THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

El mundo no es tan horrible como me lo han contado

«Abrió las piernas y se aferró con fuerza a los barrotes de la cabecera»

El mundo no es tan horrible como me lo han contado

Mujer vestida con ropa antigua tumbada sobre una cama. | Freepik

No debería estar aquí. El pensamiento se deslizó fugaz en su mente. Se había quitado los zapatos y pisaba con cuidado el suelo del estudio, como si estuviera lleno de clavos o como si al moverse despacio pudiera ser invisible a los ojos de él. Detrás de ella, el pintor ajustaba la luz con calma, sin pronunciar palabra. Debería ponerme los zapatos y salir corriendo. No le habría importado dejar un eco de disculpa rebotando en las paredes al cerrar y bajar los escalones de dos en dos.  El espacio giraba en torno a su cuerpo; el simple acto de estar allí rompía ciertas reglas y eso le generaba un pellizco en la boca del estómago desde el que se sentía viva. Un día me van a matar. El caso es que nunca la mataron, quizás porque, con el tiempo, la madurez le trasladó el pellizco hacia otros lugares o puede que porque, al final,  el mundo no es tan horrible como se lo habían contado. 

Había pisado jadeante el último escalón que los llevó a un sexto sin ascensor. El edificio parecía rechinar con cada paso como las cuerdas tensas de un barco viejo. Cada escalón crujía como crujía el suelo del piso cuando entraron. Nací aquí, le dijo el pintor con un intento de sonrisa, esta casa siempre ha sido mi refugio. Ahora, siete décadas después, Saúl se guarecía entre esos muros para hacer lo que más le gustaba. Las habitaciones se sucedían una tras otra sin pasillo que las distribuyera, como si el lugar fuera un laberinto sin posibilidad de extravío; cada puerta conducía inevitablemente hacia una única salida clara y predecible, como si el laberinto se hubiera construido para no perderse sino para guiar hacia un solo destino. Era una casa que te invitaba a entrar hasta el fondo o a salir, como si quedarse estuviera reservado solo para unos pocos. Los techos eran muy altos y las paredes estaban desconchadas; almacenaban historias que solo Saúl conocía. El más pequeño de nueve hermanos y el único, por lo tanto, que seguía pisando el suelo de la casa que abrazó sus vidas con el crujir de las hojas secas de un bosque caduco. 

Amanda no llegaba a los treinta. Por cada umbral que cruzaba de cada habitación que parecía haberse congelado en el tiempo se fue despertando en ella algo de desasosiego. También fascinación. Por eso se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. También se bajó las bragas y dejó que quedaran arrugadas alrededor de los tobillos. Con un gesto ágil, levantó el pie y las lanzó hacia su mano, que esperaba lista para atraparlas en el aire

Sobre el caballete un lienzo en blanco esperaba ansioso el primer trazo que rompiera su quietud. Una cama con marco de hierro forjado sostenía un colchón de lana. Amanda se sentó sobre él. Debería salir corriendo, qué coño hago aquí. Le preguntó que cómo quería que se pusiera; como quieras, le contestó.  Las huellas de los cuerpos que una vez se acomodaron allí en busca de descanso envolvieron el tronco de Amanda y la tumbaron hacia atrás. Quiero parir. Abrió las piernas y se aferró con fuerza a los barrotes de la cabecera. Su cuerpo se desliza de un lado a otro, reconociendo cada textura, fluyendo instintivamente por un lugar que súbitamente le resultaba familiar. El colchón cruje bajo su peso y se adapta a las curvas de Amanda que cambian una y otra vez de posición. Los hombros se le hunden primero, luego las caderas y más adelante los pies. La cama le acaricia la piel, la acoje en cada ondulación y el colchón responde modulando su forma mientras los muslos rozan la superficie y entre sí; rumian un gemido que parece salir de un antiguo transistor. Amanda se mece, baila lenta y silenciosamente hasta que flexiona sus piernas separadas preparadas para lo inevitable. Es entonces cuando, agarrada a los barrotes,  el cuerpo se le arquea hacia atrás y los músculos tensos le lucen con un  contorno definido, con una precisión escultórica, listos para ser capturados en un trazo de lápiz.  Saúl le pidió que no se moviera de ahí y se levantó. Posó sus dos manos en el esternón de Amanda y se quedó junto a ella respirando la energía contenida en busca de un color. Los nudillos de Amanda, blancos bajo la presión, acompañaban los dedos que rodeaban el hierro con la desesperación del torbellino de dolor y vida que recorría su cuerpo. Voy a parir. Se respiraron en la cara, uno sobre la cara del otro; sincronizaron el hinchar de sus pulmones. Las manos de Saúl le gustaban. Eran cálidas y le presionaban el pecho con el peso de un siglo pasado. Deseó que las deslizara por su cuerpo, que le agarrara los pechos, que apretara su cintura y las hundiera en su vulva trasteando los pliegues hasta llegar a su interior. Podría quedarme aquí eternamente. Abrió los ojos y vio que Saúl aún los tenía cerrados. Sintió miedo. Desincronizaron la respiración, exhalando en tiempos desiguales. Saúl ablandó la presión y retiró las manos del hueso del pecho de Amanda. No la miró. Abrió el maletín de pintura revelando un caos organizado y de entre los lápices más desgastados, como soldados veteranos de un montón de batallas artísticas, eligió dos. Una brizna de recuerdos se le agitan hacia las manos por una corriente invisible. La casa le murmulla una historia arrastrada por el viento. Amanda sopla y resopla como si intentara derribar una puerta cerrada. Las contracciones la sacuden. Voy a parir. Aquí nací yo, le dijo Saúl con una mueca como el intento de una sonrisa fallida. 

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