Disculpas aceptadas y pan para mojar
«Exagerado, desproporcionado, nervioso. Levanté una ceja: jugable, gustoso»
Me mojó entera. Se le cayó media botella de agua en un choque de manos, muñecas y codo. « Disculpe, señora… Ahora mismo lo recojo todo» . «¿Señora?», le repetí riéndome con ganas y gusto de ponerle más nervioso aún si cabe. Era mono, guapete, en vías de convertirse en un gran hombretón. Me devolvió la mirada; sonrisa doblada, chispa en los ojos.
El chico era jovial y espabilado. Sus mil perdones eran fruto de un enérgico modo de atender las mesas más que de un nerviosismo con temblor de subyugado. El ambiente era así en general: el arte familiar de llenar el restaurante desde la alegría. «¿Estarán todos fingiendo y nos sonríen porque nos escupen en la comida?» . Preferí escoger la versión más amable, y probablemente un sueldo justo y buenos descansos eran el cóctel que mantenía la armonía en ese local.
Me traía una de zamburiñas en el tropiezo. No se movieron ni un ápice del plato aunque me las habría comido del suelo igual. Y allí, en el suelo limpio de moluscos, apareció colocando papel de periódico con talante acelerado. Repetía que le disculpara, una y otra vez. El despliegue de la prensa del día anterior llenaba de noticias desordenadas el suelo: «11 ideas para combatir el cambio climático […]» . Hasta me hizo levantar los pies para colocar algunos más debajo: «Las secuelas del Katrina […]» .
Exagerado, desproporcionado, nervioso. Levanté una ceja: jugable, deseado, gustoso.
Me descalzo impúdicamente en los sitios públicos de largo mantel y unas zamburiñas que me llenaban la boca de deseo no merecían menos. Cerrar los ojos; degustar el tacto de la carne blanca y firme; percibir el líquido intervalvar que me inunda la boca a la vez que los talones descansan emancipados de la ley del apriete. Entonces, la planta absorbe, a lo ancho y largo -expandida, suelta y libre-, toda la frescura del suelo embaldosado.
Le pisé una mano. Dijo un ups como si nos hubiésemos topado pero yo apreté más fuerte. Desde el suelo, con la mano apresada como una planta carnívora captura su presa, me miró con ojos de cordero, desconcertado pero brillantes y risueños. «No, no te disculpo», le sonreí. «Tengo la pierna chorreando aún». Le acerqué la rodilla a la cara, abrió su boca de imberbe y la chupó. Me agaché apretando aún más con el pie su mano en el piso y le busqué la lengua como si sorbiera un berberecho; muy ricos, por cierto, en ese lugar. Me devolvió el beso, uno de zagal nivel avanzado y se atrevió con una propuesta: «Déjame escapar, Venus atrapamoscas, me van a comenzar a llamar».
Era tarde y las mesas, revueltas de batalla, esperaban para ser recogidas. Nosotros, apartados en el rincón del patio para fumadores -bendita discriminación que me regala, a veces, cielo y silencio- teníamos unos segundos para llegar a un pacto. «Casi tiras el plato con la mano castigada, no la pienso soltar, arréglalo y te irás». El muchacho miró hacia atrás, tragó saliva y fue directo al coño. «Si lo que quiere es que la concha me la coma yo, no hacía falta armar tanto escándalo». Apartó con la mano libre una de mis piernas, acercó la cabeza y soltó su aliento caliente. Abrió la boca tan grande, tan amplia, tan tensa que abarcó cuanto pudo y un poco más. Chupó. Sorbió tan fuerte que agarraré el mantel en un primer plano de película, cuando los vasos tiemblan y la arruga sobre el textil se hace más y más extensa.
Sentí la lengua gorda, entera, plana y robusta que penetraba por la vagina como una navaja sin vaina. Entró y salió un par de veces de pares; apretó con los labios fuerte antes de soltarme e imaginé una marca roja en el coño como si me hubiera desatascado un chupón. Le solté la mano y se incorporó.
«Disculpado, no se preocupe más, que se me enfría la comida». «A mandar señora, ¿le traigo un poco de pan para mojar?».