Querido Saúl
«Ya no sé quién fui antes de descubrir que tus manos son las que deseo que se deslicen por mi espalda o tu boca la que me bese en cualquier esquina»
Esta no es una carta de amor. Está escrita desde el miedo y amor: ¿son compatibles?
Me he sentado en el bar que frecuentas, lápiz y papel en mano, dispuesta a acariciar hoja y mina. Sabes que me entiendo mejor con un montón de golpes digitales en una pantalla retroiluminada pero hoy he decidido desnudarme. Por eso, voy a bailar sobre el papel despojándome botón a botón de la camisa que me guarda de ti. Por eso, te enseño mis ‘bes’ como la curva de mis senos; también estas altas ‘tes’ como los centímetros que me separan del suelo, como esos otros que pronuncian mi cuello largo como la rama de un castaño hasta languidecer del peso de su fruto. ¡Te reíste tanto cuando te conté esa historia del colegio! ¿Te acuerdas? Sí, quedamos en que me correteaban al grito de ¡jirafa! y que siempre había querido serlo además. «Es el único animal que no tiene un depredador nato», subrayé orgullosa de mi ocurrencia y una carcajada involuntaria te tiró el café en las hojas de trabajo. Un café corto en vaso. En vaso, «porque la cerámica al ser porosa es menos higiénica en los bares», quisiste aclarar ante mi cara perpleja que te sellaba en el cajón de los tíos raros y altamente comestibles.
Sé que me verás reflejada en el temblor de cada línea, en el pulso con el que dirijo esta orquesta de palabras asustadas. También sé que sabes beber verbos, poner los ojos hacia atrás y decir mi nombre con sorna. Pero antes de todo eso, el miedo tendría que abandonar este mostrador para que sus lectoras no lleguen a ser las ratas del barrio. Imagino ahora una tropa de cucarachas jugando a ser Superman, cada una con un trozo de papel hallado en la basura como capa.
He dicho ratas y cucarachas, ¿ves? Esto no puede ser una carta de amor.
Te vi y te sentí mío, quise que fueras mío en el acto. No, no estoy hablando de posesión, nunca he querido ser tu dueña, solo la titular de ti como usufructo por derecho real. Te oí y se activó no sé qué mecanismo espiritual en el que me obligo a creer para ilegitimar mi cordura. Me volví loca de atar y no cuento con ninguna deidad que me lo explique. Desde entonces, me tiemblan las rodillas cuando te veo llegar. También desde entonces me mata la vergüenza. Escondo la naturaleza torpe de mis gestos, busco palabras que llenen el mutismo que encarcela mi desparpajo cuando nos quedamos a solas, me nutro de lo que te nutre porque un mundo nuevo se ha abierto ante mí: el que ahora veo desde tus ojos. Ya no sé quién fui antes de descubrir que tus manos son las que deseo que se deslicen por mi espalda o tu boca la que me bese apasionadamente en cualquier esquina. Adicta a la idea de ti, me emborracho de tu imagen y los grados de tú hecho alcohol circulante por mi sangre aumentan por los surcos de tu sonrisa desde hace un año.
Un cuarto o quinto amor no lo suele comprar Hollywood y las películas que nos contamos van perdiendo fuerza, fuelle e ilusión. Tampoco es costumbre del género epistolar. Ni siquiera yo misma puedo defenderlo y cuestiono, más que adoro, mi propio sentir. A esta edad, al menos yo, manuscribo desde el miedo. Porque me aterra querer arroparte cada noche desde que conocí tus laberintos.
Querido Saúl, esta no es una carta de amor, pero sí un impulso para dejar de lado todo aquello que nos duele y volver a ser alguien diferente.
PD: «Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito, a fin de acordarse».