambios en el sabor cuando envejecemos.
Si a la ecuación añadimos que también perdemos facultades olfativas, antesala del gusto, las cuentas están echadas. Por tanto no es que los tomates sepan menos, el cordero ya no sea como antes y los besugos no se parezcan a los de antaño —aunque en parte sí—, sino que nuestra lengua deja de paladear como debería.
La mala relación entre saliva y prótesis dentales
Es habitual que cuando nos hacemos mayores tengamos que recurrir a prótesis dentales. Sean dentaduras completas o sean los famosos ‘puentes’, la pérdida de piezas dentales y la sustitución de éstas implica también que disfrutemos menos de la comida. No por una cuestión física (aunque la forma de la mordida también puede molestarnos), sino por una cuestión química. El uso de aparatos reduce el nivel de saliva presente en la boca, siendo la saliva una gran conductora del sabor.
No solo es culpa de las prótesis, claro. También dejamos de secretar saliva a los mismos niveles cuando somos mayores que cuando somos jóvenes. Por así decirlo, con el tiempo vamos perdiendo a este vehículo primordial de nuestra salud bucodental, que como vemos también es relevante para disfrutar de la comida.
La ageusia (pérdida del gusto) y la anosmia (pérdida del olfato), también cacareadas durante la pandemia por ser dos consecuencias habituales del covid-19, son más frecuentes con la edad, sobre todo tras sufrir infecciones virales o en personas con ciertas enfermedades como el alzheimer. Además de con patologías relacionadas con la garganta y la nariz.
Los riesgos de saborear peor
Podríamos pensar que no nos queda más remedio que conformarnos con esta situación a medida que envejecemos. El problema no está solo en perder el placer de comer y del sabor, que además también va decreciendo con la edad, sino también en cómo afrontamos estas diferencias. Si la comida nos parece más sosa, es fácil que creamos que será por culpa de una mala sazón.
Supone así un incremento de la sal en nuestros platos, pero también del azúcar, como remedio para hacer más sabroso o más dulce lo que vayamos a comer. Si añadimos factores como la hipertensión (y su relación con la sal) o la diabetes y el sobrepeso —relacionadas con el consumo de azúcares— el no saborear se puede convertir en un riesgo añadido.
Cómo recuperar el gusto y el sabor de los alimentos
Alejar a la sal y al azúcar son, por regla general, buenas ideas para mantenernos sanos a largo plazo. Eso no quiere decir que los eliminemos por completo, pero sí que les busquemos alternativas. La forma en la que cocinamos también puede ser la mejor manera de enfrentarnos a la falta de gusto de ciertos platos.
En ese sentido, no solo hemos de jugar con los ingredientes, sino también con las preparaciones, con la variedad y, por supuesto, con la temperatura, porque no será lo mismo consumir productos fríos que productos calientes.
- Ten en cuenta la temperatura: la pérdida de sensibilidad gustativa también puede hacer que percibamos peor las temperaturas e incluso nos quememos al comer. En cualquier caso, se recomienda evitar los alimentos excesivamente calientes o los alimentos demasiado fríos, ya que es más difícil extraer sabores de ellos.
- Menos sales y más especias: la cocina europea no es especialmente abundante en sazones si la comparamos con las asiáticas o las latinoamericanas. Sal y pimienta suelen ser nuestros aderezos, pero otros productos como distintas especias, o mezclas de ellas, nos pueden ayudar a potenciar el sabor sin añadir sal al conjunto.
- Más marinados: también podemos tener razón y pensar que los productos de hoy no saben cómo debían saber. Sea mito o sea realidad, si apostamos por utilizar marinadas para distintos tipos de alimentos como las carnes o los pescados podemos multiplicar el sabor sin apenas esfuerzo.
- Evita la fatiga gustativa: comer todos los días lo mismo o no salir de los mismos platos hace que nuestras papilas gustativas se acomoden y ‘aburran’, todo de forma metafórica, evidentemente. Añadir texturas, colores y distintos ingredientes a los platos los harán más entretenidos, obligando a la lengua a una mayor interacción.