THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Encuentro a dos ruedas

«Saúl el de las fotos, el del bar, el chaval de bolso cruzado, ahora resbalaba sobre su clítoris con un ritmo que no frenó ni el badén sobre el que saltaron»

Encuentro a dos ruedas

Unsplash

El destello intermitente del semáforo peatonal terminó de dar sus últimos coletazos. Tres, dos, uno y Amanda saldría disparada por la avenida sobre la moto. Llevaba un par de cervezas de más y tuvo que regar con un extra de conciencia la inercia de su conducción.  Saúl le agarraba la cintura. El pecho de él se apretaba contra su espalda. Sus muslos rodeaban los suyos desde atrás y el aliento de sus palabras se le colaba por el casco hasta cosquillearle los oídos. 

Hacía seis años que vio a Saúl por primera vez, cuando aún tenía más de niño que de hombre. Era extraño ver un chico de su edad y de aspecto algo bohemio entrando por la puerta de ese bar. Amanda servía copas a más tristes, ahogados y desolados que a ilusionados de su propio futuro. Se le antojó más joven de lo que Saúl era en ese cuadro dadaísta de barrio obrero, y lo trató como tal, con dulzura e indiferencia. Saúl la visitaba todos los martes. Aparecía con un bolso cruzado al volver de clase, estudiaba fotografía y dirección artística y le proponía a Amanda con insistencia que quería retratarla. Ella contestaba siempre lo mismo; le afirmaba con palabras vagas que «un día de éstos». 

Amanda y su ilusionante futuro se alejaron del barrio mucho antes de que el bar cerrara años después. Dejó atrás el televisor de infinitas pulgadas que coronaba una de las paredes del local, los whiskies baratos, las tardes de fútbol y los ojos necesitados, suplicantes y demandantes de atenciones y ternura femenina. Saúl aplaudía cada uno de sus pasos desde la sombra de los likes. Ahora, desde otra sombra, sentado detrás y como siempre empeñado en hacerle sentir su presencia, le estrujaba las tetas. Amanda atravesaba cada tramo de la avenida con la suerte del conductor nocturno; un horizonte de semáforos verdes para ellos solos. Sin despistarse mucho, podía entregarse a los disfrutes de la piel. Abrió las piernas y quitó  de su pecho apretado una de las manos de Sául. Se la llevó a la entrepierna y él respondió veloz, deshaciéndose del botón del pantalón y bajándole la cremallera. Amanda volvió a acomodar la apertura de las piernas para hacerle hueco a las manos de Saúl que peleaban por colarse. Se enredaron en el vello hirsuto de su pubis y un dedo hábil encontró pronto la hendidura que ya estaba mojada. Amanda pronunció la pelvis hacia delante como señal.

Hacía seis años que se habían visto con sus carnes y huesos por última vez, cuando Saúl aún tenía menos de hombre que de niño, cuando a Amanda le resultaba dulce e indiferente. «¿Amanda?» , la reconoció él entre el barullo de un paso de peatones. Cruzaban en dirección contraria y él cambió su camino para seguirla y pronunciar su nombre. «¡Amanda, eres tú!». Amanda le miró con cara de excusas, disculpas y perdones. No tenía ni idea de quién era ese torrente ronco que la señalaba en pleno cruce, ni esos ojos azules que le sonreían ni esos labios jugosos que destacaban sobre la barba.  «Soy yo, Saúl… el del bar… Saúl, el de las fotos…».

Saúl el de las fotos, el del bar, el chaval de bolso cruzado, ahora resbalaba sobre su clítoris con un ritmo que no frenó ni el badén sobre el que saltaron, el semáforo en que frenó con brusquedad; tampoco las miradas que les sorprendieron desde el taxi que apareció a su lado. Saúl no paró ni cuando llegaron al portal de su casa ni cuando subieron las escaleras y dio las dos vueltas de llave y se tumbaron en el sofá. 

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