Lerda, pánfila e idiota; un juego de dos
A mí me gustaba retarle a través de mis incompetentes bailes de fulana lerda venida arriba»
A mí me gustaba bailar para él. A él le encantaba hacerme bailar en su casa, en la mía o en cualquier hotel que se cruzara en el camino del deseo despierto que naciera en la mesa de un bar. Inesperadamente, en la trivialidad de una conversación de media tarde y de forma aleatoria, un gesto suyo despertaba una incontenible necesidad de comerle la piel. Y así, sin salsas, aceites ni otro tipo de aderezo, le soltaba yo ese «arrástrame del cuello ahora mismo y sácame de este lugar» que le volvía loco.
Me arrastraba, no me iba yo con él. Me tenía que arrastrar o si no, no era lo mismo. Él me arrastraba y yo me dejaba arrastrar. Como si no hubiera sido mía la propuesta, llegaba a contradecirle haciéndome la fría, la beata, la estrecha hasta que accedía refunfuñando a su oferta obscena. Nos largábamos dejando a veces el plato a la mitad, y esto me valía para jugar con las palabras del hambre, de la carne a medias, de mis ganas de hincar el diente o de chupar buena chicha cruda.
Le encantaba verme engullir hasta la última miga de un bol rancio de patatas de bolsa, aceitunas, chacina barata… Me dejaba sus tapas siempre con un simulado « no tengo ganas» mientras se encendía uno de sus múltiples cigarros del día.
«A él le tocaba fingir la imagen de tener el control. Le admiraba por ello. Amaba a Saúl en sus juegos más duros»
Allí, en el hotel o su casa o la mía, cada uno se asía a su papel. El mío versaba sobre ser idiota. Me apasiona hacerme la imbécil, es algo que se me da realmente bien. Infantil, ilusa, ingenua, inofensiva, ignorante, inocente. Una zorra con aires de doncella impávida, pura, limpia. Una linda mujer aniñada que ruega por algo de dinero y atención. A él le tocaba fingir la imagen de tener el control. Le admiraba por ello. Amaba a Saúl en sus juegos más duros.
Sus proposiciones eran peleadas, saboteadas o plácidamente seguidas por mí y sobre ese juego retorcido de poder alterado y alternado cimentábamos nuestros encuentros inmorales. Le adoraba por ayudarme a quebrantar las imposiciones de lo correcto. Le daba las gracias por tratarme tan mal como nadie antes se había atrevido a hacerlo. Me concedía lo que quería apenas con unas miradas, casi sin hablar.
Se postraba en un sillón cualquiera que le diera supremacía y autoridad. Entonces se buscaba la polla y la sacaba, sin siquiera abrirse del todo el pantalón. La escurría por la cremallera como un cuerpo inerte que comienza a endurecerse por segundos. Se dirigía a mí como se le habla a una niña lerda, a un sujeto inferior, a una extranjera de corto vocabulario en la lengua adoptiva, con un cariño exagerado que rozaba lo insultante. «Amanda, bonita, mira lo que tengo para ti. Venga, de rodillas y a chupar. ¿Contenta?» , me decía tranquilo con la ironía de la sonrisa dibujada en la cara.
Esta oferta la acompañaba con una caricia suave y dulce en mi rostro que yo seguía como una gata. Otras veces, su tono no era tan amable y me agarraba del cuello haciendo que mis rodillas cayeran desde las suyas hasta el suelo. Casi siempre, una palmadita en el culo como la de una película cutre del destape español terminaba con la charla. Amor y desprecio, un abrazo a mi intelecto.
Mi rebelión la organizaba con astucia, siempre en los límites que mi imbecilidad adoptada me permitía. «Mira Saúl, he inventado este baile para ti» , le proponía sin proponer y me levantaba antes de oír qué tenía que decir a aquello. Cogía lo primero que tuviera a mi alcance para improvisar un baile absurdo, ridículo y necio con música tarareada. Creaba en un instante un montón de movimientos deshonestos coordinados en la elegancia que adopta mi silueta en movimiento. Imitaba arritmias, falseaba saltos grandilocuentes con pasos torpes y fingía un vistoso y dramático final que le arrancaba el aplauso. En este único momento, Saúl soltaba su polla; el resto del tiempo, siendo mi espectáculo de corta o larga duración, él se la meneaba pausadamente. A veces imponía sus gustos y pedía algo más de culo, pero poco más. Saúl era un gran espectador. Me esperaba. A mí me gustaba retarle a través de mis incompetentes bailes de fulana lerda venida arriba. Después del show, la preciosa boba se arrodillaba y se tragaba su polla entera hasta el fondo de la garganta, sin rechistar. Enamorada y sin rechistar. «Esta es mi zorra», suspiraba Saúl antes de desmayarse de placer.