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Tremendos los dos

«Al otro de la ciudad, Saúl amanece con una erección monumental, una de esas que no se pueden dejar escapar porque nunca se sabe si volverá a darse»

Tremendos los dos

Tremendos los dos | Amin Hasani (Unsplash)

Oye la lluvia fuera; golpea contra el cristal y le da gusto, un clásico de esos que nunca mueren. A la de tres se dice que se levanta y lo único que consigue es acercarse más arropada, aún si cabe, al otro lado de la cama. Está fresco y el edredón la reconforta en esta decisión que le resulta involuntaria; otro clásico del gusto sensual que acompaña a los que se dejan seducir por la pasajera ausencia del tiempo, o de la prisa. 

Amanda recuerda cuando el otro lado no estaba vacío y en esa zambullida al inicio del día la frenaban de la cintura para que volviera a la mirada del buenos días. Unas veces, solía quedarse y contemplar un rato más la inundación paulatina de la claridad de la mañana en el dormitorio, esas en las que la proximidad de los cuerpos la mecía hacia el encuentro de un pene que se endurecía despacio en su espalda. Sentía como Saúl se acercaba a ella, le olía el cuello, le cosquilleaba por detrás con el vello de su pecho y un carraspeo grave, masculino y  matutino  le decía que «es él, es él y estamos aquí ahora».  Otras, las más, rehuía de este final y se deshacía de las manos que se le antojaban zarpas usurpadoras de una ducha tranquila o un buen desayuno antes de irse a trabajar. A Amanda le gustaba hacer una gran cafetera por la mañana y dejar que el olor se desbordara por la cocina, recorriera el pasillo y correteara por las habitaciones hasta llegar a él.  No siempre tenía ganas Amanda de follar. No siempre, será por eso que…

Al otro de la ciudad, Saúl amanece con una erección monumental, una de esas que no se pueden dejar escapar porque nunca se sabe si volverá a darse. Se la aprieta fuerte mientras se gira en la cama hacia el otro lado, ese que se queda frío. Recuerda cuando éstas se le aparecían de la nada, como el ángel Gabriel, para hacer visible sus ganas. Se acercaba a la espalda de Amanda con ánimo tierno, en el refugio de las pieles en una mañana fría de invierno; el olor del cuello de Amanda, la suavidad de su espalda y el sonido de sus suspiros de despertar alimentaba los de él; un suspiro de esos de «estoy a gusto ahora, aquí y contigo, que el tiempo no corra» . Y ahí en esas, la insolente dureza le llenaba la entrepierna.  

Saúl lleva tiempo indignado con su polla  y le pregunta por su porte caprichoso. Le parece una broma de mal gusto despertarse hoy de este modo, lleva mucho tiempo dejándole en mal lugar, como el truco plausible de un perro domesticado que se rebela ante la atención de los que no conoce. Será por eso que…

Amanda, en el lado fresco de su cama ha decidido masturbarse sin ganas. Esta mañana parece que sus gestos no contaran con su voluntad y antes de haberlo decidido ya estaba frotándose la vulva contra almohada. Oye la lluvia. La idea del frío exterior aumenta la sensación del calor que emana bajo las mantas y por el ahínco con el que se frota, comienza a sudar. En su cabeza, Saúl la agarra de la cintura y la obliga a volver a la cama con esas zarpas de tremendo animal hambriento. Tremendo era Saúl… 

Saúl, en el lado frío de su cama ha decidido no meneársela aunque tenía ganas. Prefiere ganar esos minutos sentado junto a  un par de tostadas. Al salir de la ducha no huele la casa a café. Tampoco se enfada ya por encontrarse unas bragas usadas en el sitio más insospechado. Tremenda era Amanda con su desorden. Tremenda era Amanda… 

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