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Voyerista de noche

«Se divisa poco desde aquí; yo quiero asomarme bien cerca a cada rincón de sus vidas; una a una»

Voyerista de noche

Voyerista de noche. | Unsplash

Hace mucho, mucho frío; apenas puedo sujetar entre los dedos el cigarro que me fumo en este balcón helado. Ha llegado el invierno de sorpresa y, como todas las sorpresas frías, en el soplo de su devenir me quedé congelada. Ha ido cayendo la noche desde bien temprana la tarde difuminando el cielo a la vez que las horas del reloj. Me he enredado en una manta para mirar las ventanas de los otros desde la mía. Se han ido iluminando escalonadamente y ahora, todas encendidas, parecen un panal; o una colmena vestida de verbena porque ofrecen colores tan diversos como las vidas de los que las ocupan. Me pregunto, cómo serán. 

Desde una esquina de este balcón la mirada se amplía hacia un horizonte de luces que parpadean. Están muy muy lejos y hasta ellas, todo un colmenar anidado se emborrona gradualmente; miopía universal.  Me arrebujo en la manta mientras empequeñezco los ojos para enfocar la vista en las ventanas más cercanas y accesibles. Se divisa poco desde aquí; yo quiero asomarme bien cerca a cada rincón de sus vidas; una a una.  

Me ato bien la manta al cuello y a las muñecas, cojo carrerilla, salto al vacío y a volar.  Las luces cálidas son más de mi gusto y  es a donde primero dirijo esta acrobacia de luciérnaga chismosa.  En la primera ventana a dos le parpadea la tele en la cara. Saúl tiene la cabeza sobre Amanda que le atusa el pelo como si fuera un gato. Hay restos de comida en la mesa y visten sendas batas que les abraza atando sus cinturas desde atrás. En la ventana contigua, cuatro disfrutan de la segunda botella de vino. Andan soltando cartas encima de la mesa. En cada mano ríen, aplauden y apuntan con el dedo al perdedor,  que se quita un jersey con obediencia para acercarse y besar justo después a la chica que tiene enfrente. Ella suelta las manos del que se las daba, se incorpora para agarrarle la cabeza y zamparle una larga lamida en la cara. Ha dejado el culo expuesto y su compañero de juegos no duda en atizarle sendas cachetadas, una por cada nalga. Dos Saúles para dos Amandas. Sus pechos son dignos de musas del destape y se han metido una carta en el escote que parece que ahora les toca a ellos adivinar. 

La luz blanca me acerca a escenarios de cocinas y escritorios. Saúles de gesto fatigado fregando platos,  jóvenes Amandas subrayando libros a color.  Una de todas ellas cerró el ordenador de golpe al abrirse súbitamente la puerta de su dormitorio. Sacó la mano de su pantalón elástico con una técnica resbaladiza y se volteó con aire disgustado. 

Girando a la izquierda, un par de calles más allá, un par de Saúles se acarician y sonríen entrelazados en la cama; en la habitación de al lado, un bebé duerme a pierna suelta a pesar del ruido de abajo, del bar. 

Al otro lado del bulevar, avisto un móvil que no suena y al lado Amanda llora en silencio para no molestar. En el quinto de la misma fachada dos amigas le enseñan a otra cómo funciona Tinder; baten el dedo enérgicamente sobre la pantalla ante la mirada atónita de la que se deja aleccionar; en cada gesto, un príncipe azul de más o de menos que le devuelva la curiosidad.  En el segundo, Saúl, solo en la cama, se pasa un puñado de pantallas del Candy Crush. 

Vuelvo a mi balcón. Se ha enfriado la casa entera, me lo dejé completamente abierto y lo cierro tropezando con mi capa, las macetas de la baranda, las cortinas y un par de libros que solté en el suelo. Me gusta leer por las mañanas en ese rincón, justo cuando un rayo de sol cruza el cristal gélido, apunta y calienta ese trozo de suelo donde me despatarro como un caimán. 

Mañana me daré otro paseo noctámbulo, a ver qué se cuentan los corazones de los demás. 

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