THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Solo nudistas. Playa nudista. Respeten

«No hay nada que me resulte más bello que un cuerpo desnudo; me deleito con y en ese cuerpo con sus gestos, voces y modos de moverse»

Solo nudistas. Playa nudista. Respeten

Aterrizamos en la cala tras sortear los varios metros de gymkana sobre los que se habían ahorrado informarnos quienes nos dieron las señas de ese lugar. Supongo que lo dieron por hecho: no hay paraíso sin caminata y acantilado. O quizás, se terminaron el café apostando entre risas si éramos capaces de bajar; «cabrones», iba pensando enfurruñada en cada paso. Nosotras, de tendencia miedosa en las alturas, somos de las que se repiten el mantra de «soy torpe» hasta que se lo terminan por creer. Amanda tiene piernas fuertes pero su físico espectacular tiende a atraer las miradas y eso la pone nerviosa, todavía. De todos modos, se encarama sobre las piedras más serena que yo y se ríe de mis pasos inseguros. «¡Virgen María, Cristo Rey y Señor, Amandaaa!, ¡que luego tenemos que volver!», le sollocé exagerando mi acento para hacerla reír un poco más. 

Nos gusta estar juntas para hacer nada. Quedamos para reírnos, hacer grandes historias de detalles nimios de nuestras vidas y sentirnos vivas. Este era un plan del tipo tres. Sentirnos vivas incluye cualquier actividad que tenga que ver con los sentidos: oír música en directo, quedar para comer y beber y todo lo relacionado con la piel. Un masaje corporal exfoliante por nuestro cumpleaños o sentarnos en tetas en su jardín bajo los árboles que se deshojan con el viento, cuenta triple para nuestro bienestar. 

Solteras y enteras, como el dicho popular, llegamos a tierra firme y también a todas las miradas. Amanda vive con ello y yo llevo años viviéndolo con Amanda. Toca desnudarse, esperar unos minutos y nada más. 

La mirada del playero nudista tiene un punto amable por encima de las demás. Curiosos como todos, por condición, Amanda y yo percibimos un peso diferente de las pupilas que, fijas o disimuladas, recaen sobre nosotras al llegar. También la de nosotras sobre ellos, una vez extendamos la toalla y salgamos del primer baño fresco con los pezones duros por bandera. 

La playa es un manto de pieles: cuerpos castigados de gimnasio, azotados por las drogas o inanición; cuerpos añejos, verrugosos, con pliegues como charcos de lava seca que resbala de un volcán; cuerpos nostálgicos, paridores, de pieles colgantes que se viven en el «después de»; cuerpos invisibles, sin yesca para la atención de los otros, ajenos a esa inquietud; pecosos, modificados, calvos, asalvajados, multicolor. ¡Cuerpos, cuerpos, cuerpos! Para ver, observar, dibujar, lamer, oler, besar, apretar, arañar. 

Elegimos nuestro rincón y clavamos la sombrilla anunciando nuestra conquista. Todo eso lo hace Amanda mientras yo extiendo las toallas y saco el agua, los libros y las gafas de bucear.  Toca desnudarse y dejar que pasen esos minutos. Lo hemos hecho mil veces, sabemos cómo va. Amanda simula que es una estrella de cine y me va susurrando por anticipado cada gesto y su efecto a continuación: «La camiseta no tiene mucho impacto, mira, verás. Lo más esperado es siempre el pantalón y las bragas. Sobre una gorda tan gorda como yo hay expectación sobre si el coño lo tengo visible o cubierto por una colcha de carne». 

Como su caso es el segundo, se quita el bikini de cara a la multitud; «así se rompe el efecto y se calman las ganas», relata. Yo sé que no le resulta fácil; a sus treinta y cuatro años, lleva muchos más de la mitad trabajando duro para llegar a ser quien es ella hoy.  Ésta ella, ésta Amanda,  va deshaciéndose de cada prenda que ciñe y corta su piel inflada. Aparecen nuevos pliegues, una geografía de lo propio que dista mucho de lo que la ropa cuenta de ella.

Amanda es un sistema montañoso con cerros, valles y cumbres que incitan a la aventura. Me gusta abrazarla y sentir la distancia que su cuerpo propone entre nuestras caras. Entonces nos abrazamos más fuerte y nos reímos, porque no hay manera de que nuestras tetas nos dejen besuquearnos las mejillas con el cariño de las abuelas. No follamos Amanda y yo, sentimos el asco de las casi hermanas y ese es el gesto que ponemos cuando alguien nos hace una propuesta indecente.

Andamos hacia la orilla, donde otros esperan que las gotas que resbalan de su pelo a la piel se evaporen al contacto de la carne caliente. Es ahí cuando miro cada espalda que va entrando en el agua; el ancho de sus hombros, las curvas de sus culos, el rebote de las carnes al saltar con cada ola que aún resulta fría, cada cabello de cada forma y color ondeando en la brisa de la orilla. Me maravilla, me emociona y me arden las manos con ganas de tocar cada rincón de todos ellos. No hay nada que me resulte más bello que un cuerpo desnudo; me deleito con y en ese cuerpo con sus gestos, voces y modos de moverse. Interactúan y entonces aparecen ellos, aparecen ellas, aparecen los quienes, aquellos que los habitan, aquellas que son. Extasiada hilo historias con sus cicatrices, michelines, tersuras, arrugas y pliegues.

Despelotadas, liberadas de los elásticos y tejidos que asfixian nuestros poros nos vamos al agua. Sabemos que nos miran el culo, como nosotras hacemos a los demás. En pocos minutos, cada uno volverá a su charla, su lectura, su bocata: las intrusas han dejado de serlo para formar parte de la comunidad. «Mira», me alerta Amanda, «ahí vienen otros con ganas de despeñarse por la colina para que les dé el sol en el culo un rato».

«Solo nudistas. Playa nudista. Respeten», nos saluda y nos despide la pintada que nos acoge y unifica en la sencillez de una sola acción: estar desnudos al sol. Tan simple que duele cada pedrusco que dificulta el acceso a estas pocas playas. 

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