Amanda no canta en la bañera
«Suponía que al abrir las piernas a su vez los labios se separaban y todo su interior quedaba expuesto y exuberante; como en ese preciso momento»
Amanda vive en una casa vieja, de esas con muebles pasados de moda. Había hecho de aquellas habitaciones desordenadas y rancias un hogar cálido, el suyo. «Tú y yo vamos a ser felices», pensó la primera vez que la vio aunque sus amigas horrorizadas le listaban grandes evidencias para que saliera corriendo. Amanda asentía al oírlas con la sonrisa amable de los que reciben las llaves del casero.
A Amanda le encantaba bañarse. Esta vez, abrió el grifo y se fue a la cocina. En aquella casa caduca, el invierno enfriaba el agua con facilidad y añadió tres ollas de agua hirviendo antes de desvestirse y probar con el pie derecho. Ahora, estaba ardiendo. En un acto heroico se sumergió. Una línea roja marcaba la frontera de la piel que se hundía y la que aún respiraba en el exterior. Se quedó sentada allí sin hacer nada no sabe cuánto tiempo; tampoco sabe en qué pensaba. Se sorprendió jugando con su cara deformada en el metal del sumidero. Silencio. Sentía mucho gusto, sospechó que era uno universal.
Observó su pecho que flotaba erguido; «ojalá fueran así». Fantaseó desde el contorno de sus piernas como si desde allí le parecieran el doble de largas. Tanteó el hueso de las caderas y se curvó hasta hacer desaparecer todo signo maternal de su vientre al que se empeñaba en culpar por su tremenda amistad con las patatas fritas y el chocolate. Quiso cantar pero no recordaba la letra exacta de ninguna canción y todo aquel ímpetu enérgico por oírse se quedó en un suave tarareo de una melodía sin sentido.
Recogió las piernas y se dejó resbalar hasta el fondo. Desde allí resurgió como una orca y volvió a sumergirse una y otra vez; quería pensar en blanco y no paraba de inventarse tonterías. Ahora hacía mucho calor, demasiado. A pesar del aire que entraba por la puerta, Amanda tuvo que sacar los brazos fuera de la bañera y apoyar cada uno de los pies en una de las esquinas. Esto le ayudó a neutralizar la temperatura de su cuerpo. Miraba al infinito, que se encontraba allí justo en el punto medio de la distancia entre los pies. La esponja que flotaba como un barco a la deriva le rozó un pezón. Se movió para que siguiera navegando de uno al otro. Sus manos se unieron en una caricia desde la cintura a la cadera y terminaron enredándose en el vello central. Solía acariciarse con frecuencia el pelo del pubis desintencionadamente aunque a veces este gesto sencillo también la había llevado a masturbarse.
Tenía una teoría; la Teoría de las piernas, la llamaba. Según ésta, la apertura de las piernas daban hambre al coño. Cuánto más se abrían, más hambre entraba. El orden era ese; primero se abren las piernas y es luego cuando llegan las ganas. Le había pasado en el autobús, en clase, en el sofá de casa, de excursión, en cualquier situación en la que el cansancio y el medio le hubieran permitido sentarse relajada y olvidarse de todo lo demás, haciendo que sus rodillas cedieran y se desplomaran a cada lado.
Suponía que al abrir las piernas a su vez los labios se separaban y todo su interior quedaba expuesto y exuberante; como en ese preciso momento. El contacto directo de su coño abierto con el agua caliente le encantaba. Amplió la caricia en la que estaba y se columpió desde el vello hasta las nalgas mirando aquel infinito particular que había encontrado entre los pies. Se acariciaba las ingles, subía hasta la cadera, bajaba por el camino de en medio, en el que la más mínima presión abría la grieta que aún no se tragaba esas caricias y las dejaba resbalar.
Afianzó los pies y se curvó. Así podía subir y bajar el culo, haciendo que su coño saliera como un submarino y se zambullera segundos después. La línea de la superficie del agua la besaba como un amante. Amanda notaba la solidez del líquido como una pluma que cosquillea todo su cuerpo por igual.
Cerró los ojos y se buscó el clítoris a oscuras. En la soledad, en la intimidad más profunda Amanda pierde todo el pudor. Con el dedo pegado a la piel de la vulva buscaba sus cosquilleos por aquí y allá. Sonrió como el que lo hace en sueños, con una rápida mueca y cambió de técnica. Aplicó entonces la mímesis de los dedos de Saúl; «¿esto será lo que él siente cuando me toca a mí?». Comenzó una masturbación imitada, impropia de ella, menos gustosa en el tacto pero que la elevó cinco azulejos por encima de donde reposaba. Apareció fugaz el recuerdo de otros coños que le habían parecido más divertidos de tocar que el suyo propio.
Un instante después, estaba follándose a Saúl de frente, le montaba ella a él. Le farfulló en el oído «te estoy follando yo a ti, no te confundas» a lo que él respondió con el engrosamiento de su polla y tres puntos más de dureza que se le clavaron en el interior. Se mordieron, se besaron. Amanda veía en primer plano la polla de Saúl como entraba y salía y su cara a la vez. Maravillas de los recuerdos que retan a los límites del cuerpo por la medalla de oro en los placeres. Amanda imitaba la mano de Saúl en su clítoris y se lo follaba en el imaginario de todas esas formas que su pudor nunca le había dejado. Se arrodillaba y le lamía viciosa; saltaba desde lejos y se la insertaba como un tiro triple de baloncesto; le plantaba el culo en la cara para ser chupada… Amanda movía el agua de la bañera como una tormenta que comienza a desatarse. Se pensó arrancándose las bragas delante de él; le metió un dedo en el culo; le susurró palabras que ni ella misma sabía que las supiera y explotó al sentir que el fuego de Saúl la penetraba robándole el verbo y la dirección; «no te equivoques Amanda, aquí el que te está follando soy yo» .
Y ahí y así, con la docilidad de los borrachos, se le escapó el alma en un suspiro tan doloroso como dulce. Se le escurrió de entre los dedos el cante jondo de los vivos y muy a su pesar recordó que estaba en la bañera, rodeada de azulejos amarillentos con flores pasadas de moda y terapias de belleza embotellada. Respiró profundo recordando los ojos de su amante; aquella mirada orgullosa y brillante que la envolvía tras cada orgasmo. Paró ahí, no quiso recordar nada más, no tocaba recordarle ni un rato más.