THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

A veces, el cansancio nos atonta

Recuerdo cómo se mantuvo inmóvil, con los labios cerrados y los ojos abiertos, contemplando mis idas y venidas, mis intentos por pasar más allá.

A veces, el cansancio nos atonta

Hombre y mujer besándose hasta quedarse dormidos | Loc Dang (Unsplash)

El cansancio nos atontaba a veces a Saúl y a mí. En esas noches que esperaba que tocara el timbre dando saltitos como un conejo vestido de Pascua y que embriagara la entrada con su cara afeitada y un perfume que nunca llegué a preferir al sabor de su piel, llegaba cargado de historias de la semana y las horas se iban entre cigarros y copas de vino.  Se nos escurría el tiempo en el valle de las palabras y en el de las piernas quedaba el rastro de un riachuelo extinto. Las mañanas madrileñas tienen dibujado un reloj con segundero y ni los días de descanso desaparece de las mentes de aquellos para los que la vida es un lugar que llenar de cosas que se hacen. Saúl venía tarde y se iba temprano. Cada una de esas noches mis piernas se enredaban en las suyas para no dejarle dormir y cada mañana me agarraba a su espalda como un koala para que no se fuera nunca más. Un parásito, una liendre, una lapa pesada para salir corriendo de mí y no volverme a buscar. Pero Saúl volvía cada semana y  a veces, las menos, me encontraba casi tan cansada como él. Es en una de ésas, cuando el cansancio nos atontaba a la vez a Saúl y a mí;  a veces. 

En una de esas, el vino y las risas nos dejó sin saliva y fuimos a buscarla a la fuente del otro. Nos besamos. Los labios se unieron dóciles y poco pretenciosos. Se abrió el telón, sonaron instrumentos de viento de los que anuncian pomposas entradas y el baile, una vez presentado el par de pares,  tuvo lugar. 

Nos besamos dejándonos caer en lo mullido de las bocas cerradas. Uno que se acerca, otro que se aparta para volver acercarse; un martilleo de pájaro carpintero a cámara lenta que nos sacaba sonrisas de patio de recreo. Tranquilos y juguetones, los picos se sucedían unos a otros sin aparente final. 

«Una lengua tramposa como una lombriz salió a curiosear por otros derroteros»

Una lengua tramposa como una lombriz salió a curiosear por otros derroteros. Era la mía, y lamí su boca jugosa como un osezno que se relame con miel fresca. Recuerdo cómo se mantuvo inmóvil, con los labios cerrados y los ojos abiertos, contemplando mis idas y venidas, mis intentos por pasar más allá. Entreabrió la boca y me colé en su interior. Busqué su lengua ausente y en la aventura que me ofrecía su caverna, exploré cordilleras afiladas y praderas calientes y acolchadas.  Saúl se dejaba hacer extasiado por la singularidad de este safari. Merodeé por sus dientes como un escalador de alta montaña. Empujé el revés de sus carrillos examinando su elasticidad. Me impulsé en la pértiga que me elevó hasta su paladar y allí estudié cada una de sus líneas rugosas hasta que me escupió de sí para rascar la cosquilla insoportable que le llenó boca.  

Me apartó atragantado y como un muelle, volvió tres veces más fuerte hacia mí. Es entonces cuando las mandíbulas se encajaron; entonces fue cuando se encastró entero dentro de la mía y nuestras lenguas comenzaron el baile nupcial. El beso nos despertó la rabia sobre los límites del cuerpo y de tanto que queríamos penetrarnos no pudimos más que escupirnos para poder adentrarnos más. Me tragué el brote de saliva como un vaso de agua bendita que fuere a apagarme la sed durante siglos; le enseñé mi boca vacía y me cayeron un puñado más. Sus manos cansadas agarraron mi cintura con tal fuerza que se me marcó, de cada dedo, su huella dactilar. Las mías le agarraron la nuca con el ansia de tirarle fuerte y arrancarle la cabellera como una amerindia. Y nos chupamos las ganas, durante mucho rato y con el día a cuestas, nos besamos ferozmente chupandonos las ganas hasta quedarnos dormidos en la boca del otro. A veces, el cansancio nos atonta a Saúl y a mí. 

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