THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

El banquete de Saúl

«En su ritmo de fiera, sigue engullendo todo aquello que le acerco a los labios. Yo le engullo a él con mi vagina famélica, mi boca glotona y mi culo insaciable»

El banquete de Saúl

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No cocino con delantal. Tampoco desnuda. Siento alejarme de ese mito excitante donde se conjugan ambas cosas. De hecho, no te acerques a mi laboratorio de sabores sin una muy buena excusa porque puedes salir abruptamente escaldado.

Si traes unas manos entrometidas, que sean firmes y decisivas. Si es una polla la que viene a fisgonear, que sea categórica y rítmica. Puedes bajarme el pantalón y verme cocinar con el culo al aire o  tocarte y hablarme con verbo sucio desde la silla.  Pero ni manos ni polla ni verbo deberán interponerse en mi  meta: la armonía poética que siento al elegir cada ingrediente y la melodía que con ellos trazo en mis cacerolas.

Acabo de invitar a Saúl a comer. Ni a almorzar ni a cenar, a comer. Y a comer del mismísimo verbo, vendrá. Cocino sin obedecer a nada que pueda enfriar este impulso de lactancia y el mío, que es alto, lo expulso en forma de bacanal.  Suena el timbre; me relamo. 

Entra Saúl y suelta un «qué bien huele » cortés antes de empujarle hacia el comedor. El festín lleva un rato servido, se enfría y me enfada. Una mesa para seis repleta de comida para dos  —sin orden, sin medidas y sin tiempos—  representa lo que soy y lo que, hoy, quiero que sea Saúl para mí: mi anárquico banquete. La silla, la única que hay en toda la habitación, preside la mesa; siento a Saúl en ella y me coloco detrás. Sostengo el impulso de arrojarme como un ave rapaz sobre su nuca, igual que un vampiro de los buenos, de los que se muerden el labio y sangran para no cargarse al personaje principal. Como no voy a permitir que se enfríe nada de esto, ignoraré la geografía de las venas de sus brazos; también la erección que ya se le adivina entre las piernas. Golpeteo el bulto crecido en el pantalón con tanteo despreciativo. «Deja esto para luego, Saúl. ¿Sabes lo que le hago a los comensales impacientes como tú? ». 

«El beso nos hace ondear las pelvis como bestias al galope. Freno bruscamente para volver en mí, al lugar, al tiempo y a mi rol»

Desde atrás, introduzco mi dedo índice en su boca. Le empujo la mandíbula hacia abajo con firmeza y jugueteo con la lengua que se le retuerce como una lombriz enganchada a un palo. La cabeza de Saúl descansa sobre mi vientre  y con la mano que me queda libre le inserto la primera cucharada: ceviche de atún con semillas de sésamo tostado. El fuerte golpe de lima le hizo soltar un brote de saliva extra que tragó sorbiendo sonoramente sin recato. Sonríe. Me unto los labios de wasabi, meto las manos en un tazón y cojo un puñado de salmón marinado con cada una. Abro las piernas para sentarme sobre él y, al agarrarme con fuerza por la cintura,  le embuto ambas manos en la boca en una mezcla de «a la vez y por turnos»  que le atora el trago. Un trago que interrumpo con un beso picante que se entremezcla con el bolo, las ansias y el ardor intenso de este rábano japonés del diablo. 

El beso nos hace ondear las pelvis como bestias al galope. Freno bruscamente para volver en mí, al lugar, al tiempo y a mi rol.

Ahora le toca a Sául meter las manos en un bol, las dos. Se las embadurno de babaganoush  y me hocico en la palma de sus manos que, así unidas, asemejan un plato que relamer. Limpio de su carne cada gramo de este exótico paté con el que suelo cumplir como invitada en las cenas compartidas. La última vez que lo llevé a una, diez comensales terminaron hablando de teorías conspirativas y manidos titulares de política como papagayos sin criterio. Ese recuerdo me hizo bendecir este jodido momento. 

«Saúl, te voy a bendecir. O a bautizar. No sé». Cojo una copa de vino blanco, sorbo un trago y le doy a Saúl de beber. « Te bendigo».  Le escupo el resto del líquido en la cara. «Te bautizo». Le lamo cada gota y cada surco. El vino pide comida, así que Saúl abre la boca y se prepara;  ya sabe él solito que viene más.

Una cucharada de sopa de remolacha con queso fresco, la traga. Hasta tres bocados de una crujiente tortilla de camarones, los mastica. Le doy a chupar una salchicha rebozada en salsa de mostaza picante, un bocado de calabacín relleno de carne al horno, un trozo de salmón al cava y una albóndiga en tomate gaditano. Lo engulle todo sin rechistar.

Continúo introduciéndole raviolis caseros de calabaza, penetrándole con canelones de pollo y foie, refrescándole con pinchadas de ensalada de granada, manzana y rúcula y acunándole con nuggets de pollo rebozados en kikos.

Un anillo de espaguetis con almendras y berenjenas, un trozo de solomillo a la pimienta con coñac y una cucharada de lentejas con chorizo terminan el primer asalto que Saúl ha librado, vencedor, entre gemidos de gusto.

Le abrí la camisa hace rato y parte de estas embestidas de cubertería colmada cayeron en su pecho. 

«Sorbe Saúl»,   le acerco un Moscow Mule recién hecho. El jengibre y la vodka, como dicen los que lo beben, pondrá de nuevo el contador a cero.

Me he subido la falda y me siento en la mesa frente a mi comensal. Ávido de carne fresca, Saúl hinca la cabeza entre mis piernas.  Besa y muerde mi bajo vientre hasta insertar la lengua fuerte entre los labios. «Te vas a atragantar, nadie te va a robar el plato, joder». Relaja su empeño y comienza a lamer ricamente los jugos de mi excitación. «Así Saúl, suave, como un helado. Chupa Saúl, sorbe y mama». Le tiro del pelo para verle la cara y vierto sobre lo que le llena la boca una ostra helada con un toque de limón. El frío y el ácido me encogen el coño como un pulpo asustado. Mi primer orgasmo no tardó en llegar.

No me he bajado la falda, y me paseo de pie acercando un plato de allí, un cuchillo de allá… Saúl me mira calladito, como le pedí,  con ojos intensos y exaltados.

«Te voy a desnudar. Vas a contemplar cómo hago el tartar. Lo pondré en tu pecho, en tu vientre, en tus huevos y lo comeré de ti. Después me sentaré en tu regazo, esconderé esta mirada tuya entre mis tetas y te montaré como Alejandro Magno montó al indómito Bucéfalo. Ahora lo que toca es follar, Saúl. Y te voy a follar bien fuerte y sin respiro. Espero que no te vayas a atragantar».

Saúl se salta el orden y las normas. Se levanta y me embiste de espaldas, sobre la mesa. Me penetra feroz y rápido como un lobo hambriento, como cualquier animal salvaje que llevara mucho tiempo sin comer. Alargo los brazos y agarro un trozo de pan; recién hecho, de trigo con un toque de pimentón de La Vera. Lo pellizco y consigo mojarlo en la yema de un huevo frito que ya pinta más que frío.  «Toma, mi amor, come. Estás hambriento».

Saúl, en su ritmo de fiera, sigue engullendo todo aquello que le acerco a los labios. Yo le engullo a él con mi vagina famélica, mi boca glotona, mi útero ansioso y mi culo insaciable. Una última cucharada de un recién nacido nosotros viajará durante horas el resto de la velada por mi interior.

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