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Follarnos sin tocar

«Me he quitado la camiseta; no puede impedírmelo, ha mantenido firme que no me iba a poner un dedo encima, ni siquiera nos dimos un beso cuando entró»

Follarnos sin tocar

Un tablero de ajedrez. | Unsplash

Amenaza Saúl con venir a mirarme sin tocar. Con su verbo rígido y voz taciturna, cascada, de esas que suenan a eco en el teléfono, relata cómo no piensa dejarme abrir las piernas la próxima vez. Tose con cierta frecuencia, no fuma, pero se niega a contarme sobre sus excesos en los ochenta que asumo que apuntan a tantos como su voz indica.  

Dice que estoy viciada y que no piensa asumir la carga de internarme en un psiquiátrico para superar mi tremenda adicción a su polla. Se regodea en cada adjetivo que me describe como la más baja de las perras; me intimida con su propuesta de ganas enmudecidas; ofrece una tarde de dominó y tute, sin teto* ni tetas. Y todo esto lo dice mientras se acaricia la polla, inexpresivo, erecto y silente al otro lado del teléfono. Me revuelvo en la silla con cada una de sus sílabas. Saúl es tosco y sedoso en su forma de hablar, y yo paseo por mi cuerpo cada gota de su aire exhalado. Le imagino moviéndose la polla despacio mientras me suelta todo este discurso hiriente sobre excesos y tránsitos de mi coño animado.  Me dejo hacer desde sus palabras; destilo cada ofensa y me embadurno con su aceite esencial: aceite puro de juego. Tengo que ser muy cauta para poder ganar esta partida y cada detalle, cada mínimo detalle, cuenta. 

Suena el timbre; es él. He preparado un tablero de ajedrez sobre la cama. Es el único espacio amplio que alberga tanto trasto y a dos jugadores con comodidad. Lo del dominó es una vacilada suya y yo no tengo ningún otro juego. Le recibo en chándal, con una coleta despreocupada y sin lentillas; unas gafas que me doblan el tamaño de los ojos ocupan su lugar. El apartamento es diminuto, huele entero a café. Yo sí que fumo y a cambio de agua, más de treinta plantas purifican este espacio. Oigo los pies de Saúl. Cruza el arco de la puerta y frunce el ceño negando enérgicamente con la cabeza: no quiere sentarse en la cama. Yo eso ya lo suponía, tan inhábil no soy, sólo disfruto mostrando el lado simplón de mi cabeza.  

Solo queda otro lugar disponible en esta selva de pocos metros cuadrados: una silla, que le da altura y le acerca al café. Yo apoyo el mío en el tablero y me siento en el lado de la cama que queda delante de él. Nunca os sentéis con las piernas sin cruzar si queréis mostrar vuestras ganas de abriros de par en par. Funciona justo al revés, es en el descruce donde la vista busca, duda, pregunta y el olfato despierta. Sentados, cara a cara, yo un poco más baja que él, hablamos del tiempo. Hace un sol en pleno noviembre que bien diría que andamos cerca del solsticio contrario. Hablamos del café, inesperadamente suculento. Hablamos de lo poco que ha venido hoy a hacer. Hablamos de mi trastorno falocéntrico y de las medidas a tomar; de un palo que señale nuestra distancia; de cinturones de castidad. Mientras, me he quitado la camiseta; no puede impedírmelo, ha mantenido firme que no me iba a poner un dedo encima, ni siquiera nos dimos un beso cuando entró. He empezado a tocarme las tetas, estoy más gorda y me han crecido, hay más donde amasar.  Saúl amenaza con irse. Me río. Me chupo los dedos y me empiezo a masturbar.  Ha cambiado el color de su cara que sigue impasible al gesto pero no al ardor; sus mejillas revelan contención. Sus manos tamborilean y se esconden tras sorbos y sorbos de café. Dice que no ha venido a esto y se saca, de mi droga, un chute tieso. Me deja extasiada la polla brillante de Saúl;  igual, sí que estoy desquiciada. 

Queda café en las tazas pero no lo volvemos a mirar.  Nos besamos en la distancia; salen nuestras lenguas golosas y lamen el aire que nos acerca. Su mirada acaricia mis hombros, mis tetas, mi cintura. Sigo batiéndome con los dedos bajo el pantalón y le anuncia un cambio de ritmo que coincide con mi agitación. Saúl ha estirado las piernas; sin darnos cuenta nuestros pies se han tropezado y una cosquilla serpentina me repta piernas arriba. Trasciende la chancla, el calcetín grueso, el algodón del chándal casero con el que le pretendía engañar y me revienta en el coño, la espalda y el encéfalo. Las gafas no se han movido ni un milímetro y mis ojos tampoco. Exploto y vuelvo a él; a su cara desencajada, al chasquido del frenético meneo de su polla, a un elenco de ideas violentas. También al abrazo pausado mientras hunde su carne dentro de la mía y yo muevo suave la cadera buscando el roce que va entre el mi coño y sus ojos. 

 Vaya… Pues sí que estoy yonki de su verga, enferma de su polla y altamente perturbada. 

*Teto: coloquialmente, juego de palabras para reírse de alguien. 

 «Juguemos al teto, tú te agachas y yo te la meto»

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