THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Me caes muy mal

«Tanta elocuencia genera en Amanda una leve incomodidad, una especie de conexión entre su erudición y el despertar de su ira»

Me caes muy mal

Una mujer atiende en una conferencia. | Freepik

Es la quinta vez que Amanda se acomoda en la butaca: se le clava el coxis y el hueso derecho de la cadera; le hace cosquillas en el cuello, la etiqueta mal cosida de su blusa; le pica el tobillo; consulta la hora en el móvil y no sabe cómo ha contestado ya hasta tres whatsapps.  La voz del conferenciante sonaba segura y firme, resonando con la autoridad de alguien que domina cada detalle de lo que relata. La cadencia de sus palabras invita a la atención; su decir parece aprendido de memoria, como calculado, pero en su fluidez se advierte que es cosa de la sabiduría. Tanta elocuencia genera en Amanda una leve incomodidad, una especie de conexión entre su erudición y el despertar de su ira.  Ese acaparar la atención llenando el espacio de saber con ese cruzar de piernas tan decidido; esa fortaleza manifiesta en la duda generada como un acto de humildad impostado; esa apariencia inaccesible desde lo trivial; ese mirar impaciente sobre lo irrelevante de los que, entre los asistentes, hacen las peores preguntas posibles… Amanda ve como el ponente les mira enseñando los dientes y entre ellos atisba un mensaje ventrílocuo «me estáis haciendo perder el tiempo».  Amanda opina lo mismo.  Ese no sé qué y ese qué sé yo, la sacaban de quicio, cuyo sentirse tan afín al discurso y actitud del orador la llevaban a despreciarse tanto como llevaba rato haciendo con él. Le cae tan mal que solo le apetece follárselo.  

«Que se calle ya, joder» – musita mientras asiente con el gesto. Está en primera fila y se siente en total sintonía con el discurso. «Le odio. Me lo follaba bien fuerte, a ver si así se callaba de una vez». Amanda habita en la desidia desde hace una larga temporada, tanto que las emociones le suenan a eco; uno que reverbera evocando recuerdos que no llegan a entrelazarse del todo con el presente. Pero ahora, cuando un destello de ira ha irrumpido en su interior, siente como si una tormenta hubiera despertado en un cielo opaco. El sentimiento es desagradable y altamente revitalizante. El cabreo la conecta visceralmente con la entrepierna de Saúl, que continúa con su disertación de brazos y piernas cruzadas, como si intentara construir un muro alrededor. Tiene el cuerpo inclinado ligeramente hacia atrás como si se sintiera superior al resto y su mirada, a menudo desviada, evita el contacto con la audiencia y levanta así, para Amanda, una barrera invisible. Esa combinación de posturas y gestos irradia un cóctel de arrogancia y desinterés que le ha devuelto la chispa de la vida a Amanda. La rabia le quema las clavículas, las costillas y el esternón. Se desabrocha un par de botones de la blusa y echa de menos el abanico que estos últimos meses ha formado parte de su vestuario. Aún puede sentir, está viva. En medio de la desidia, una furia espontánea se convierte en un extraño refugio para la afirmación de su existencia.  La indiferencia de Saúl le activa el coño, uno que lleva dormido un tiempo de más. 

«Me cae tan mal que solo quiero follármelo», se dice una y otra vez. Saúl la abarata hasta la insignificancia. Si no le cayera tan mal, estaría tomando notas en el cuaderno que dejó resbalar hacia el sillón cuando cruzó las piernas y se subió la falda, justo antes de quitarse el tercer botón.  La abarata a cada palabra, como si poco a poco la despojaran de su peso y su valor. La aversión que la acerca a él le aparece en la espalda como un escalofrío de desdén. Su tono condescendiente la transforma en un infante invisible entre la multitud.  

«Me cae tan mal que solo quiero follármelo», se dice una y otra vez, a la vez que le molestan sus propias ganas, pero ahí están. Amanda se ve encajándose sobre él de muy mala hostia. Le empuja con el peso de su salto, como si quisiera partirle las piernas, como si en cada embestida conquistase el territorio de sus brazos cruzados y de su mirada altanera. Se lo follaría tan fuerte que le haría temblar la base de sus argumentos y la precisión de sus palabras. Destruiría el muro arrogante que les separa empapando los libros de su sabiduría con un barril de fluidos corporales para disolverle así el conocimiento en un mar de olvido. Entonces sería ella la que al apretarle la polla hasta amputarla por asfixia, desoiría sus ojos de cordero ignorante y suplicante de más y más —porque querría mucho más de todo esto, este estúpido engreído que le cae cada vez peor y que le gusta tanto —. El imbécil se dejaría arrollar por el odio que le ha dado la vida al coño inerte de Amanda. «Te aseguro que nunca te han follado con el odio irracional que te tengo», se imaginó Amanda decirle al oído, mientras una biblioteca enorme pierde una a una sus palabras deformadas por la lluvia, arrugadas y retorcidas como bailando la agonía de un conocimiento que se evapora ante la implacable fuerza de la humedad del coño de Amanda. 

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