Mamadoras tenaces
«Saúl se retorcía de gusto sin tocarle ni un pelo a ella. Con los ojos abiertos y postura de chulo al sol se mordía el labio bajo y ondeaba la pelvis»
Doblé la esquina del barrio de Las Vírgenes y el viento de levante me cambió el rumbo del peinado. Hay ciudades en las que peinarse no vale la pena pero da más gusto para pasear que otras. Deambular sin un propósito en particular se ha dado pocas veces en mí. No quiero decir que haya paseado poco, todo lo contrario, sino que en el hecho en sí cualquier estímulo insignificante ha gobernado mis pasos dotándolos de destino. En esta ocasión, una Amanda tragona hizo que mi andar errático cobrara sentido.
Hay noches de verano en los inviernos de la costa sureña. En una de estas, una hambrienta Amanda devoraba a su Saúl en un banco con vistas al mar; al menos es lo que me pareció de soslayo. Hasta entonces, vagabundeaba barajando la posibilidad de convertir en propósito la búsqueda de una bolsa de patatas que escoltara los pasos de ida y vuelta al hogar. Que la hora fuera cerca de la madrugada complicaba la misión. Una absurda gymkana improvisada para, al volver a casa, contársela a Saúl con todo tipo de detalles prescindibles, saboreando glutamato y oliendo a queso de mentira. Podría hablarle de la brisa que hacía mecer los toldos de los chiringuitos supervivientes del verano, expectantes, adormilados e hibernantes o sobre la luz que me proyectaba ensombrecida en la arena cinco veces más grande y con la que me habría puesto a bailar. Cualquier cosa con tal de apaciguar el ánimo y conciliar el sueño en una noche de tormenta familiar. Pero detuve mis pasos, Amanda y Saúl lo hicieron. Detuvieron mi boca seca de bronca y aguada de ganas en la esquina de aquel local. Esta Amanda y su boca zampona golpearon mi curiosidad y pervirtieron mi camino.
Me apoyé en la pared como un galán de cine. Enciendo un cigarro a lo Marlon Brando y lo voy respirando sin dejar de mirar.
Dos siluetas se revolvían en un abrazo a carboncillo. Parecían una masa espesa, blanda y consistente, sin brazos, rostros o manos; una masa oscura que cambiaba de forma como la pompa de jabón que crece entre los palos de un pedigüeño.
Saúl agachaba la cabeza, creo que le comía las tetas. Es lo que parecía viendo a Amanda inclinar el cuello hacia atrás. No lo tengo claro, llegué tarde a la película. Entré en este cine a oscuras, me perdí los tráilers y encontré mi asiento por casualidad; el poyete de un ventanal sostuvo las siguientes caladas.
Subió Saúl y se besaron con un modal deslenguado durante un rato. No se comieron a besos, ni cogieron sus cabezas entre las manos. Se trataba de un encaje entre perfiles que irradiaba sensaciones pero ningún recuerdo. Sus cuerpos próximos jadeaban en inspiraciones largas que subían la excitación. Creo que uno de los dos andaba trasteando los bajos del otro -la masa tanto desvela como pierde definición.
Entonces, las líneas de sus caras se separaron. Amanda le dijo algo al oído. Saúl abrió los brazos como el que se prepara gustoso para ver su serie favorita en el sofá; o como el que se acomoda para que le hagan una buena comida de polla. Ella pronto desapareció, se hocicó sobre él sin piedad y lo estuvo engullendo más de quince minutos con devoción religiosa. Yo iba por el segundo cigarro desganado, mis manos inquietas buscan siempre algo que sostener o manipular, como hacía ahora Amanda con la polla dura y gorda de Saúl. Quizás le dijo al oído que quería chuparle el puro a dos carrillos o que no tenía lumbre y si le encendía la hoguera con su mecha. Me dolía la mandíbula de verla trabajar tan obstinada y rítmica. La habría subido al podium de las mamadoras tenaces y obcecadas. Imagino que pararía a respirar. Saúl se retorcía de gusto sin tocarle ni un pelo a ella. Con los ojos abiertos y postura de chulo al sol se mordía el labio bajo y ondeaba la pelvis. Resoplaba como un bisonte y ella, al oírle, más ahínco que le ponía a su buen hacer; se le llenó así la boca de leche, esa calentita que por la noche antes de ir a la cama sienta tan bien. La vi escupirla de lado, fuera de la masa de grafito, se limpió con la manga y se sentó de nuevo con vistas al mar.
En casa mi Saúl me acusó de cotilla, de portera, de vecina del quinto para abajo pero cuando lo privado y lo público se cruzan en el camino… «son cien años de perdón», le dije. En mi defensa añadí un argumento sobre los paseadores; uno que hablaba de que el deleite de las olas al romper en la orilla, el parpadeo de una farola a punto de fundirse o dos que, en sus búsquedas, se encuentran en la excitación ocupan para el ojo depredador de historias el mismo lugar y pasión. «Si les pilla en un banco marítimo del paseo, ¡qué culpa tengo yo!».
Mi relato le ha disipado el enfado, uno tonto de esos que enrojecen la cara mientras se ríe el alma, aunque sigue refunfuñando entre las sábanas. Me acerco a su oído y le digo: «Hoy solo quiero comerte la polla, nada más». Se acomoda Saúl cada mano en la nuca, desperezado, hinchado y tranquilo, como cuando se tira en el salón a ver una serie. Me acomodo yo, con devoción religiosa, a la altura de su polla que ya empieza a empavonarse. Y el resto, ya ha salido en esta historia…