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Mi yo salvaje

El torpe

«Saúl, el Torpe, le presionaba la ingle con la nariz y lamía rápido, como un gato con hambre vagabunda»

El torpe

Pareja en la cama. | EFE

Me llegó a contar Amanda alguna vez tales historias que me lanzaban a la carcajada limpia y me hacía admirar su morbosidad extrema y su capacidad de excitación. Quedamos en la terraza empedrada, empinada y altamente incómoda que elegíamos siempre para ponernos al día sobre la vida de la otra. Nuestra regularidad era como nuestras llamadas, ausentes.

Somos de esas amigas que se buscan con monosílabos porque se guardan las palabras para lanzarlas a los ojos alegres de la otra. Superbien, mal y fatal era el baremo por el que nos entendíamos en nuestro mutismo compartido, sin tener que detallar mucho más. Las tardes de las cervezas en el Veintidós era el espacio no virtual donde, como abejas que se embarran en polen, acogíamos la presencia mutua con una profunda ternura.

Un par de cervezas a medio beber decoraban la mesa donde la gestualidad exagerada de Amanda ya había conquistado el espacio. «Te tengo que contar», así comenzaba siempre sus relatos. Lo que me tenía que contar era sobre su última historia con un Saúl improvisado que se ganaría el apodo de «el Torpe». Asumí que los encuentros de Amanda con el Torpe habían sido sumamente desgraciados, perdidos en orden, de baja satisfacción y nula complicidad. Pero tonta de mí, parece que no conociera a mi Amanda, había sido justo al revés y de su historia adquirí una nueva mirada.

«Saúl, el Torpe, le presionaba la ingle con la nariz y lamía rápido, como un gato con hambre vagabunda, cualquier trozo que le pillara al paso»

Amanda le encontró en una noche de desierto, música y estrellas. Tras bailar y chillarse al oído a lo largo de unas horas, decidieron terminar la velada en la furgoneta de él, montada con tanto mimo y detalle que se alejaba enormemente de su apodo. Se desnudaron borrachos y borrachos se chuparon enteros. El Torpe bajó con decisión y entre gruñidos de ganas a la vulva de Amanda que, expuesta, emanaba un elixir de jugos prensados en caliente de muy buen gusto del consumidor. Saúl se embardunó de ellos girando su rostro sobre los labios humedecidos de Amanda. Se colocó con la mano el pene duro, que había duplicado de tamaño y crecido en grosor, hacia una posición más cómoda donde el glande no le rozara directamente con el colchón. Entonces volvió a la abertura que atrapaba sus ojos para zampársela como una sandía un rato más. La lengua se le enredó en la carne, en la oscuridad o en el alcohol y, me cuenta Amanda, que comenzó a trabarse. Su discurso perdió el mensaje, la lógica, el sentido y se dibujaba, en las sensaciones de ella, como un batiburrillo de ideas inconexas que llevó a Amanda a abrir los ojos y mirarle con incomprensión.

«Pero qué coño hace este hombre», pensó. Saúl, el Torpe, le presionaba la ingle con la nariz y lamía rápido, como un gato con hambre vagabunda, cualquier trozo que le pillara al paso. A veces le rozaba el clítoris, y Amanda entonces gemía para hacerle recobrar la vereda; otras, la punta de su lengua pasaba más tiempo en el aire sin que, al parecer, se diera cuenta. Él apuntaba sus ojos sobre los de ella; le esbozaba media sonrisa feliz del gesto y de la unión y aquí fue donde Amanda, aún no sabe decirme cómo, se corrió. Se corrió sobre su inocencia, sobre su empeño en darle gusto, sobre su exceso de confianza y confirmación. Se corrió porque vio cómo volvió a agarrarse la polla para meneársela fuerte a la vez; porque la sonrisa le inyectó ternura; por la proeza que pretendía en su intento inepto; porque su extrema torpeza le disparó. Le agarró de los pelos como una jabalí iracunda y se incorporó para tragarse sus propios jugos frescos y renovados desde la boca de él.

Amanda solía ser muy explícita ante mis oídos sedientos de sus historias y por las cervezas del Veintidós. Yo desviaba la vista a las mesas de al lado; tenían que estar oyendo todo este collar de detalles hilados hasta la última perla que nombró. A mí me angustia su expresión desmesurada y tu alto tono de voz. Ella se ríe de mi pudor; «estás tan mona, así, toda apurada por lo que puedan oír los demás» . No me atreví a preguntarle si cuando me dijo eso, se corrió.

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