Ayer me buscó Saúl. Se muestra persistente cuando algo le apetece, lo que sea; y ayer era yo. «¿Está tu coño pensando en mí?». Así se suele presentar después de días de ausencia. Un vídeo de un gatito que bebe leche a chorros de la ubre de una vaca hizo vibrar mi móvil por segunda vez.
Nos escupimos palabras lefadas con veloces golpes de tecla en una competición de ingenio lascivo, que siempre suele ganar él. Gana él sobre mis ganas, por eso no salgo corriendo a follarme a cualquiera en el ascensor. Gana él, eso primero. Luego y detrás, quedan mis ganas.
Suelo apetecerle a Saúl a altas horas de la madrugada, cuando todos duermen, sus hijos también; menos ayer. Ayer sus palabras me deterioraron la capacidad de caminar y me arrastré tetrápoda por el suelo de mi buhardilla. «Saúl, estás haciendo que me funda por entre los huecos de la silla de mimbre. Me deshago en un charco de ganas que da para saltar con botas de lluvia. Para ya, ¡no puedo trabajar! ».
Saúl paró una hora después volviendo a dejar en visto mi última retahíla de mensajes acéfalos. Imagino que sus hijos le reclamaron para comer. Me gusta suponer que no son sus ganas lo que le enmudece. Que su polla le impide sentarse como comensal, que se cubre con la servilleta porque se le aparezco en cada trago. Me gusta imaginar que me chupa como postre y que me arrea en cada siesta. Perra y cuadrúpeda, así me dejó bajo mi mesa de cristal.
La bohemia del apartamento no sirve para calmar el calor de pleno julio. Las ventanas de este techo escaleno apuntan al cielo y le chillan al sol, como párvulos, que mande más luz y calor del que yo, con Saúl en el entrecejo y entrepierna, puedo soportar.
Me tengo que duchar.
La excitación me pronuncia los sentidos a niveles primarios. Hacía el mismo calor un par de horas atrás, sin embargo es ahora cuando me llega el olor a coño evaporado. Sube por el patio de cocinas un aroma a café de media mañana, que consigue encarnar su lengua en mi paladar. Me gusta tanto chuparle la boca como un caramelo de carne, que tengo su aroma y textura cinceladas en el recuerdo.
Me tengo que duchar, intentar sacudirme de encima a este Saúl que me permea.
La luz entra directa por la ventana del techo a la mampara de cristal. Descubro mi reflejo en ella y juego a cuánto de largo se me percibe el pelo estando mojado. « Me lo corté demasiado la última vez », pensé, para seguir moviéndolo de un lado a otro como la cola de una yegua mosqueada. Andurreaba en pensamientos narcisistas cuando un puñado de gotas, encaminadas a convertirse en chorro, se me instauró en los labios. La imagen imprecisa que el cristal ofrecía me hacía altamente atractiva. Como una chica Bond pero en guarra, o más guarra. Quise aumentar el flujo del hilo transparente que rebota en mi pecho, resbala hasta el ombligo y desemboca entre mis piernas. Retorcí la boca para orquestar una balsa de saliva que me la llenara. La dejé caer; de labios a labios y tiro porque me toca.
Proyecté a Saúl al otro lado del cristal; me observa y se agarra la polla como él lo hace. Es curioso cómo cada Saúl se trinca la polla genuinamente. A veces, me ha resultado ridículo el zarandeo propio de alguno de ellos; demasiado mucho o demasiado poco lo que fuera, que me dejaba sin ganas de embutírmela en la boca. Brazos demasiado tensos o flojos, agarres demasiado arriba o abajo, excesivas o inexistentes tocadas de huevos: probablemente, demasiado desconocidos para mi anhelo de un tú.
Se mezcla mi imagen con la suya. El reflejo nos muestra superpuestos, justo lo que siento cuando se introduce despacio en mi vagina toda su esencia, todo él; o cuando es mi lengua la que se introduce en su boca, toda yo. Escupo sobre el cristal. Quiero besarle y su ausencia no va a impedírmelo, pues ¡menuda soy! Lamo el vidrio con respiración agitada: pego los labios, enrosco la lengua, me morreo con la mampara como si pudiera verme al otro lado. Quiero mostrarle mi imagen desesperada y lo patético del acto, engrandece la acción. «Estoy loca por ti » , le digo sin dejar de aplastar mi nariz en el espejo.
El agua me acaricia, fuerte y acaudalada, pero sin uñas ni dientes. Los pezones encabritados buscan ser succionados, pellizcados o amasados; por eso doy media vuelta y me estampo contra la pared. Los azulejos son blancos y relucen con los rayos directos del sol. Mis tetas, al fin, encuentran ese soporte sobre el que sentirse presionadas y subo y bajo de puntillas, haciendo un roce sin cariño, como un fósforo que se quiere encender. «Abrázame, pared». La beso. Durante un rato escupo y restriego la cara por mi propia saliva. Beso los azulejos con ánimo desenfrenado. «¡Abrázame pared!». Tengo los brazos abiertos, la lengua aplastada, el pecho comprimido y la cadera basculada. Dónde están tus brazos, Saúl, que me colocan desde el cuello como una muñeca delante de ti. Y dónde tu polla dura, que choca contra mis muslos torpemente, como una caña que oscila en el tirón de un pez mayor del que pensaba cazar. Quiero abrir las piernas y atraparla entre los muslos, que deje de ondear como una bandera sin norte. Métete en las aguas de este mar del sur para respirar al unísono y entender, por un instante, nuestro propósito vital; follarnos como siempre lo hacemos, sin florituras, sin escenarios, sin un público al que querer encandilar. Abrázame, Saúl; entra en mí y no salgas hasta haber vertido dentro cada gota de la historia de tu vida, que tragaré en mis entrañas sin preguntar nada más.
Tengo prohibido tocarme. Es lo último que me sugirió Saúl antes de mi sentencia cerrada de que se fue a almorzar. Por eso me quedé allí como una rana aplastada sin usar chorros sobre la vulva, sin meterme dedos ni mangos de cepillos ni calcular desde un hambre felina el grosor de los botes de champú. Me quedaré achatada allí un rato más babeando por los cuatros costados. Mi coño gotea y no es agua; le mandaré una foto. La verá cuando sus hijos le dejen un rato, seguro. Los niños, ya sabemos cómo son.
‘Mi yo salvaje’ es una nueva sección de THE OBJECTIVE donde cada semana aparecerá publicado un relato erótico.